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– A mí me parece que va a ser la única manera -señaló Ava Downey.

Porque aunque nadie quería que Anfisa Telyegin hallase su propiedad llena de ratas muertas en las trampas, tampoco nadie deseaba encontrarse su propio jardín lleno de alimañas, y era posible que aquellos animales se refugiasen allí antes de sucumbir al veneno. Algo impulsa a las ratas a arrastrarse para morir hasta un lugar diferente a aquel donde ingieren el veneno, si es que ése era el camino, el del veneno, que decidían seguir los vecinos.

De manera que un combate cuerpo a cuerpo con los roedores parecía ser la única solución. Y como expresó Ava Downey a su inimitable manera:

– No creo que a vosotros, que sois unos hombres fuertes y valientes, os importe mancharos las manos con un poco de sangre… sobre todo por una causa tan buena como ésta.

¿Qué iban a decir los hombres ante semejante desafío a su masculinidad? Algunos se removieron en el sitio y alguien murmuró:

– No sé yo.

Pero Ava replicó:

– Pues no se me ocurre ninguna otra manera de hacerlo. Claro que siempre estoy dispuesta a escuchar cualquier sugerencia que se haga.

Pero no hubo más sugerencias. De manera que se fijó una fecha. Y todos empezaron a prepararse.

Tres noches después reunieron a todos los niños en casa de los Hart para quitarlos de en medio y evitarles ver lo que iba a ocurrir en el 1420. Nadie quería que sus retoños vieran ni oyeran la matanza que habían planeado. Los niños son muy sensibles a estas cosas, les explicaron las mujeres a sus maridos tras una reunión celebrada aquella mañana en la que habían llegado al acuerdo por unanimidad. Cuanto menos supieran de lo que sus padres iban a hacer, mejor para todos, aseguraron. Nada de malos recuerdos ni de pesadillas.

Aquellos hombres a quienes no les gustaba la sangre, la violencia ni la muerte se aferraron a dos ideas para justificar su participación. En primer lugar tuvieron en cuenta la salud y la seguridad de sus hijos. Y en segundo lugar consideraron el bien común. Algunos se recordaron a sí mismos que un jardín lleno de ratas no quedaría nada bien en el Correo de Wingate, que no ayudaría a que Napier Lañe lograse el estatus de Lugar Perfecto para Vivir. Otros no hacían más que repetirse a sí mismos que sólo se trataba de dos ratas. ¿Dos ratas y casi veinte hombres? Bueno, así ya podrían.

Treinta minutos después de que Anfisa Telyegin saliera de casa y se encaminara hacia la parada del autobús para hacer el trayecto hasta la universidad y dar sus clases de literatura, los hombres entraron en acción protegidos por la oscuridad. Y mucho fue el alivio de los menos valientes al ver que los Camineros sólo lograban empujar hacia los Liquidadores cuatro ratas. Beau Downey pertenecía a este último grupo y se alegró de despachar él solo a las cuatro ratas mientras gritaba:

– ¡Enfocad por aquí! ¡Dadles un susto de muerte!

Y al mismo tiempo iba persiguiendo uno tras otro a los roedores.

Más tarde, desde luego, se comentaría que quizás había experimentado demasiado placer en aquel proceso. Pero ahora no dejaba de decir que había que «enganchar a esas cabronas», y lanzó un grito triunfal cuando su bate entró en contacto con la rata número cuatro.

Y él fue, además, quien apuntó que había que encargarse también del jardín trasero. De modo que llevaron a cabo allí el mismo proceso, con el resultado neto de cinco cadáveres peludos más, cinco cuerpos más en la bolsa de basura.

– Nueve ratas, no está mal -comentó Owen Gilbert con el alivio de alguien que se había cerciorado por anticipado de estar entre los Camineros, y en consecuencia se había librado de verter sangre inocente.

