Aquél era un buen lugar para instalarse, le explicó Anfisa.
Era un vecindario más sencillo, más apropiado para alguien como ella, con necesidades sencillas y gustos más sencillos aún. Las casas y los jardines eran del montón, igual que ella, y la gente en general iba a lo suyo.
– Esto es mejor para mí -le aseguró Anfisa-. Es más a lo que estoy acostumbrada.
– Pues me apena mucho saber que considera usted un error haberse ido a vivir a Napier Lañe -le dijo Willow.
– Aprendí mucho de la vida en Napier Lañe, mucho más de lo que he aprendido en ninguna otra parte -le aseguró Anfisa-. Por ese lado me siento muy agradecida. Agradecida a usted. Y a todos. No estaría como estoy ahora de no haber sido por aquella temporada en Napier Lañe.
Y como estaba ahora era en paz, le explicó. Y no sólo eran palabras, porque se reflejaba en las acciones de la mujer, en las expresiones de placer, de deleite y de satisfacción que le asomaban al rostro mientras hablaba. Se interesó por la familia de Willow. ¿Cómo estaba su marido? ¿Y su hijo? ¿Y su hija? Y ahora había otro más pequeño, ¿no? ¿Y habría más? Claro, seguro que habría más, ¿verdad?
Willow se sonrojó al oír esa última pregunta y lo que revelaba de la intuición de Anfisa. Sí, le confesó a la rusa, habría más criaturas. En realidad todavía no le había dicho nada a su marido, pero creía que ya estaba de nuevo embarazada, del cuarto McKenna ya.
– No había pensado tenerlo tan seguido después de Cooper -le confesó Willow-. Pero ahora que ha ocurrido, he de decir que me siento muy emocionada. Me encantan las familias numerosas. Es lo que siempre he deseado.
– Sí -convino Anfisa sonriendo-. Los pequeños. Ellos nos alegran la vida.
Willow le devolvió la sonrisa y se sintió tan gratificada por el recibimiento que le dispensaba Anfisa, por todas las exclamaciones de placer que hacía la rusa cada vez que ella le daba alguna noticia, que se inclinó hacia delante y le apretó la mano.
– Me alegro mucho de haber venido a verla -le dijo-. Aquí parece una persona diferente.
– Soy una persona diferente -le aseguró Anfisa-. Ya no hago lo que hacía antes.
– Porque ha aprendido -le indicó Willow-. Ya ve, así es la vida.
– La vida es buena -convino Anfisa-. La vida está llena de cosas.
– Eso es lo mejor que yo podría oír. Suena a música celestial para mis oídos, Anfisa. ¿Puedo llamarla así? ¿Me permite que la llame Anfisa? ¿Le parece a usted bien? Me gustaría que fuéramos amigas.
Anfisa le agarró la mano a Willow igual que ésta se la había cogido a ella.
– Amigas, sí -dijo-. Eso estaría bien, Willow.
– Bueno, pues tal vez se anime usted a hacernos una visita en East Wingate -le sugirió Willow-. Y nosotros también podemos venir aquí a verla a usted. No tenemos familiares en ochocientos kilómetros a la redonda y nos encantaría que usted fuera… bueno, como una especie de abuela para mis hijos, si usted quisiera. En realidad eso era lo que yo esperaba cuando usted se vino a vivir a Napier Lañe.
Anfisa se animó y se llevó una mano al pecho.
– ¿Yo…? ¿Ha pensado usted en mí como una abuela para sus pequeños? -Se echó a reír, a todas luces encantada ante la perspectiva-. Me encantaría. Me encantaría, se lo aseguro. Y usted… -Le apretó una vez más la mano a Willow-. Bueno, usted es demasiado joven para hacer de abuela. De manera que tendrá que ser la tía.
– ¿La tía? -repitió Willow.
Y sonrió, aunque muy extrañada.
– Sí, sí -insistió Anfisa-. La tía de mis pequeñas, igual que yo seré la abuela de los suyos.
– De sus… -Willow tragó saliva. No pudo evitar mirar a su alrededor. Se esforzó por sonreír y continuó hablando-. ¿Usted tiene criaturas aquí? No lo sabía, Anfisa.
– Venga conmigo. -Anfisa se levantó y le puso una mano en el hombro a Willow-. Tiene que conocerlas.
