– Mi hermano tenía dieciocho años. Intentaron perdonarme. Pero era… Brent era para ellos como el príncipe heredero. Yo no podía ocupar su lugar. Y me fui distanciando de ellos paulatinamente. Al principio sólo un poco. Luego cada vez más. Decidieron dejar que me fuera. Era lo mejor para todos. No pudimos superarlo. No supimos seguir adelante.
Charlie trató de imaginar cómo lo habría pasado su marido al tener que hacerse adulto y llegar luego a la madurez recordando continuamente que había matado a su propio hermano. Por lo visto habían ido a cazar pájaros, habían salido al amanecer para viajar hasta un lugar cercano al desierto donde solían invernar las palomas. Habían cazado pájaros desde la infancia, primero con su padre y luego, cuando Brent tuvo edad suficiente para conducir, ellos dos solos. Y en la segunda salida que hicieron juntos había ocurrido lo peor.
– Seguro que te han perdonado hace años -le comentó Charlie a su marido con lealtad-. ¿Has intentado ponerte en contacto con ellos?
– No quiero verles el reproche en la mirada. No quiero que me miren e intenten simular que no hay nada en esa mirada más que amor.
– Bueno, seguro que no hay odio.
– No. Sólo la pena que les causé. Por idiota. Por descuidado. Por no sujetar bien la escopeta. Por no mirar dónde pisaba.
– Sólo tenías quince años -le recordó Charlie.
– Era ya lo bastante mayor.
«¿Mayor para qué?», se había preguntado entonces ella. Pero con el tiempo encontró la respuesta: lo bastante mayor para desaparecer.
Sin embargo, sus padres tenían derecho a saber que Eric había muerto. Así que aunque Charlie no tenía ni idea de dónde vivían Marilyn y Clark Lawton, decidió que los buscaría y les comunicaría la noticia. Sabía que Eric lo habría querido así. El hecho de que su marido tuviera una auténtica galería de fotografías de familia le revelaba que Eric no había dejado nunca de sentir la dolorosa pérdida que supone no ocupar un lugar en el corazón de los propios padres.
Al día siguiente al funeral Charlie quiso ver las fotos, a pesar de que se sentía un poco mareada y tenía los músculos doloridos después del ajetreo de la última semana. La tensión que sentía en la garganta continuaba allí desde la noche en que murió Eric, lo mismo que aquella enfermiza y febril sensación que le duraba ya varios días. Ya no era capaz de recordar lo que era sentirse bien, normal. Pero había que seguir adelante y hacer las cosas necesarias.
Las fotos se hallaban en el cuarto de estar, apoyadas a intervalos, como pensamientos intrusos, en los libros de las estanterías que había a ambos lados de la chimenea. Charlie sabía quiénes eran todos aquellos individuos porque Eric se lo había explicado varias veces. Pero sólo se había referido a ellos por el nombre de pila, lo cual no servía para nada en las circunstancias actuales. La tía Marianne el día de la graduación del instituto, la tía abuela Shirley con el tío abuelo Pat, la abuela Louise (¿por parte de padre o de madre, Eric?), el tío Ross, Brent a los siete años, mamá a los diez años, papá a los trece, mamá y papá el día de su boda, el abuelo y sus hermanos, Nana Jessie-Lynn. Pero aparte del apellido de los padres de Eric no sabía el de ningún otro personaje de aquellas fotografías. Y una ojeada a la guía telefónica le informó de que ningún Lawton llamado Clark o Marilyn vivían por allí.
No es que esperase encontrarlos cerca. Al principio había albergado esperanzas de que así fuera, pero enseguida se había dado cuenta de que aquellas excursiones que hicieron los dos adolescentes hasta las proximidades del desierto sugerían una ciudad no muy lejana a un lugar todavía más árido que la urbanización de las afueras de Los Ángeles donde Eric y ella habían comprado aquella casa.
