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Scott sólo escuchaba a medias a su esposa, así que le contestó:

– Sí. Supongo que sí.

Cosa que Willow interpretó como que su marido se mostraba de acuerdo.

No fue difícil dar con el paradero de Anfisa. Willow la localizó a través de la universidad, donde una secretaria comprensiva del departamento de Recursos Humanos se reunió con ella para tomar un café y le pasó por encima de la mesa un papel con una dirección de Lower Waterford, a casi doscientos kilómetros de distancia.

Esta vez Willow no llevó a Leslie, sino que le pidió a su amiga que le cuidara a Cooper durante todo el día. Como Cooper estaba en la etapa en la que sólo dormía, comía, defecaba y se pasaba el resto del tiempo haciendo ruiditos y mirando los objetos móviles que tenía colgados por encima de la cuna, Leslie sabía que la criatura no iba a distraerla de su dosis diaria de programas de entrevistas, así que accedió a la petición. Y como esperaba con impaciencia su programa preferido, cuyo tema del día era «He practicado el sexo en grupo con los amigos de mi hijo», ni siquiera le preguntó a Willow adonde iba, ni si quería que la acompañase.

Y era mejor así, porque Willow quería hablar a solas con Anfisa Telyegin.

Encontró la nueva casa de Anfisa en Rosebloom Court, en Lower Waterford, y en cuanto la vio notó que la recorría una nueva oleada de culpabilidad; no se podía comparar con las anteriores viviendas que había poseído la mujer en Port Terryton y en Napier Lañe. Las dos casas anteriores eran edificios con historia. Ésta no. Aquéllas eran el fiel reflejo de la época en la que se habían construido. Ésta no reflejaba otra cosa que el deseo de un constructor de hacer la mayor cantidad de dinero posible con el mínimo esfuerzo creativo. Era de esos barrios, de esas urbanizaciones a las que montones de familias se habían ido a vivir después de la Segunda Guerra Mundial. Paredes de estuco, un camino de hormigón en el jardín con una grieta que lo partía por la mitad y en la que crecían las malas hierbas, y un tejado de cartón impregnado de alquitrán. A Willow se le cayó el alma a los pies al verlo.

Se quedó sentada en el coche corroída por el remordimiento; lamentaba sobre todo su propensión a dejarse llevar por el pánico. Si no le hubiera asaltado el miedo al ver la primera rata, si no se hubiera dejado llevar por el pánico cuando encontró los excrementos en el huerto, si no se hubiera aterrorizado al enterarse de los problemas que había tenido Anfisa en Port Terryton, quizás entonces no hubiese condenado a la pobre mujer a vivir ahora en aquel callejón sin salida en el que el césped estaba mal cuidado en la mayor parte de los jardines (en los que sólo crecía un árbol), las puertas de los garajes se encontraban combadas y las aceras llenas de parches y desniveles.

«Pues ella se lo buscó -habría dicho Ava Downey de haberla acompañado-. Y no olvidemos el gallinero, Willow. No tenía que haber permitido que las ratas se instalasen en su jardín, ¿no te parece?».

Willow no se quitaba esto último de la cabeza mientras se hallaba sentada en el coche delante de la casa de Anfisa. Le hacía pensar que había más diferencias entre esta casa y la anterior de la que dejaba ver el edificio en sí. Porque a diferencia de la casa de Napier Lañe, en este jardín no se veía hiedra por ninguna parte. Verdaderamente no había ningún lugar en él donde pudieran vivir las ratas. Lo único que contenía eran varios arriates de flores plantados con esmero, algunos matorrales muy bien podados y la parte delantera sembrada de un césped tan bien cortado y liso como una pista de hielo.

Willow pensó que tal vez habían hecho falta dos casas y dos vecindarios alborotados para que Anfisa Telyegin aprendiera que era imposible compartir la propiedad con las ratas y encima esperar que nadie se diese cuenta.

Willow tenía que cerciorarse de que algo bueno se había conseguido con lo sucedido en su barrio, de manera que bajó del coche y se acercó despacio y sin hacer ruido a la valla trasera para echar un vistazo. Si hubiese visto un gallinero, una caseta de perro o un cobertizo para herramientas, habría sido mala señal. Pero a Willow le bastó con echar una breve ojeada por encima de la valla al patio, al césped y a los rosales para convencerse de que esta vez la rusa no había proporcionado a los roedores ningún habitat.

