A Bethany no le gustó en absoluto la idea de ir a Temecula.
– Tienes muy mala cara -le dijo cuando apareció en el BMW deportivo de color plateado, su orgullo y gozo-. Deberías estar en la cama y no recorriendo el estado en busca de… ¿qué es lo que buscamos exactamente? -Había llevado consigo una bolsa de ganchitos-. Esto es un auténtico manjar de dioses -anunció mientras agitaba la bolsa como si estuviera parando un taxi.
Y siguió a Charlie desde el vestíbulo hasta la cocina sin dejar de masticar. Allí estaban las fotografías de la familia de Eric tal como Charlie las había dejado.
Ésta cogió la fotografía de los padres de Eric junto con el recibo sin utilizar de El Tiempo Está de Mi Parte y le confió a su amiga:
– Quiero contarle a su familia lo que ha ocurrido. No sé dónde viven y ésta es la única pista que tengo.
Bethany cogió la foto y el recibo mientras Charlie le explicaba dónde había encontrado este último.
– ¿Y por qué no llamamos por teléfono a este lugar, Charles? Hay un número aquí.
– ¿Y si resulta que los dueños de la tienda son los padres de Eric? ¿Qué les decimos? -Le preguntó Charlie-. No vamos a decirles sin más… -Notó que las lágrimas estaban a punto de brotarle otra vez. Otra vez. «Recuerda que siempre te querré, Char»-. Por teléfono no, Beth. No estaría bien.
– No. Tienes razón. No estaría bien comunicarles la noticia por teléfono. Pero tú no te encuentras en condiciones de viajar de un lado a otro por esas carreteras. Deja que te acompañe, si tan empeñada estás.
– Me encuentro muy bien. Estoy bien, de verdad. Me encuentro mejor. Sólo ha sido la gripe.
Quedaron en que viajarían con la capota subida y que Charlie llevaría un termo con sopa de pollo y fideos, y también un envase de zumo de naranja; se lo iría tomando durante el largo viaje hacia el sudeste. Y así se dirigieron a Temecula por la autopista 15, que se abre camino como un río de hormigón entre las montañas sembradas de rocas que separan el desierto de California del mar. Allí los avariciosos constructores han violado la polvorienta tierra, plantando en ella la semilla de varias urbanizaciones idénticas unas a otras, todas del mismo color grisáceo, todas sin un solo árbol que proporcione sombra, todas con los tejados del mismo color y las tejas iguales, lo que le había dado a uno de aquellos constructores la idea de llamar a semejante monstruosidad, y de manera ridícula, Tuscany Hills.
Llegaron a Temecula justo después de la una de la tarde y no les costó demasiado encontrar la calle Front. Ésta comprendía lo que el ayuntamiento llamaba eufemísticamente «el barrio histórico», como se anunciaba en la autopista tres kilómetros antes de llegar a la correspondiente salida.
«El barrio histórico» resultó consistir en varias manzanas separadas del resto del pueblo, la parte moderna, por la vía del ferrocarril, la autovía, un parque industrial más bien pequeño y un almacén público. Dichas manzanas se extendían a lo largo de una calle de dos carriles, y a ambos lados se veían tiendas de regalos, restaurantes y establecimientos de antigüedades, y de vez en cuando algún café, confitería o heladería. En resumen, «el barrio histórico» era sólo un nombre para atraer al turismo. Tal vez en otro tiempo hubiera sido el centro del pueblo, pero ahora era un imán para la gente que buscaba un respiro fuera de la ciudad de Los Ángeles, que crecía en todas direcciones como una mancha de aceite. En este «barrio histórico» había aceras de madera y edificios de adobe, estuco o ladrillo, llamativas pancartas de colores, letreros extravagantes y una valla con un plano y la indicación de «Usted se encuentra aquí» situada en el borde del aparcamiento público. Era la calle Mayor de Disneylandia sin tener que pagar el desorbitante precio de la entrada.
