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Terry parecía más desconcertado que otra cosa.

– ¿Qué fotos? -le preguntó-. ¿De qué hablas?

Charlie se lo dijo. El abogado la escuchó, pero luego hizo un movimiento negativo con la cabeza y dijo:

– Yo conocía a la familia de Eric, desde luego. Pero sólo eran su madre, su padre y su hermano Brent. Y aunque me hubiera fijado en aquellas fotos… Pero no me fijé, porque… ¿quién se detiene a mirar las fotos de familia que hay en las casas ajenas? Sólo se les echa un vistazo de pasada, ¿no te parece? Y aunque las hubiese mirado no habría podido reconocerlos. La madre de Eric murió cuando teníamos unos ocho años, y llevaba en la cama cinco a causa de una apoplejía. Sólo la vi una vez, así que reconocerla en una fotografía… No, ni hablar. Nunca habría podido hacerlo. Y hace años que no veo a Brent ni al padre de ambos. Por lo menos diez años, puede que más. Así que si las fotos eran de alguno de ellos, de todos juntos o de otras personas, yo no habría notado la diferencia.

Charlie lo escuchaba mientras notaba que los oídos le zumbaban con fuerza.

– ¿Brent? -Repitió en voz baja-. Pero Brent murió. En aquel accidente. Y después los padres de Eric…

– ¿Qué accidente? -le preguntó Terry.

– El de la escopeta. El que sufrieron cazando pájaros en el desierto. Eric tropezó y Brent… -No pudo terminar la frase porque la expresión del rostro de Terry le decía más de lo que quería saber. Notó que se quedaba con la boca abierta-. Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.

Terry intentó tranquilizarla.

– Por Dios, Charlie. Por Dios. -Comenzó, muy apurado, a darle palmaditas en la mano-. Vaya. No sé qué decir.

– Cuéntame lo que sepas, cuéntame por qué me mintió. Dime quién es ella. Dime quién era él.

– Te juro por Dios…

Charlie golpeó la mesa con las manos.

– ¡Era tu mejor amigo!

Terry echó una ojeada por encima del hombro hacia el mostrador, donde la camarera empezaba a prestarles más atención a ellos que a los batidos que estaba preparando. El abogado se volvió otra vez hacia Charlie.

– Tuvo un problema con sus padres. Pero eso sucedió hace años. Es lo único que sé. Eric no hablaba nunca de ello y yo no le hacía preguntas al respecto.

– ¿Y por qué no me lo contó a mí? ¿Por qué hizo ver…?

– No lo sé. A lo mejor no querría que te enterases de ese asunto tan desagradable, pensaba que de esa manera te resultaría más glamuroso o algo así.

– ¿Cómo quieres que me resultara más glamuroso que Eric hubiese matado de un tiro a su propio hermano? No, no creo que lo hiciese por eso. El único motivo por el que un hombre le contaría semejante cuento a su esposa sería para evitar que ésta se preguntase por qué él nunca le hablaba de su familia, por qué nunca iba a verla ni tenía noticias de ella. ¿Y qué interés podría tener mi marido en hacer una cosa así, Terry? Me parece que lo sabes tan bien como yo: porque tenía otra vida que su familia conocía y yo no. ¿Me equivoco?

– No, no es ése el caso.

– ¿Cómo lo sabes?

– Mira, Charlie. ¿Tienes idea de lo complicado que resulta preparar una doble vida como la que tú te imaginas? Dios mío. ¿Sabes el dinero que haría falta? Eric no tenía tanto dinero, Charlie. Lo único que tenía eran sueños, castillos en el aire como todo el mundo.

– ¿Qué clase de castillos en el aire?

– Hablaba por hablar. Ya sabes cómo era.

– ¿De qué hablaba?

– Necesito un café.

Terry se levantó y se acercó a la barra, donde pidió el café. Luego sacó la cartera y esperó.

«Está ganando tiempo -pensó Charlie mientras tanto-. Urdiendo una historia».

Por primera vez desde la muerte de Eric se preguntó si habría alguien en quien pudiera confiar, y esa idea la hizo hundirse en el asiento y sentirse enferma hasta el alma.