«A veces las personas tienen que aprender la lección por las malas», habría dicho Ava Downey.

Y ciertamente parecía que Anfisa había aprendido, por las malas o no.

Willow se sintió en cierta medida redimida por lo que veía, pero sabía que no obtendría la absolución completa hasta que se asegurase de que a Anfisa le iba bien en su nuevo entorno. En el fondo esperaba que la conversación con Anfisa, su antigua vecina, evolucionara hasta una expresión de gratitud por parte de ésta hacia los habitantes de Napier Lañe, que habían logrado hacerle recuperar el buen juicio, aunque hubiera sido de una manera tan dramática. Eso sería algo que Willow podría llevar consigo cuando volviera a casa para contárselo a su marido y a sus amigos y así redimirse ella también a los ojos de todas aquellas personas, porque al fin y al cabo ella había sido la instigadora de todo lo sucedido.

Willow llamó a la puerta, que se encontraba en una pequeña entrada cuadrada y definida por un único escalón de hormigón. Sintió un pinchazo de preocupación cuando la cortina de una de las ventanas se movió, y entonces, con la esperanza de tranquilizar a la mujer, dijo:

– Señorita Telyegin, ¿está usted en casa? Soy yo, Willow McKenna.

Aquel saludo pareció surtir el efecto deseado. La puerta se abrió un poco dejando una rendija de diez centímetros, lo que le permitió a Willow ver una franja de Anfisa Telyegin de la cabeza a los pies.

Willow sonrió:

– Hola. Espero que no le importe que me haya atrevido a venir a verla. Me encontraba por aquí cerca y quería ver… -Se le apagó la voz. Anfisa la miraba fijamente sin dar señales de comprender nada en absoluto. Pero Willow continuó hablando-: Soy Willow McKenna, ¿no se acuerda? Su vecina de Napier Lañe, la de la casa de al lado. ¿No me recuerda? ¿Cómo está usted, señorita Telyegin?

Al oír aquello los labios de Anfisa se curvaron en una sonrisa y se apartó de la puerta; había despertado con la sola mención de Napier Lañe. Willow interpretó aquel movimiento como que le daba permiso para pasar a la casa, así que le dio un empujoncito a la puerta y entró.

Todo se veía la mar de bien. La casa estaba limpia como una patena: barrida, sin polvo y pulida. Cierto que se notaba un olor un poco raro en el ambiente, pero Willow lo atribuyó al hecho de que todas las ventanas estaban cerradas a pesar de que hacía un estupendo día de primavera. Probablemente la casa habría permanecido cerrada durante todo el invierno y la estufa habría hecho que los olores quedasen adheridos dentro, tanto los propios de la cocina como los aromas empalagosos de los productos de limpieza.

– ¿Cómo está? -Saludó Willow a la anciana-. Me he acordado mucho de usted. ¿Trabaja ahora en alguna universidad de esta zona? Porque no irá usted cada día hasta East Wingate, ¿verdad?

Anfisa sonrió con aire beatífico.

– Sí, estoy bien -le dijo-. Estoy muy bien. ¿Quiere un poco de té?

El alivio que sintió Willow ante aquella cálida acogida fue como ponerse una manta en una noche helada.

– ¿Me ha perdonado usted, Anfisa? ¿Ha podido usted perdonarme de verdad?

Lo que Anfisa le dijo en respuesta a aquello no habría podido ser más consolador ni aunque la propia Willow hubiera escrito las palabras:

– Aprendí mucho en Napier Lañe -murmuró-. Ya no vivo como vivía entonces.

– Oh, Dios mío, cuánto me alegro -le dijo Willow.

– Siéntese, siéntese -dijo Anfisa-. Pase aquí. Por favor. Permítame que vaya a hacer el té.

Willow separó con sumo gusto una silla de la mesa, se sentó en ella y miró a Anfisa mientras ésta trajinaba muy contenta por la cocina. No dejó de hablar ni un instante mientras llenaba la olla de agua y sacaba unas tazas de té y los platitos correspondientes de un armario.