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Cuando por fin pudo hablar, Charlie dijo:

– Lo que pasó fue que yo le acusé de tener una aventura con otra mujer. No aquella noche precisamente, sino una semana antes o así.

Bethany sugirió con voz fúnebre:

– Y supongo que nunca te regaló el relicario ese. Ni el anillo, ¿no?

– No, y tampoco la caja de porcelana. Todas esas cosas no me las regaló a mí.

– ¿Y si se las envió a Janie? A lo mejor intentaba ser un buen padre.

– No me comentó nada al respecto. -A pesar del esfuerzo que hacía por controlarse, las lágrimas se le agolparon en los ojos y comenzaron a caerle por las mejillas-. Eric se comportaba de un modo diferente desde hacía tres meses más o menos. Al principio pensé que era debido a problemas del trabajo, a que las ventas hubieran bajado o algo así. Pero también había que tener en cuenta aquellas llamadas de teléfono, y que siempre colgaba al entrar yo en la habitación. Y a veces llegaba tarde a casa. Siempre me llamaba para avisarme, pero las excusas eran… bueno, Beth, eran de lo más ingenuo.

Bethany suspiró.

– No sé qué decirte, Charles. Todo esto no tiene buena pinta, ya me doy cuenta. Pero es que eso no me parece propio de Eric.

– ¿Era una Harley-Davidson algo propio de Eric? ¿O tatuarse una serpiente en el brazo?

Y Charlie se echó a llorar y le contó a su amiga todos sus temores y sospechas, así como las actividades que había llevado a cabo durante la semana anterior a la muerte de Eric. Le contó a Bethany que, cuando se había encarado con su marido, éste había negado tener una aventura. Lo había negado con tanta indignación e incredulidad que Charlie había acabado por creerle. Pero tres semanas después Eric le había sugerido que no se diera prisa en decorar la casa, y sobre todo que esperase un poco antes de llevar a cabo los planes que Charlie tenía para instalar la habitación del niño, pues en realidad no estaba seguro de cuánto tiempo más iban a vivir en aquel lugar. Y esto volvió a disparar las sospechas de la mujer.

Charlie odiaba la parte de sí misma que albergaba dudas acerca de Eric, pero no había sido capaz de no pensar en ello. Las dudas la indujeron a husmear en las cosas de su marido de un modo tan despreciable que hasta le daba vergüenza reconocerlo, pues cayó tan bajo que llegó a registrar el cuarto de baño de su marido, por amor de Dios, buscando indicios de otra mujer que hubiese estado con Eric en aquella misma casa cuando ella, Charlie, se hallaba ausente.

Mientras le contaba estas cosas a su amiga, Charlie se limpió los ojos e incluso se echó a reír, temblorosa y avergonzada de su propia conducta. Se había comportado como los personajes de las telenovelas de la tarde, como una mujer cuya vida va de mal en peor, pero siempre por su propia culpa. Había repasado las facturas de teléfono para ver si había algún número desconocido; le había registrado la agenda de direcciones a su marido para buscar iniciales crípticas que representasen el nombre de una amante; examinó la ropa que Eric echaba a lavar por si veía huellas de una barra de labios que no fuera suya; había revuelto en los cajones de la cómoda de Eric buscando notas, recibos, cartas, mensajes, entradas utilizadas o cualquier otra cosa que sirviese para descubrirlo; había forzado la cerradura del portafolios de su esposo y había leído todos los documentos que contenía, como si los intrincados informes de Biosyn Inc. fueran cartas de amor o diarios escritos en clave.

Pero se había visto forzada a confesarle a su marido todo lo anterior cuando llegó incluso a abrir un jarabe para la tos que le había recetado el médico y que Charlie se había encontrado en el cuarto de baño, sin acabar de entender siquiera por qué lo abría… ¿Qué esperaba encontrar en aquella pequeña botella? ¿Un genio que le contase la verdad? Pero el frasco se le resbaló de las manos y se hizo añicos, y el jarabe se derramó por el suelo de piedra caliza. Aquello le hizo recuperar el juicio a Charlie. La sensación de frustración ante la imposibilidad de demostrar que lo que sospechaba era cierto, aquel «¡aja!» ahogado que exclamó al descubrir el frasco, el modo de apretar contra el pecho el medicamento, de desenroscar el tapón con dedos temblorosos y de quedarse mirando estupefacta cómo se le escapaba de las manos y se rompía contra el suelo, lo que hizo que se derramase el contenido y formase un charco de color ámbar… todo eso la había hecho caer en la cuenta de que se estaba comportando de una manera mezquina. Cuando ocurrió aquello comprendió lo inútiles que eran las pesquisas que llevaba a cabo y lo feo de su proceder. Y por eso finalmente decidió confesárselo todo a su marido. Le parecía que era la única manera de superar lo que la perturbaba.

