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– Es tremendamente joven para ser viuda. Y como le he dicho, ha estado enferma.

– Tráigala aquí para que se siente. Mugs, bájate de esa silla y déjasela a la señora. Vamos, ya me has oído. Ya está. Permítame que quite el almohadón, señorita… señora… ¿qué nombre me ha dicho?

– Lawton -le repitió Charlie-. Perdóneme. De un tiempo a esta parte no me encuentro bien. La muerte de mi marido… fue todo muy repentino.

– Lo siento muchísimo. Verá, voy a prepararle un té y le pondré un chorrito de brandy. Le sentará de primera, ya verá. No se mueva de ahí.

Cerró con llave la puerta de la calle y desapareció en la trastienda. Cuando volvió con el té llevaba consigo también una guía telefónica, deseoso de ser útil a las señoras. Pero tras buscar en ella comprobaron que no había nadie llamado Lawton en la zona.

Charlie disimuló la decepción que sentía. Se bebió el té y se recuperó lo suficiente para explicarle a Henry Leel por qué Bethany y ella habían elegido aquella tienda como punto de partida para buscar a la familia de Eric. Cuando acabó de contárselo sacó la fotografía de boda de los padres de éste. Henry la estuvo mirando larga y detenidamente, con el ceño fruncido como si se esforzase por reconocer a aquellas personas. Pero, tras examinarla detenidamente durante casi un minuto, hizo un gesto negativo con la cabeza. Finalmente dijo:

– Me resultan conocidos, tienen un aire que me es familiar, no lo niego. Pero no me atrevo a decir que los conozca. Además yo vendo fotografías antiguas muy parecidas a ésta, así que con el tiempo todas las personas de las fotos se parecen a alguien que he visto en alguna parte. Verá, permítame enseñarle una cosa.

Se dirigió a un rincón oscuro de la tienda y cogió una lata pequeña que había encima de un aparador de cocina. Se la llevó a las dos mujeres mientras les explicaba:

– No vendo muchas. Y casi todas a salones de té, a compañías de teatro o a tiendas de marcos que las utilizan para ponerlas de exposición. Esas cosas. Tenga, écheles una ojeada usted misma. -Dejó la lata encima del buró-. Mire, esta que ha traído usted… encaja perfectamente con el último grupo de la lata. Es un poco más reciente, pero tengo otras de esa misma época. Parece… déjeme ver un segundo. Sí, parece una instantánea de los años cincuenta. De finales de los años cincuenta. Tal vez de principios de los sesenta.

Charlie había empezado a sentirse incómoda tras la primera mención de aquellas fotografías. No quería mirar a Bethany, pues temía que su amiga pudiera leerle en la cara lo que sentía. Fue mirando las fotografías para darle gusto al anciano, pero no pudo evitar pensar que las fotos representaban todos los estilos y todas las épocas. Había daguerrotipos, viejas fotografías instantáneas en blanco y negro, fotos de estudio, retratos coloreados a mano. Algunos tenían anotaciones en el reverso que identificaban a las personas o a los lugares. Charlie no quería pensar lo que aquello significaba. «Jessie-Lynn justo antes de la boda de Merle».

– ¿Y cómo llegó usted a pensar que esta familia, los Lawton, estarían aquí? -le preguntó Henry Leel-. En esta tienda de Temecula precisamente.

– Porque había un recibo -le respondió Bethany-. Charlie, enséñale lo que encontraste dentro del marco.

Charlie le entregó el papel. Mientras Henry Leel la miraba con los ojos entornados, ella dijo:

– Supongo que no ha sido más que una coincidencia. La foto… ésta, la de sus padres… quedaba un poco suelta en el marco, y mi marido debió de utilizar el recibo para sujetarla bien. Me fijé en ello y… bueno, como necesitaba encontrar el paradero de su familia, decidí empezar por aquí, aunque ya veo que me he precipitado. Y eso es todo.

