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– Las ratas… -Willow trató de que no se le notase en la voz la aversión que sentía por aquellos animales-. Las ratas eran sus amigas.

– Y lo siguen siendo hasta el día de hoy.

– Pero señorita Telyegin, usted es una mujer culta -le dijo Willow-. Ha leído mucho. Ha estudiado. Seguro que ya sabe usted que las ratas traen enfermedades.

– Se portaron muy bien conmigo.

– Sí. Comprendo que usted lo crea así. Pero eso fue entonces, cuando estaba en la cárcel y se sentía desesperada. Ahora ya no necesita a las ratas. Deje que las personas ocupen el lugar de esos animales.

Anfisa agachó la cabeza.

– Pero es que han invadido mi propiedad y han asesinado a las ratas -le recordó a Willow-. Y hay cosas que no pueden olvidarse jamás.

– Pero pueden perdonarse. Y nadie quiere que se vaya usted. Sabemos… yo sé que ya tuvo usted que dejar su casa en otra ocasión con anterioridad. En Port Terryton. Estoy al corriente de lo que pasó allí. La policía, los pleitos, los tribunales… Señorita Telyegin, tiene que comprender que si se va de aquí para empezar de nuevo, si vuelve a consentir que las ratas vivan en su propiedad… ¿No ve que no hará más que provocar que le suceda lo mismo otra vez? Nadie va a permitirle que anteponga usted las ratas a las personas.

– Le prometo que no volveré a hacerlo -le aseguró Anfisa-. Pero no puedo quedarme aquí después de lo sucedido. No después de lo que ha pasado.

– Tanto mejor, querida -comentó Ava Downey hablando por encima del gin-tonic.

Habían transcurrido ocho meses desde la Noche de las Ratas, y Anfisa Telyegin ya se había marchado. El vecindario había vuelto a la normalidad y el 1420 lo ocupaba una familia apellidada Houston. El marido era abogado y la esposa pediatra, y tenían una au pair danesa para cuidar a dos niños bien limpios de ocho y diez años que vestían el uniforme de un colegio privado y que cuando iban y volvían llevaban los libros metidos en pulcras carteras de colegial. Por fin sucedía lo que los habitantes del lugar habían deseado durante tanto tiempo.

A lo largo de varias semanas los pintores habían trabajado con las brochas, los empapeladores habían transportado rollos al interior de la casa, los carpinteros habían lijado y teñido la madera, se habían colgado cortinas en las ventanas… El gallinero se lo habían llevado para quemarlo, habían puesto una valla nueva y habían plantado césped y parterres de flores en la parte delantera del jardín, mientras que en la parte de atrás habían hecho un huerto. Y seis meses después el Correo de Wingate había designado por fin Napier Lañe como el lugar perfecto para Vivir, y el número 1420 había sido la casa elegida para simbolizar las bellezas y virtudes del vecindario.

Y no hubo celos por ello, aunque los Downey se mostraron más bien fríos cuando los demás vecinos felicitaron a los Houston porque el periódico en cuestión había seleccionado su casa, el número 1420, como modelo de domicilio perfecto. Al fin y al cabo, los Downey habían restaurado su casa primero, y desde el primer momento Ava había tenido la amabilidad de ofrecer su experiencia en diseño de interiores a Madeline Houston… Y aunque ésta había preferido hacer caso omiso de prácticamente todas las sugerencias que le había hecho, la más elemental cortesía exigía que los Houston declinasen el honor que les concedía la revista y se lo cediesen a los Downey, que, cuando menos, eran quienes aconsejaban a todo el mundo cuando se trataba de restaurar y decorar interiores. Pero por lo visto los Houston no veían las cosas del mismo modo, por lo que posaron satisfechos a la puerta del jardín del 1420 cuando los fotógrafos del periódico fueron a verlos. Luego enmarcaron la primera página del Correo de Wingate y la colocaron en el recibidor en lugar bien visible, de manera que todos, incluidos los envidiosos Downey, pudieran verla cuando iban a visitarlos.