– Eric me escuchó. Se llevó un disgusto tremendo. Y después de hablar se encerró en sí mismo. Pensé que era un modo de castigarme por mi manera de obrar, y yo era consciente de que me lo tenía bien merecido. Lo que había hecho estaba mal. Pero creí que a él se le pasaría el enfado, que se nos pasaría a los dos y el problema terminaría de una vez. Y sin embargo, una semana después de eso Eric estaba muerto. Y ahora… -Charlie echó una fugaz ojeada a la puerta de El Tiempo Está de Mi Parte-. Ahora lo sabemos, ¿no es cierto? Sabemos qué pasaba. Pero no sabemos con quién. Vámonos a casa, Beth.

Bethany Franklin se mostraba reacia a pensar lo peor de Eric Lawton. Le hizo notar a Charlie que sus pesquisas no la habían conducido a ninguna parte, y que a ella le daba la impresión de que Eric tenía guardados los regalos, que seguro eran para Charlie, hasta el cumpleaños de ésta, Navidad o el día de San Valentín. Algunas personas compran las cosas cuando las ven, le sugirió Bethany, y esperan al día apropiado para regalarlas.

Pero Charlie le contestó que esa explicación difícilmente podía aplicarse a las fotografías. Eric se había «comprado» una familia en El Tiempo Está de Mi Parte. ¿Y qué quería decir eso exactamente?

Que su marido tenía otra familia en algún lugar, decidió Charlie. Aparte de su anterior matrimonio con Paula, aparte de su hija Janie, y aparte de la propia Charlie.

Durante los dos días que siguieron Charlie sufrió una recaída de la gripe, y empleó el tiempo que pasó en cama pensando quién, de entre el limitado número de amigos de Eric, podría y estaría dispuesto a contarle la verdad sobre la vida privada de su marido. Decidió que Terry Stewart era el hombre apropiado. Se trataba del abogado de Eric, compañero de tenis y amigo suyo desde los días del parvulario. Si había una cara oculta de Eric Lawton, Terry Stewart tenía que conocerla por fuerza.

No obstante, antes de llamarle y quedar con él para verse, Charlie recibió el primer indicio de cuál podría ser la otra vida de Eric. Una de las colegas de éste vino a visitarla, una mujer a la que Charlie no había visto nunca y de la que jamás había oído hablar. Se llamaba Sharon Pasternak («No hay ningún parentesco», le dijo ella sonriendo cuando se presentó a sí misma a la puerta de la casa), y se disculpó por haberse presentado sin avisarla antes por teléfono. Quería saber si podía echar una ojeada a los papeles de Eric, a los papeles del trabajo. Ambos habían estado preparando juntos un informe para el consejo de dirección, y Eric se había llevado a casa la mayor parte de los documentos para ordenarlos y repasarlos.

– Sé que es demasiado pronto después de… bueno, ya me entiende. Y, sinceramente, habría esperado de ser ello posible -le explicó Sharon Pasternak cuando Charlie la hizo pasar-. Pero el consejo se reúne el mes que viene y ahora tengo que organizarlo todo yo sola… siento muchísimo haber tenido que venir… pero es que necesito ponerme a la tarea cuanto antes.

Parecía una persona seria que sentía incluso tener que pronunciar el nombre de Eric para no causarle más dolor a la viuda. Hizo todas las exclamaciones pertinentes. Por otra parte le explicó que era bióloga molecular, lo cual hizo que Charlie se preguntase por qué una mujer del departamento científico de Biosyn y el director de ventas de la empresa tendrían que escribir un informe conjuntamente.