Charlie se levantó con gran esfuerzo y se acercó dando traspiés al porche, agradecida por el hecho de que su barrio, como tantos otros vecindarios suburbanos de clase alta del sur de California, se encontrase desierto a aquella hora del día. Los vecinos, dos familias que se habían instalado allí hacía poco, no regresarían a casa hasta la noche, de modo que nadie la había visto. Lo cual era un alivio.
No advirtió nada raro hasta llegar a la puerta principal. Tenía la llave a punto para abrir cuando vio unas muescas profundas alrededor de lo que quedaba de la cerradura.
Empujó ligeramente la puerta, pero tuvo la suficiente presencia de ánimo como para no entrar. Desde el porche podía ver todo lo que le hacía falta ver.
– Qué barbaridad -masculló el policía-. Vaya desorden.
Se había presentado a Charlie como el agente Marco Doyle. Diez minutos después de que ella diese el aviso el policía había llegado con la sirena ululando y las luces lanzando destellos como si fuese para eso para lo que Charlie pagaba impuestos. La compañera del agente era una perra llamada Simba, un animal importado de Europa que por el aspecto parecía un cruce de pastor alemán y el perro de los Baskerville.
– Está de servicio -le comentó Doyle a Charlie al entrar en la casa-. No le haga fiestas.
A Charlie ni siquiera se le había pasado por la cabeza hacer tal cosa.
Simba se quedó en el porche delantero bien atenta y alerta mientras Doyle entraba en la casa. Fue al llegar al cuarto de estar cuando hizo el comentario aquel que Charlie, agarrada al teléfono móvil como quien se agarra a un clavo ardiendo, oyó desde la entrada.
– Simba, ven -la llamó Doyle.
Y la perra entró de un salto al interior de la casa. El policía le dio instrucciones para que olfatease a ver si había algún intruso y mientras el animal hacía su trabajo con Doyle pisándole los talones de habitación en habitación, Charlie se puso a examinar los desperfectos.
Era evidente que la persona o personas que habían hecho aquello no tenían intención de robar, sino que lo que pretendían era registrar la casa, porque las pertenencias estaban diseminadas por todas partes de un modo que sugería que quienquiera que fuese se había dado mucha prisa; sabía lo que buscaba y había arrojado las cosas por encima del hombro para quitarlas de en medio mientras continuaba con el registro. El caos que reinaba en las habitaciones era idéntico: todos los objetos y muebles separados de las paredes; el contenido de los cajones y armarios en un montón en el centro. Hasta habían descolgado los cuadros y habían abierto los libros, arrojándolos después a un lado.
– Aquí no hay nadie -le indicó el agente Doyle-. Quienquiera que fuese ha actuado con rapidez. Hay demasiados olores para que la perra pueda captar nada útil. ¿Ha celebrado alguna fiesta aquí últimamente? Una fiesta.
– Hubo bastante gente aquí. Después del funeral. Es que mi marido…
A Charlie se le doblaron las rodillas y se desplomó en una silla.
– Vaya. Oiga, mire, lo siento mucho -le dijo Doyle-. Coño, qué mala suerte.
Si faltase algo en la casa, ¿cree que se daría usted cuenta?
– No lo sé. No creo. Parece… no sé.
Charlie se sentía tan agotada que lo único en lo que podía pensar era en meterse en la cama y en dormir durante un año. A ver si se pasaba aquella pesadilla, pensó.
Doyle le informó de que iba a llamar por radio a fin de que enviasen expertos para examinar el lugar. Tomarían huellas y recogerían todas las pruebas que encontrasen. Pero seguro que mientras tanto Charlie querría llamar a la compañía de seguros, le recordó el policía. Y otra cosa. ¿Había alguien que pudiera ayudarla a limpiar y ordenar todo aquello cuando terminaran de examinar el lugar?
Charlie, con ánimo de cooperar, le contestó que sí. Tenía una amiga que la ayudaría.
– ¿Quiere que la llame yo?
