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Eran las dos cuando por fin entró en el banco con la llave de la caja fuerte en la mano. Tocó el timbre para que alguien fuera a atenderla y se le acercó una empleada, una chica joven recién salida de la universidad; tenía el pelo negro azabache, los ojos perfilados con lápiz negro y una etiqueta en la pechera que la identificaba como Linda.

Charlie rellenó la tarjeta pertinente. Linda leyó el nombre y el número de la caja de caudales y luego levantó la vista de la tarjeta hacia el rostro de la cliente.

– ¡Oh! Es usted… -le dijo-. Es decir, usted nunca… -Se calló como si de pronto hubiese recordado cuál era su lugar. Luego le indicó-: Venga por aquí, señora Lawton.

La caja era una de las grandes, que estaban situadas en la fila inferior. Charlie insertó la llave en la cerradura correspondiente y Linda insertó la suya. Las hicieron girar y la caja salió de su compartimento. Linda la levantó y la colocó sobre la mesa. Luego le preguntó a Charlie:

– ¿Puedo hacer algo más por usted, señora Lawton?

Y la miró con tanta intensidad al hacerle aquella pregunta que Charlie se preguntó si la chica formaría parte de la vida secreta de Eric.

– ¿Por qué lo pregunta?

– ¿Qué?

– ¿Por qué pregunta si puede hacer algo más por mí?

Linda se apartó un poco de ella caminando hacia atrás, como si de pronto se hubiese dado cuenta de que se encontraba en presencia de una loca.

– Siempre lo preguntamos. Forma parte de nuestro trabajo. ¿Le apetece un café? ¿O un poco de té?

Charlie sintió que se le disipaba la ansiedad.

– No. Perdone. Es que no me encuentro demasiado bien últimamente. No era mi intención…

– Bueno, pues entonces la dejo sola -dijo Linda.

Y pareció muy contenta de poder irse.

Sola en la cámara abovedada, Charlie respiró profundamente para coger aire. Aquel espacio estaba poco ventilado, era demasiado caluroso y silencioso. Se sentía vigilada y miró a su alrededor para ver si descubría alguna cámara, pero no vio nada. Disponía de toda la intimidad que necesitaba.

Había llegado el momento de saber qué era lo que buscaba Sharon Pasternak en el despacho de Eric. Había llegado el momento de saber por qué un intruso había irrumpido en su casa y la había destrozado.

Levantó la tapa de la caja y contuvo el aliento al ver lo que contenía: gruesos fajos de billetes de cien dólares cuidadosamente amontonados, alineados y sujetos por el centro con tiras de goma. Despedían olor a usado, a viejo y a delito.

Charlie exclamó en voz baja:

– Oh, Dios mío.

Y cerró de golpe la tapa de la caja. Se apoyó en la mesita jadeando como un corredor tras una carrera y tratando de encontrarle explicación a lo que acababa de ver. A juzgar por el grosor, los fajos parecían contener cincuenta billetes cada uno. Y había… ¿cuántos había? ¿Cincuenta, setenta, cien fajos en la caja? Eso significaba… ¿qué? Que era más dinero del que ella había visto nunca junto en su vida, sólo en el cine había visto tantos montones. Santo Dios, ¿quién era su marido? ¿Y qué había hecho?

Con el rabillo del ojo captó un movimiento que le hizo volver la cabeza. Por la rendija existente entre la pared de la cámara acorazada y la puerta de la misma, aquella chica, Linda, la estaba vigilando. Cuando vio que Charlie la miraba se apresuró a apartarse fingiendo que se dirigía con diligencia a alguno de sus quehaceres.

Charlie salió a toda prisa de la cámara y llamó a la chica por su nombre. Linda se volvió esforzándose por aparentar indiferencia profesional. No lo consiguió, pues puso la misma cara que un ciervo atrapado en el haz de luz de los faros delanteros de un coche. Preguntó en voz baja:

– Dígame, señora Lawton. ¿Necesita algo más?