– Y tú me preguntas por qué me gusta tan poco aventurarme a salir de Los Ángeles -comentó Bethany mientras metía el coche en una plaza del aparcamiento y miraba a su alrededor con un estremecimiento-. Esto es el mejor ejemplo de lo que es la falsificación. Historia falsificada para que la gente se divierta y los que viven aquí se aprovechen. Me recuerda a la Ciudad Fantasma de Calicó. ¿Has estado allí alguna vez? La única ciudad fantasma de la Tierra que alguien ha logrado convertir en un centro comercial.
Charlie sonrió y señaló con un dedo la valla con el plano.
– Vamos a mirar ese cartel.
Así lo hicieron y encontraron que El Tiempo Está de Mi Parte era el nombre de una de las tiendas de la primera manzana de la calle del barrio histórico. Durante el trayecto hasta allí llegaron a la conclusión de que probablemente sería un establecimiento que vendiera relojes y otros pequeños artículos, pero cuando llegaron descubrieron que era, como muchos otros negocios que se encontraban por las cercanías, una tienda de antigüedades. Entraron.
Les recibió un gruñido grave seguido de la voz de un hombre en tono recriminatorio:
– Oye, Mugs. Nada de eso. -El hombre se dirigía a un terrier noruego que se hallaba enroscado en un cojín puesto encima de una silla de escritorio antigua. Ésta se encontraba junto a un buró de persiana ante el que se hallaba sentado, bajo una luz muy potente, un hombre que examinaba una botella de porcelana con una lupa de joyero. Miró por encima del mostrador a Bethany y a Charlie mientras se excusaba-. Perdonen ustedes a la perra. Algunas personas la interpretan mal. Sólo es su manera de saludar. Vuelve a dormirte, Mugs.
Por lo visto el animal entendió lo que el hombre le decía, porque volvió a enroscarse y dejó escapar un profundo suspiro. Los párpados empezaron a caérsele.
Charlie miró con atención el rostro de aquel hombre en busca de algún parecido. Tenía la esperanza de ver proyectado en los rasgos del anciano a su Eric, al que nunca volvería a ver. Tenía la edad apropiada para ser el padre de su difunto marido, pues aparentaba tener unos setenta años. Y era nervudo como Eric, con la misma mirada franca y la energía de Eric, que se manifestaba en la manera como golpeaba inquieto el travesaño de la silla con un pie.
– Están ustedes en su casa -les indicó el anciano caballero-. Echen un vistazo por ahí. ¿Buscan algo en especial?
– En realidad busco a una familia -le indicó Charlie mientras Bethany y ella se acercaban al mostrador-. A la familia de mi marido.
El hombre se rascó la cabeza. Dejó la botella de porcelana sobre el buró y colocó la lupa de joyero al lado.
– Pues yo no vendo familias -repuso sonriente.
– La familia que buscamos se apellida Lawton -le aclaró Bethany.
– Marilyn y Clark Lawton -añadió Charlie-. Nosotras… Bueno, confiaba en que usted pudiera… ¿Por casualidad es usted el señor Lawton?
– No, me llamo Henry Leel.
– Oh, vaya. -Charlie se sintió muy desanimada. Saber que aquel hombre no era el padre de Eric la afectó más de lo que había pensado. Luego añadió-: Bueno, sólo era una remota posibilidad. Pero yo esperaba… ¿No conocerá usted a alguna familia del pueblo que se llame Lawton?
Henry Leel negó con la cabeza.
– No, no conozco a nadie llamado así. ¿Son anticuarios? Abarcó con un gesto de las manos la tienda abarrotada de muebles y objetos diversos hasta tal punto que resultaba claustrofóbica.
Charlie sintió un ligero mareo e intentó sujetarse en el mostrador.
– Yo no…
Bethany la cogió por un brazo y le dijo:
– Venga, tranquilízate. -Y aclaró, dirigiéndose a Henry Leel-: Acaba de pasar la gripe. Y su marido… bueno, murió hace una semana. Los padres del difunto aún no conocen la noticia y los estamos buscando.
– ¿Y ellos son los Lawton? -les preguntó Henry Leel. Y al ver que Bethany asentía le dirigió una mirada de simpatía a Charlie-. Pobrecilla, parece muy joven para ser viuda.