No, no, le aseguró Charlie. Ya la llamaría ella. Y además no había necesidad de hacerlo hasta que los expertos terminasen de buscar pruebas.
Doyle le comentó que aquello le parecía bastante sensato y que sería mejor que él esperase afuera con la perra hasta que viniera el equipo de expertos. Cosa que ocurrió al cabo de una hora, que fue cuando llegaron en un sedán blanco que lucía el letrero «Investigación de pruebas» impreso en un color gris suave en las puertas.
Mientras los expertos llevaban a cabo las acciones oportunas para buscar pruebas en medio del montón de escombros en que se había convertido la casa de Charlie, ésta permaneció sentada en el jardín trasero contemplando con aire ausente la pintoresca fuente que, dos años antes, su marido y ella habían pensado quitar para «cuando llegasen los bebés». Ahora daba la impresión de que todo aquello perteneciese a otra vida, a una vida que no sólo no guardaba parecido alguno con el presente, sino que además había sido una falsedad.
– Vaya, este muchacho es demasiado bueno para ser de verdad -le había comentado en voz baja su hermana Emily el día que conoció a Eric.
Y por lo visto su hermana tenía razón, pues en realidad era un mentiroso.
Cuando los expertos acabaron de examinar la casa, se marcharon tras darle a Charlie el nombre y el número de teléfono de una persona especializada «en arreglarlo y ordenarlo todo después de esta clase de cosas».
– Puede usted llamarla para que la ayude a limpiar esto. Es muy razonable.
Charlie no sabía si se referían a la forma de ser de la persona aquella o al precio de sus servicios.
En cualquier caso, daba igual. No quería que ningún otro profesional pisoteara las ruinas en que había quedado convertido su mundo.
De modo que se obligó a sí misma a recoger ella sola los restos del naufragio, y comenzó por el mismo lugar por el que, estaba segura de ello aunque no quisiera admitirlo, el intruso había empezado: el despacho de Eric.
Aquello se debía a Sharon Pasternak, pensó Charlie apoyándose cansada en el marco de la puerta del despacho. Habría que ser un necio para no relacionar el allanamiento de su casa con la visita que le había hecho Sharon Pasternak «para buscar unos documentos». Al no encontrar lo que buscaba, habría llamado a alguien con un poco más de imaginación en lo que se refiere a los registros. Y allí, ante Charlie, se encontraba ahora el resultado.
Saltó por encima de un montón de archivadores y se acercó al escritorio de Eric. Empezó por la tarea más fáciclass="underline" volver a poner los cajones en su sitio y reunir el contenido de los mismos. Y en ello estaba cuando encontró un indicio de dónde, aunque no de en qué consistían, se encontraban los «documentos» que Sharon Pasternak y el intruso que había entrado a continuación buscaban. Porque tirado en el suelo al lado del escritorio de Eric, como si hubieran estado guardados en uno de los cajones inferiores, había una serie de documentos que se encontraban fuera de lugar: la escritura de la casa, los papeles de los coches y los del seguro, los certificados de nacimiento y los pasaportes. Todo aquello habría tenido que estar en la caja fuerte del banco, como siempre, y no allí, en casa. Y eso hizo que Charlie se preguntara qué sería lo que habría ahora en la bóveda acorazada ocupando el lugar de aquellos documentos, si es que había algo.
No fue al banco hasta el día siguiente. Por la tarde, después de pasarse la mañana en la cama luchando contra la inercia, que amenazaba con mantener a Charlie allí de forma permanente, se dirigió al cuarto de baño caminando con torpeza y arrastrando los pies entre el desorden. Llenó la bañera. Se sumergió en ella hasta que se enfrió el agua y entonces volvió a llenarla y comenzó a lavarse con parsimonia. Intentó recordar alguna otra ocasión en que hacer cualquier cosa, aunque fuese el menor movimiento, le hubiese costado un esfuerzo semejante al de ahora. No consiguió recordar ninguna.