Henry Leel se acarició la barbilla con aire pensativo. Ladeó la cabeza y dio unos golpecitos en el recibo con el dedo índice, cuya uña se veía ennegrecida debido a alguna clase de hongo. Finalmente dijo:

– Están numerados. Aquí, ¿lo ve? Uno, cero, cinco, ocho. En la esquina superior derecha. Aguarde un momento. Tal vez pueda ayudarla. -Se puso a revolver en el interior del buró, con lo que despertó a Mugs, que dormitaba por allí cerca. La perra levantó la cabeza y miró a su amo parpadeando somnolienta antes de volver a enroscarse apoyando la cabeza en las patas. El anciano sacó un libro de aspecto oficial, con tapas negras y flexibles, muy gastado, y lo puso encima del buró-. Veamos qué podemos encontrar aquí dentro.

Lo que había allí resultaron ser copias de recibos de ventas de las mercancías de El Tiempo Está de Mi Parte. Al cabo de poco rato el dueño de la tienda había pasado las páginas hacia atrás hasta encontrar lo que había a cada lado del número 1058. El 1059 iba a nombre de una tal Barbara Fryer, con domicilio en Huntington Beach.

– Esto no nos sirve de mucho -observó Henry Leel con pesar. Pero al ver el recibo que lo precedía, añadió-: Bueno, ya está. Aquí está lo que queremos. Aquí tenemos a la persona que usted busca. Ha dicho Lawton, ¿verdad? Bueno, pues aquí mismo tengo un Lawton.

Le dio la vuelta al libro para que Charlie pudiese mirarlo, y ésta leyó lo que había supuesto que vería, aunque sin saber ni comprender por qué, desde el momento en que empezó a mirar aquellas fotografías antiguas. En el recibo número 1057 aparecía el nombre de Eric Lawton. Pero en vez de dirección había un número de teléfono, el de la empresa farmacéutica donde Eric había trabajado de director de ventas durante los siete años transcurridos desde que Charlie lo había conocido.

Debajo del nombre de Eric había una lista de las compras que éste había realizado. Charlie la leyó: «Relicario de oro (14 quilates), cajita de porcelana del siglo XIX, anillo de mujer con brillante, abanico japonés». Debajo de esta última anotación se veía el número diez y la palabra «fotografías». A Charlie no le hacía falta preguntar qué significaban aquellas últimas palabras escritas.

Bethany lo señaló con el dedo diciendo:

– Charlie, ¿esto es…?

Charlie la interrumpió. Notaba que los miembros se le habían convertido en plomo, pero así y todo consiguió moverlos; le devolvió el libro de contabilidad al dueño de la tienda al tiempo que le comentaba:

– No. Es… yo busco a Clark y Marilyn Lawton. Éste es otra persona.

– Oh, vaya -le dijo Henry Leel-. Bueno, supongo que se trata de otro hombre. Era demasiado joven para ser el que ustedes buscan. Lo recuerdo bien, y tendría… digamos… alrededor de cuarenta años. Puede que cuarenta y cinco. Me acuerdo de él porque… fíjese, se gastó casi setecientos dólares; el anillo y el relicario fueron los artículos más caros, y no se hace una venta así todos los días. Le comenté que alguna dama iba a tener mucha suerte, y él me hizo un guiño y me contestó que todas tenían suerte si eran sus damas. Lo recuerdo bien. Qué hombre más arrogante, pensé. Pero arrogante en el buen sentido. ¿Sabe lo que quiero decir?

Charlie sonrió débilmente. Se puso en pie.

– Gracias. Muchas gracias por todo.

– Siento no haber podido servirles de más ayuda -le indicó Henry Leel-. Dígame, ¿tiene que irse ya? Parece usted mareada. Creo que necesita un buen trago de brandy.

– No, no, ya me encuentro bien, de veras. Gracias -le respondió Charlie.

Cogió a Bethany por un brazo y la sacó con firmeza de la tienda.

Una vez en la calle Charlie se apoyó en una farola y se quedó mirando hacia la calzada. Pensó en aquello de «diez fotografías» y en lo que significaba. Una familia convenientemente adquirida en Temecula, California. Pero ¿qué significaba eso? ¿Y qué le decía de su marido?

Parpadeó para reprimir las lágrimas. Sintió que Bethany se ponía a su lado y le agradeció a su amiga que no hiciese ningún comentario. Continuaron andando sin hablar y recorrieron la calle soleada por la que pasaban los coches; los peatones se apartaban al verlas para cederles el sitio.