Sacó un mapa de California y pensó en comenzar la búsqueda por el sur, justo en la frontera del estado. Podía llamar a información de todas las ciudades y pueblos situados al lado de la autopista 805. Pero no llegó mucho más allá de Paradise Hills antes de reconsiderar aquel método tan concienzudo.
Volvió a ocuparse de las fotos y decidió quitarlas de los estantes. Se las llevó a la cocina y las colocó con cuidado en el mostrador de granito. Eran todas fotografías antiguas, la más reciente era la de Brent a los siete años; algunas incluso eran daguerrotipos muy bien conservados. Sin embargo, Charlie sabía que a veces las familias hacen anotaciones en las fotografías referentes a las personas que aparecen en ellas y a los lugares donde se han hecho. Y si ése era el caso de la familia de Eric, quizás encontrase alguna pista que la condujese al actual paradero de sus parientes.
De modo que quitó la parte de atrás de los marcos y examinó el reverso de las fotografías. Sólo en dos de ellas había algo escrito. En la foto del hermano de Eric habían anotado con delicada caligrafía «Brent Lawton, siete años, Yosemite». Y en la fotografía de una de las abuelas de Eric alguien había escrito con una pluma muy fina: «Jessie-Lynn justo antes de la boda de Merle». Y eso era todo.
Charlie suspiró y se dispuso a colocar todo de nuevo en el marco: vidrio, fotografía, relleno de cartón y reverso de terciopelo. Pero al llegar a la foto de boda de los Lawton se dio cuenta de que dentro del marco habían puesto algo más que el vidrio, la foto, el relleno y la parte de atrás. Quizás se debiera a que cuanto más reciente era la foto, más fino era el papel. Por ello la fotografía de la boda necesitaba algo, un poco de relleno, para el espacio que quedaba entre la misma y la parte trasera de terciopelo. Ese algo era un papel doblado que al abrirlo resultó ser el recibo en blanco de una tienda. En la parte superior del mismo se hallaba impreso el nombre del establecimiento, El Tiempo Está de Mi Parte, y además una dirección de la calle Front de Temecula, en California.
Charlie volvió a sacar el mapa. Un pinchazo de excitación y certeza la recorrió de abajo arriba cuando vio que Temecula se encontraba al borde del desierto, asentada junto a una autovía, como si esperase a que ella, Charlie, se ocupara de descubrir sus secretos.
No fue allí de inmediato. Pensó en ponerse en camino al día siguiente, pero al despertar se encontró con que las molestias de la garganta le había aumentado y el dolor de los músculos persistía y se había convertido en calambres. Se dio cuenta de que lo que tenía era algo más que simple agotamiento y tristeza. Había cogido la gripe.
A Charlie no le sorprendió demasiado y se resignó a ello. Había pasado varios días sola, hecha un manojo de nervios y sin apenas comer, mucho menos dormir. No era de extrañar que al final su persona se hubiera convertido en un campo de cultivo para la enfermedad.
Hizo un esfuerzo, se acercó a la farmacia y se puso a deambular por el pasillo de productos para el resfriado y la gripe, leyendo con ojos empañados las etiquetas de los medicamentos que prometían una rápida curación, o por lo menos un alivio temporal, para aquel desagradable virus que le invadía el organismo. Ya conocía la rutina: beber mucho líquido y hacer reposo metida en cama. Así que Charlie se puso a régimen de sopa de fideos, infusiones y Top Ramen. Se dijo que mientras funcionase el microondas se las arreglaría bastante bien. La familia de Eric podría esperar las veinticuatro o cuarenta y ocho horas que tardaría ella en recuperarse.
De manera que fue dos días más tarde cuando partió hacia Temecula. Y lo hizo en compañía de Bethany Franklin. Porque aunque se sentía bastante recuperada después de guardar cama durante cuarenta y ocho horas, interrumpidas solamente por viajes a la nevera y al microondas, no confiaba en sí misma para conducir toda aquella distancia sin que la acompañase alguien.