Por eso Ava Downey le dijo «Tanto mejor, querida» con una mezcla de sentimientos a Willow McKenna cuando ésta se detuvo para charlar con ella; Willow había salido a dar un paseo con el pequeño Cooper, que iba dormido en el cochecito. Ava se hallaba sentada en la mecedora de mimbre en el porche delantero, celebrando aquel cálido día primaveral con el primer gin-tonic que se tomaba al aire libre aquella temporada. La frase se refería a la partida de Anfisa Telyegin, a que ya no vivía entre ellos, algo que Willow, por su parte, aún no había acabado de encajar a pesar de la llegada de los Houston, que, con los niños, la au pair y el interés en la mejora de la vivienda, eran gente mucho más apropiada para Napier Lañe.

– ¿Puedes imaginarte por lo que estaríamos pasando ahora mismo si no hubiéramos dado los pasos necesarios para solventar el problema? -le preguntó Ava.

– Pero es que si tú la hubieras visto aquella noche… -Willow no podía quitarse de la cabeza la imagen de la rusa arrodillada en la hierba, llorando desconsoladamente-. Y después, cuando nos enteramos de lo que significaban para ella las ratas… Me siento tan…

– Eso es que todavía te dura la depresión post parto -le aseguró Ava-. Eso es lo que te pasa. Lo que te hace falta es una copa. ¡Beau! ¡Beau, cariño! ¿Estás ahí, querido? Sírvele a Willow…

– No, no. Tengo que preparar la cena. Y he dejado solos a los niños. Y… bueno, es que no puedo dejar de sentirme apenada por lo ocurrido. Es como si hubiéramos echado a Anfisa, y nunca fue mi intención hacer una cosa así, Ava.

Ésta se encogió de hombros y agitó el vaso para que los cubitos de hielo tintineasen.

– Ha sido mejor así -apuntó.

Lo que comentó a este respecto Leslie Gilbert un poco más tarde fue:

– Claro, no me extraña que Ava piense así. Los sureños están acostumbrados a echar a la gente de sus propiedades. Es uno de sus deportes predilectos.

Pero lo dijo sobre todo porque había sorprendido a Ava tirándole los tejos a Owen en la fiesta de Nochevieja. Todavía no había olvidado que al besarse habían utilizado la lengua, aunque Owen seguía negándolo.

– Pero no hacía falta que se marchase -le dijo Willow-. Yo la había perdonado. ¿Tú no?

– Claro que sí. Pero cuando uno siente vergüenza… ¿Qué otra cosa puede hacer?

Avergonzada era como se sentía Willow. Avergonzada de haberse dejado llevar por el pánico, avergonzada por haber seguido el rastro del domicilio anterior de Anfisa, y avergonzada sobre todo porque, después de haber averiguado la verdad en Port Terryton, no le había dado la oportunidad a la rusa de arreglar las cosas antes de que los hombres actuasen. De haberle concedido esa oportunidad, de haberle dicho a Anfisa lo que había descubierto sobre ella, seguro que la mujer habría tomado medidas para que no volviera a repetirse en East Wingate lo que le había pasado en Port Terryton.

– No le di la menor oportunidad -le aseguró a Scott-. Debería haberle dicho lo que pensábamos hacer si ella no llamaba a los exterminadores. Y también creo que debería decírselo ahora, tendría que decirle que lo que hicimos fue correcto, pero que no estuvo bien el modo en que lo hicimos. Creo que me sentiré mejor si se lo digo, Scott.

Scott McKenna creía que no era necesario darle explicaciones a Anfisa Telyegin. Pero conocía bien a Willow, y sabía que ésta no descansaría hasta hacer las paces que creía necesarias con su antigua vecina. Él personalmente opinaba que era perder el tiempo, pero estaba tan atareado atendiendo a los, gracias a Dios, doce clientes que había conseguido en McKenna Computing Designs, que cuando su esposa por fin le habló de ir a ver a Anfisa se limitó a murmurar:

– Haz lo que te parezca bien, Will.

– Estuvo en prisión -le recordó Willow-. En un campo de concentración. Si nosotros hubiéramos sabido eso entonces, seguro que habríamos hecho las cosas de otro modo. ¿No es cierto?