– Hablaba siempre de Barbados. De Granada. De las Bahamas -le comentó Terry cuando volvió a sentarse a la mesa. Puso un capuccino sobre la misma y rasgó la parte superior de la bolsita del azúcar-. Hablaba de colocar allí el dinero, de emprender una nueva vida, de tumbarse a dormir en una hamaca en la playa bebiendo pina colada todo el tiempo.

– Dios mío, ¿qué le ocurría? -le preguntó Charlie.

– ¿No lo comprendes? Nada. Tenía cuarenta y dos años. Eso era lo que le ocurría. Eso es lo que hacen los hombres. Hablan de inversiones. De islas. De coches rápidos, de mujeres con tetas grandes, de yates y de correr en la Copa de América. De recorrer a pie el Himalaya o de alquilar un palacio en Venecia. Sólo hablaba, Charlie. Eso es lo que hacen los hombres cuando tienen cuarenta y dos años.

– ¿Tú haces eso?

Terry enrojeció vivamente.

– Es cosa de hombres.

– ¿Lo haces o no?

– No todos los hombres somos iguales. -Y al ver la desesperación reflejada en el rostro de la mujer se apresuró a continuar hablando-: No era nada importante, Charlie. Se le habría pasado.

– Se sintió atrapado y le puso remedio.

– Ni pensarlo.

– Ocurrió algo que le impidió llevar a cabo lo que pensaba hacer, y entonces sí que se sintió atrapado de verdad, de manera que…

– ¡No! No es así.

– Pues ¿cómo es? ¿Qué ocurrió?

Terry cogió el capuccino, pero no bebió.

– No lo sé.

– No te creo.

– Te estoy diciendo la verdad. -Se quedó mirando larga e intensamente a Charlie con expresión seria, como si con aquella mirada fuera a convencerla y tranquilizarla-. Convendría que vinieses a mi despacho -le indicó-. Tenemos que revisar el testamento de Eric. Y hay que ocuparse de la validación… Charlie, quiero ayudarte a superar todo esto. Yo también estoy hecho polvo. Era mi mejor amigo. ¿No podríamos servirnos de ayuda y apoyarnos el uno al otro?

– ¿Igual que nos apoyó Eric a nosotros? ¿Qué significa eso, Terry?

Su marido había muerto y eso era algo que a Charlie le resultaba bastante difícil de afrontar. La manera como había muerto, tan súbita, y el inexplicable horror de aquella muerte lo hacía todavía más difícil. Pero enfrentarse al hecho de que el hombre al que amaba, al que había perdido, no fuese ni siquiera quien ella pensaba… Era demasiado para soportarlo, y además muy difícil de asimilar. Charlie volvió a casa en el coche sintiéndose como si la hubiera atacado un virus, un intruso virulento que obligaba a su cuerpo a sufrir lo que su mente no lograba entender.

Somatización. Recordó el término aprendido hacía tantos años en psicología. No era capaz de reconocer la cruda realidad, la verdad, pero su cuerpo sí, y reaccionaba en consecuencia. No era la gripe lo que tenía Charlie, sino que estaba somatizando el disgusto. Y ahora su organismo intentaba purgarla de las mentiras de Eric, porque mientras se dirigía en el coche hacia su casa las náuseas la asaltaron de un modo tan violento que creyó imposible llegar sin vomitar antes.

Y así fue. Una vez que metió el coche en la entrada del jardín, abrió la puerta del vehículo de un empujón y bajó tambaleante. Cayó de rodillas en el bien cuidado césped mientras los espasmos le sacudían el estómago uno tras otro, haciendo subir el escaso contenido y echándolo fuera en un chorro maloliente y humillante. Charlie tuvo más arcadas al notar el sabor y el olor, y siguió vomitando hasta que lo único que le quedó dentro fueron aquellas arcadas incontrolables. Finalmente cayó de lado, jadeante, sudando profusamente por el cuello y por los párpados. Se quedó mirando hacia la casa y sintió que el vómito resbalaba por el césped, que hacía pendiente, y le rozaba la mejilla. «Recuerda que siempre te querré».