Fue Billy Hart quien opinó:
– Está chiflada.
Y Beau Downey quien sugirió:
– Tenemos que hacer que esa mujer se vaya del vecindario.
Pero antes de que ninguno de aquellos comentarios se pudiera someter a debate, la desvencijada puerta de la valla del 1420 se abrió y la propia Anfisa entró en el jardín.
En el plan no se había podido prever la contingencia de que aquella noche los exámenes de mitad de trimestre hicieran que la clase acabara antes de lo habitual. Y tampoco lo habían madurado lo suficiente para calcular los efectos que ocho hombres pisoteando el jardín iban a producir en las plantas. Así que Anfisa Telyegin echó una ojeada al estropicio causado en su terreno, suficientemente iluminado por la farola de la calle que había delante de su casa, y soltó un grito de horror que pudo oírse hasta en la parada del autobús.
Gritó no tanto porque amase la hiedra y lamentase la exfoliación causada por ocho pares de pies calzados con botas. Más bien gritó porque intuía lo que significaba la hiedra pisoteada.
– ¡Dios mío! -gimió-. ¡No! ¡Dios mío!
No había manera de salir del jardín si no era por la parte delantera, de modo que los hombres fueron pasando uno a uno. Hallaron a Anfisa arrodillada en medio de la hiedra pisoteada, apretándose el cuerpo con los brazos y meciéndose de un lado a otro.
– ¡No, no! -exclamó. Y se echó a llorar-. ¡No comprenden lo que han hecho!
Los hombres no estaban preparados para afrontar aquello. Matar a palos a las ratas, sí, eso entraba dentro de sus capacidades. Pero ofrecer consuelo a una desconocida cuyo sufrimiento no tenía sentido para ellos… eso era otra cuestión completamente distinta. Por Dios, pero si le habían hecho un favor a aquella loca, ¿no? Dios mío. Y habían pisoteado un poco de hiedra al hacer el trabajo. Pero bueno, la hiedra crecía como las malas hierbas, sobre todo en aquel jardín. Seguro que todo habría vuelto a la normalidad en un mes.
– Voy a buscar a Willow -dijo Scott.
– Pues… bueno, iré a ver a Leslie -masculló entre dientes Owen Gilbert.
Los demás se dispersaron con tanta rapidez como pudieron, con ese mismo aire furtivo que tienen los niños que se lo han pasado demasiado bien haciendo algo por lo que pronto recibirán el castigo apropiado.
Willow y Leslie acudieron corriendo a toda velocidad desde la casa de Rose Hart. Encontraron a Anfisa llorando y meciéndose adelante y atrás mientras se golpeaba sin parar el pecho con los puños.
– ¿Puedes hacer que entre en la casa? -le preguntó Scott McKenna a su esposa.
Owen Gilbert le dijo a Leslie:
– Caray, hazle ver que lo que hemos estropeado no es más que hiedra, Les. Volverá a crecer. Y esto había que hacerlo.
Willow, para quien la empatía hacia los demás era en realidad una especie de maldición, reprimió sus propias emociones al ver la tremenda angustia de la rusa. No esperaba sentir otra cosa que no fuese alivio ante la eliminación de las ratas, así que los sentimientos de culpa y de pena que experimentaba ahora hacían que estuviera muy confusa y que la visión se le empañase a causa de las lágrimas. Se aclaró la garganta y le dijo a Leslie:
– ¿Haces el favor…? -Y a continuación se inclinó para coger del brazo a Anfisa. Luego añadió, dirigiéndose a ésta-: No se preocupe, señorita Telyegin. Ya verá como todo se arregla. ¿Quiere hacer el favor de entrar en casa? ¿Permite que le hagamos un poco de té?
Con la ayuda de Leslie levantaron a Anfisa Telyegin, y mientras el resto de las mujeres del vecindario se reunían en el jardín delantero de Rose Hart, Willow y Leslie subieron los escalones de la entrada del número 1420 y ayudaron a Anfisa a abrir la puerta.