Muy en contra de su voluntad, Willow siguió a Anfisa desde la cocina hasta el cuarto de estar, y desde allí echaron a andar por un pasillo estrecho. El olor que había percibido al entrar en la casa era más fuerte en aquella parte de la casa, y todavía se hizo más fuerte cuando Anfisa abrió la puerta de uno de los dormitorios.
– Las tengo aquí dentro -le dijo Anfisa hablándole por encima del hombro- Los vecinos no lo saben, así que no se le ocurra a usted decírselo. La vida y Napier Lañe me han enseñado muchas cosas.
RECUERDA QUE SIEMPRE TE QUERRE
A esta historia le estuve dando vueltas durante muchísimo tiempo. Hace varios años una amiga mía me contó una situación en la que un hombre había hecho una declaración de amor a su esposa en el «lecho de muerte» que, en el contexto, daba la impresión de no tener nada que ver con el amor. Mi reacción inicial al escuchar aquel breve relato fue pensar que aquello era un ultraje. La segunda reacción fue de ira. Pero la tercera reacción fue la típica de cualquier persona que haya nacido para escribir: pensé en lo útil que me sería para una narración.
La parte más difícil fue decidir qué circunstancias en la vida de ese matrimonio habrían hecho que la historia culminase en aquella última declaración de amor del hombre hacia su esposa, por no hablar de la situación en la que se había producido tal declaración. Pensé en casi todo. Hice una excursión a pie por Cinque Terre, en Italia, y me rondó por la cabeza la idea de situar allí el relato. También pensé en ubicarlo en los lagos italianos, y consideré muy en serio la Isola de Pescatores como el lugar perfecto para ambientarlo. El problema al que me enfrentaba era que no se me ocurría nada aparte de esos potenciales ambientes. Y no se puede escribir una historia si no se tiene nada más que la ambientación.
Finalmente llegué, durante una conversación con mi novio, al meollo de esta historia, que es el motivo por el que el marido muere. Y una vez conseguido eso comprendí que me hallaba en el buen camino. Envié a mi ayudante a la biblioteca para buscar información y lo hice investigar también en Internet. Y mientras ella bacía eso, empecé a crear los personajes que poblarían el mundo de Eric y Charlotte Lawton. Pronto me di cuenta de que no necesitaba ninguna ambientación exótica para este relato. En realidad comprendí que la historia estaría bien si la ambientaba aquí mismo, en el sur de California, en el jardín trasero de mi propia casa.
Cuando acabé mi undécima novela tuve tiempo por fin para escribirla. De modo que aquí está, es mi respuesta a por qué ese hombre desconocido que aparecía en una historia que me contó una amiga le dijo a su esposa justo antes de morir: «Recuerda que siempre te querré».
Recuerda que siempre te querré
Charlie Lawton no lloró en el entierro de su marido. Ya había llorado todo lo que tenía que llorar cuando ocurrieron los hechos, y también en el funeral. Tras la horrible muerte de su esposo había llorado a mares hasta quedarse sin lágrimas. Así que lo contempló todo como atontada.
Antes le habían ofrecido las opciones para el entierro. Una de ellas era que el ministro dijese una breve oración e inmediatamente todos se marcharan a celebrar una sombría recepción en la que a los asistentes al duelo se les proporcionaría un poco de comida, de bebida y una última oportunidad de decirle palabras de consuelo a ella, la viuda de Eric Lawton. Otra consistía en quedarse y contemplar cómo bajaban el ataúd elegido a toda prisa; luego podría coger una flor de la corona funeraria que ella misma, llena de angustia, había adquirido sólo dos días antes y arrojarla dentro de la tumba, cosa que animaría al resto de asistentes a hacer lo mismo. Por último podía optar entre dirigirse a la limusina que la esperaba o quedarse todo el entierro hasta que la excavadora, que aguardaba a una discreta distancia, se acercase con estruendo y echara la tierra encima del ataúd de castaño. Cabía la posibilidad de quedarse hasta que la tumba estuviera sellada, el suelo apisonado y los cuadrados de césped colocados en su sitio. Incluso podía mirar cómo sujetaban la etiqueta de plástico al poste que marcaría el lugar de la tumba en tanto llegase la lápida. Podía leer el nombre que había en la etiqueta, Eric Lawton, como si eso le ayudase a digerir el hecho de que su marido se había marchado para siempre. Y también podía añadir lo que faltaba: «Eric Lawton, amado esposo de Charlotte. Muerto a los cuarenta y dos años».