– Pues a mí me parece que tiene que haber más -había señalado Billy Hart- Seguro, si tenemos en cuenta los excrementos que hay en el jardín de los McKenna y los cables del coche de Leslie, que estaban roídos. No creo que nos las hayamos cargado a todas. ¿Quién está a favor de meterse debajo de la casa? Tengo un par de bombas de humo.

De modo que hicieron estallar las bombas de humo y tres ratas más siguieron el mismo destino que sus compañeras. Pero una cuarta se escapó a pesar de los esfuerzos de Beau y salió disparada hacia el gallinero de Anfisa.

– ¡Atrapadla! -gritó alguien.

Pero nadie se movió con suficiente rapidez.

El animal se escabulló por debajo del cobertizo y se perdió de vista.

Lo que resultaba raro era que las gallinas no se percataran de la presencia de la rata que se había colado entre ellas. No se oyó dentro del gallinero ni un solo aleteo, ni tampoco cacareos de protesta. Era como si hubieran drogado a las gallinas o, lo que era todavía peor presagio, como si las ratas se las hubieran comido a todas.

Estaba claro que alguien iba a tener que ir a ver si era esto último lo que había ocurrido. Pero nadie tenía prisa para comprobarlo. Los hombres avanzaron hacia el gallinero con recelo, y los que llevaban linternas se vieron incapaces de alumbrar el pequeño edificio con mano firme.

– Coge esa puerta y ábrela de una vez, Owen -le pidió uno de los hombres-. Agarremos a esa última hija de puta y larguémonos de aquí.

Owen titubeó, pues no se hallaba precisamente ansioso por enfrentarse a la escena de varias docenas de cadáveres de gallinas mutiladas. Y parecía muy probable que fuera eso lo que se iban a encontrar, numerosos cadáveres de gallinas, pues ni siquiera al acercarse los hombres se oyó sonido alguno procedente del interior del gallinero.

– Coño -exclamó Beau Downey lleno de asco al ver que Owen no se movía.

Avanzó lleno de decisión hasta adelantarle y tiró él mismo de la puerta para abrirla, tras lo cual arrojó dentro la bomba de humo.

Y entonces fue cuando ocurrió.

Por la abertura comenzó a salir un verdadero río de ratas. Salían por docenas. Ratas por centenares. Ratas pequeñas. Ratas grandes. Ratas obviamente muy bien alimentadas. Salieron como locas del gallinero y se alejaron corriendo en todas direcciones. Los hombres daban palos con los bates y las palas a diestro y siniestro. Se oía el crujir de huesos. Las ratas chillaban y daban saltos. La sangre brotaba a chorros y volaba por los aires. La luz de las linternas captaban la masacre en algo parecido a charcos de luz. Los hombres no hablaban. Sólo emitían gruñidos mientras iban eliminando una rata tras otra. Era como una batalla primitiva por la posesión del territorio librada por dos especies de las cuales sólo una habría de sobrevivir.

Al final el jardín de Anfisa Telyegin se hallaba repleto de sangre, huesos y cadáveres del enemigo. Cualquier rata que hubiera escapado se habría dirigido al jardín de los McKenna o al de los Gilbert, y allí se encargarían de ellas los profesionales. En cuanto al territorio que aquellas pocas ratas habían dejado atrás en la huida… era como el escenario de una catástrofe. No era un lugar que pudiera limpiarse con rapidez ni, desde luego, que pudiera olvidarse pronto.

Pero los hombres habían prometido a sus esposas que harían el trabajo sin dejar rastro, así que hicieron todo lo que pudieron; rastrillaron los peludos y maltrechos cuerpos y limpiaron con agua la hiedra y el exterior del gallinero para borrar la sangre. Al hacerlo descubrieron que, para empezar, nunca había habido gallinas en el gallinero; y lo que eso implicaba teniendo en cuenta el hecho de que Anfisa había llevado grano a diario al gallinero… En realidad se dieron cuenta de lo que eso decía de la propia Anfisa Telyegin…