Scott entró tras ellas. Después de lo que había visto en el gallinero no estaba dispuesto a permitir que su esposa hiciese acto de presencia en aquella casa sin él. Sólo Dios sabía lo que se podrían encontrar dentro. Pero su imaginación le había jugado una mala pasada. Porque dentro de la casa de Anfisa Telyegin no había nada fuera de su lugar. Al ver que era así Scott se sintió avergonzado de sus suposiciones, y tras excusarse dejó a Willow y a Leslie para que consolasen a Anfisa como pudieran. Leslie puso agua a hervir. Willow buscó las tazas y el té. Y Anfisa se sentó a la mesa de la cocina mientras el llanto la hacía estremecerse.
– Perdonadme. Por favor, perdonad.
– Venga, señorita Telyegin -la consoló Willow en voz baja-. Estas cosas suceden a veces. De modo que no hay nada que perdonar.
– Es que vosotras confiasteis en mí -insistió Anfisa llorando-. Siento mucho lo que he hecho. Venderé la casa. Me iré de aquí. Encontraré…
– No hay necesidad de eso -le aseguró Willow-. No queremos que se vaya usted. Sólo pretendemos que se encuentre a salvo en su propiedad, que esté segura. Todos deseamos sentirnos tranquilos.
– Lo que os he hecho, no una sino dos veces -dijo Anfisa llorosa-. No tengo perdón.
Fue al oír aquello de «sino dos veces» cuando Leslie Gilbert, llena de intranquilidad, cayó en la cuenta de que la rusa y Willow McKenna hablaban de cosas distintas.
– Oye, Will -la avisó.
Y lo hizo en tono amonestador.
– Mis queridísimas amiguitas. Todas habéis muerto -dijo Anfisa al mismo tiempo.
Y entonces fue cuando Willow notó que un escalofrío le recorría el cuerpo y por fin comprendió lo que ocurría en realidad.
Miró a Leslie.
– ¿Se refiere a…?
– Sí, Will. Me parece que sí.
Hasta dos semanas después, cuando Anfisa Telyegin puso un cartel delante de su casa de Napier Lañe anunciando que la ponía a la venta, Willow McKenna no logró que aquella mujer le contase la historia completa. Willow había ido al 1420 para llevar una fuente de galletas de Navidad como ofrenda de paz. Y a diferencia de la vez anterior, cuando había llevado los brownies, en esta ocasión Anfisa sí le abrió la puerta. Le indicó a Willow que entrase con un movimiento de cabeza. La condujo a la cocina y le ofreció una taza de té. Parecía que dos semanas habían sido tiempo suficiente no sólo para que la anciana se calmase, sino también para que decidiese que Willow podía asomarse, al menos parcialmente, a su mundo.
– Veinte años -le confió mientras se sentaban a la mesa-. Yo no deseaba convertirme en lo que ellos querían que fuese, pero tampoco quise callarme. Así que me desterraron. Primero a Lubyanka, ¿sabe dónde está eso? Allí mandaba la KGB. Un sitio espantoso. Y de allí a Siberia.
Willow le preguntó en voz baja:
– ¿A la cárcel? ¿Ha estado usted en la cárcel?
– En comparación la cárcel habría sido un lugar agradable. Aquello era un campo de concentración. Oh, sí, ya he oído a algunos compatriotas de usted reírse de ese sitio, de Siberia. Para ellos es motivo de chiste… eso de las minas de sal de Siberia. Ya lo he oído. Pero estar allí… es otra cosa. Sin nadie. Año tras año. Darse cuenta de que se olvidan de una porque el amante que tenía era la voz importante, la que contaba, que hasta que él murió no había sido más que una compañera que lo ayudaba y a la que nunca nadie tomó en serio. Pero las autoridades sí se fijaron. Fue una época terrible.
– ¿Usted era…?
– ¿Cómo lo llamaban? -Willow hizo memoria-. ¿Una disidente?
– Era una voz que a ellos no les gustaba. Una voz que no quería callarse. Una voz que enseñaba y escribía hasta que fueron a buscarla. Y entonces vino lo de Lubyanka. Y después lo de Siberia. Y allí, en aquella celda, fue cuando se me empezaron a acercar las pequeñas. Al principio me daban miedo. Y asco. Traían enfermedades. Así que las espantaba. Pero seguían viniendo. Venían y me miraban. Y entonces comprendí. Ellas querían muy poca cosa, y también tenían miedo. Así que empecé a darles miguitas. Un poco de pan. Algún trocito de carne cuando podía. Y ellas se quedaron conmigo y nunca más me sentí sola.