Charlie le indicó a Linda con un movimiento de cabeza que quería que entrase de nuevo en la cámara. La chica miró a su alrededor como si buscase a alguien que la rescatara, pero al parecer no encontró a nadie. Había una pareja sentada a una mesa al fondo del banco abriendo una cuenta con el encargado de cuentas corrientes. Los cajeros se hallaban ocupados en sus respectivas ventanillas. La puerta del despacho del director de la sucursal estaba cerrada. Por lo demás el banco experimentaba esa languidez típica del mediodía que precede al ajetreo de la tarde.

– Es que tengo que…

Linda se puso a darle vueltas al anillo que llevaba en el dedo. Era un diamante. Charlie se preguntó si sería de compromiso o no.

– No creo que sea correcto que espíe usted a los clientes mientras se encuentran en la cámara -le recriminó Charlie-. No me gustaría tener que informar al director de que se comporta usted de este modo. ¿Quiere entrar ahí conmigo o quiere que vaya a hablar con el director?

Linda tragó saliva. Se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y siguió a Charlie al interior de la cámara.

La caja se hallaba sobre la mesa, donde Charlie la había dejado. A Linda se le fueron los ojos hacia allí sin querer. Se apretó las manos con fuerza y esperó a que Charlie dijera lo que tuviese que decir.

– Señorita, usted conocía a mi marido. Ha reconocido enseguida el nombre. Y eso es como decir que él venía por aquí con cierta frecuencia.

– Verá, yo no quiero que usted piense…

– Dígame qué sabe de esto. -Charlie abrió la caja y le mostró el contenido- Porque usted estaba al corriente de lo que hay aquí dentro. Por eso me espiaba. Porque quería saber cuál era mi reacción al verlo.

– Reconozco que no debí quedarme aquí mirándola -se apresuró a excusarse Linda-. Perdone. Por favor, no quiero quedarme sin trabajo. Es que estoy pasando por una mala época. Verá, tengo una hija.

«¿La hija de Eric?», se preguntó Charlie. Y se preparó para lo peor.

– Sólo tiene dieciocho meses -continuó explicándole Linda-. Su padre se niega a darnos nada y el mío no quiere que nos vayamos a vivir con él. Llevo aquí un año y me va bastante bien, y si me despiden…

– ¿Cuánto tiempo hace que usted y mi marido…? ¿Cómo se conocieron?

– ¿Conocernos…? -Linda se quedó aterrada al comprender lo que aquella pregunta implicaba-. Es una persona muy agradable, pero eso es todo. Él… bueno, le gusta tontear un poco, pero nada más. Yo ni siquiera sabía que estaba casado hasta que en cierta ocasión me fijé en que el nombre de usted constaba en la ficha. Y… de verdad, le aseguro que no ha habido nada entre nosotros. Es un hombre muy simpático que viene de vez en cuando, y sentí curiosidad por él, nada más.

– Así que se dedicó a vigilarlo mientras mi marido se encontraba en la cámara.

– Sólo una vez. Se lo juro. El resto del tiempo… Bueno, la primera vez que vino a hacer los depósitos… en la cuenta corriente, ¿sabe usted? Esperó para que lo atendiera yo. Dejó que otras personas le pasaran delante hasta que yo quedé libre. Una vez vio una foto de mi hija Brittany; la tengo junto a la ventanilla, ¿ve? Allí. Me preguntó por ella y así fue corno empezamos a hablar. Me contó que él también tiene una hija, aunque mayor que la mía, y que hacía años que no se veían, pero que la echaba mucho de menos, y de eso fue de lo que hablamos. Me dijo que estaba divorciado. Yo ya lo sabía porque siempre decía «mi ex mujer», y al principio pensé… Bueno, hizo que me sintiera especial y pensé: «¿No sería genial conocer a alguien aquí, en el banco?». Así que le presto atención cuando viene y me muestro simpática con él. Y a él no parece importarle.

– Ha muerto.

– ¿Que ha muerto? Oh, Dios mío. Lo siento mucho. No lo sabía. -Señaló con un gesto la caja-. Yo sentía curiosidad por eso, nada más. De verdad. Eso es todo.

– ¿Cuánto tiempo lleva esto aquí? -Le preguntó Charlie-. Me refiero al dinero.

– Pues yo no… Puede que dos semanas. Quizás tres -repuso Linda-. Fue entre dos visitas de las que solía hacer para ingresar el cheque del sueldo.