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– ¿Qué pasó? ¿Por qué se fijó usted?

– Porque estaba… estaba muy excitado aquel día. Tenía un subidón.

– ¿De drogas?

– No, no de ese modo. Quiero decir que estaba muy contento. Llevaba una cartera consigo y apretó el timbre igual que ha hecho usted al llegar. Me acerqué y firmó la ficha. Me dijo: «Me alegro de que seas tú, Linda. En un día como hoy no confiaría en nadie más».

– ¿En un día como hoy?

– Verá, yo no sé a qué se refería, por eso decidí observarlo un poco. Y lo que hizo fue poner la cartera encima de la mesita. Abrió la caja, sacó un montón de papeles y los metió en la cartera, y lo que había en la cartera lo dejó en la caja. Y era el dinero. Eso es lo que vi. Pensé que era… bueno, parecía que hubiera vendido drogas o algo así, porque si no… ¿A quién se le iba a ocurrir andar por ahí con tanto dinero encima? Y yo no podía creerlo, pues su marido siempre me había parecido una persona muy decente. Y eso es todo lo que sé. Cuando se fue no hablé con él y no he vuelto a verlo.

Eric vendiendo drogas. Charlie se aferró a aquella idea. Drogas. Sí. Ésa era la respuesta. Pero no el tipo de drogas que creía Linda. La chica se imaginaba a Eric traficando con esos paquetes de cocaína semejantes a ladrillos que se ven en la televisión o en el cine. Se lo imaginaba incitando a comprar marihuana a los alumnos de los institutos a la puerta de las tiendas de bebidas alcohólicas. Pensaba que proporcionaba heroína, éxtasis o alguna otra droga de diseño a los yuppies. Pero no se lo imaginaba robando algún producto a la empresa Biosyn (un inmunoinhibidor, alguna forma de quimioterapia sin efectos secundarios, una vacuna contra el SIDA lista para salir al mercado, Viagra para mujeres… ¿Qué era, Eric?) y vendiéndolo en el mercado negro internacional al mejor postor, que haría una fortuna fabricándolo.

Mientras observaba la caja cerrada en aquella cámara acorazada del banco tan asfixiante Charlie recordó las palabras de Terry Stewart: «Castillos en el aire, Charlie. Eso es lo que eran». Pero no había sido así. No en el caso de Eric. Tenía cuarenta y dos años y había dejado atrás la mayor parte de su existencia. Se había dado cuenta de que se le presentaba la oportunidad de su vida y la había aprovechado. Una negociación, la venta y una inmensa suma de dinero en efectivo. Ahora empezaba a comprender muchas cosas. Cosas que había dicho su marido. Cosas que había hecho. Los cambios que había sufrido.

Charlie cerró la caja y volvió a dejarla en su sitio. Se sentía muy dolida, pero por lo menos empezaba a descubrir la verdad sobre su marido. La única pregunta que le quedaba por responder era qué había robado Eric en la compañía Biosyn. Y lo único que se le ocurría era que no debía de haber robado nada en absoluto.

Había aceptado dinero, quizás un pago inicial, a cambio de algo que había prometido entregar. Y como no había conseguido aquello que ya había vendido, el resultado era que estaba muerto. Y una vez desaparecido Eric habían registrado la casa en un intento de encontrar el medicamento, y ese registro presagiaba que ella, Charlie, corría peligro mientras la sustancia no estuviese en manos de quienquiera que hubiera pagado por ella. Sabía que tenía que encontrar ese medicamento y entregarlo si quería seguir con vida. Pero como encontrar aquello era una tarea imposible, el único recurso que le quedaba consistía en averiguar quién era la persona que había pagado por ello y devolverle el dinero.

Sharon Pasternak le parecía la mejor fuente de información. Había sido la primera persona que había registrado el despacho de Eric. Tras el inesperado descubrimiento del dinero, Charlie sabía que sería tonta si creyera que Sharon había ido a buscar algo en su casa que no tuviera que ver con el dinero que había en la caja fuerte.

Salió del banco y se dirigió a la autopista.

La empresa Biosyn tenía su sede en una carretera llamadael Ortega que serpenteaba en dirección a las montañas de la costa, uniendo el deprimente pueblo de Lake Elsinore con otro de mejor nivel de vida llamado San Juan Capistrano. Se trataba de una carretera polvorienta que los domingos atraía a miles de motoristas. Era una vía en su mayor parte desprovista de árboles y llena de piedras por la que durante la semana transitaban hombres y mujeres que trabajaban en los restaurantes y hoteles caros de la costa.

La compañía Biosyn se hallaba a unos veinte kilómetros hacia el interior de las montañas, y era un edificio bajo, poco acogedor y de color tierra que se encontraba separado del entorno por una valla alta de tela metálica con alambre de espino en la parte superior. Charlie no había ido nunca a Biosyn, y se habría pasado la desviación de no haber tenido que frenar porque un camión de FedEx salía a la carretera desde la entrada, que quedaba oculta, y giraba a la izquierda.

En conjunto aquél era un sitio extraño para la sede de una empresa farmacéutica, pensó Charlie mientras metía el coche por el estrecho camino de entrada. Era un lugar raro para una empresa de cualquier clase. La mayoría de las industrias se encontraban a muchos kilómetros de allí, y surgían, feas y colocadas en fila a lo largo de multitud de autopistas del condado, en distintos polígonos industriales.

A unos cincuenta metros de la entrada había una caseta de vigilancia en el camino y unas puertas de hierro que cerraban el paso a cualquiera visitante inesperado. Charlie frenó allí y dio el nombre de Sharon Pasternak y el suyo. Pasó un minuto llena de ansiedad mientras el guardia llamaba por teléfono al amplio edificio que se asentaba sobre la colina delante de ella. Charlie estaba convencida de que Sharon Pasternak era un nombre falso, lo cual parecía bastante probable si la mujer formaba parte del juego de Eric.

Pero resultó que no era ése el caso. El guardia se acercó al coche de Charlie con un pase y le dijo:

– Sharon Pasternak la espera en el vestíbulo. Aparque en la zona de visitantes. Entre directamente en el edificio, ¿me oye? No se entretenga mirando por ahí.

Mientras cogía el pase de visitante Charlie se preguntó por qué diantres iba ella a querer entretenerse mirando por ahí. Aquel lugar era un terreno yermo lleno de polvo, cantos rodados, cactus y chaparral. No era la idea que ella tenía de un lugar para ir a pasear.

Se detuvo ante la entrada principal del edificio y después entró. Hacía un frío helado y sintió un escalofrío. De momento se encontró perdida, cegada por el contraste entre la resplandeciente luz del exterior y aquellas paredes pintadas de oscuro.

Alguien desde un rincón en penumbra le habló.

– ¿Sí? ¿Puedo ayudarla en algo?

Antes de que los ojos de Charlie se adaptasen a la escasez de luz, oyó otra voz procedente del otro extremo de la misma estancia.

– La señora ha venido a verme a mí, Marión. Es la esposa de Eric Lawton.

– ¿La señora Lawton…? Oh, verá, lo siento muchísimo. ¿Cómo está usted? Lo siento de veras. Era… bueno, era un hombre encantador.

– Gracias, Marión. Señora Lawton…

Charlie por fin empezaba a distinguir las formas. Vio a la mujer de cabello blanco sentada tras un mostrador de recepción de caoba y, reflejada en el espejo que había detrás de ella, a Sharon Pasternak, que acababa de entrar por una puerta forrada de metal de aspecto muy pesado. Llevaba puesta una bata de laboratorio encima de unas mallas negras, zapatillas Nike y calcetines de deporte.

Sharon Pasternak se acercó a Charlie y le puso una mano en el brazo.

– ¿Ha encontrado por fin los documentos en los que trabajábamos su marido y yo? -le preguntó con determinación mirando fijamente a Charlie-. Me salvará usted la vida si me contesta que sí. -Le apretó el brazo a Charlie, cosa que a ésta le pareció una advertencia. Así que asintió con la cabeza y forzó una sonrisa. Luego Sharon continuó hablando-: Estupendo. Qué alivio. Venga conmigo.