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– No tiene pase para entrar, doctora Pasternak -protestó Marión.

– No pasa nada, Mar. No te preocupes. La llevaré a la cafetería.

– El doctor Cabot no…

– Todo va bien -le aseguró Sharon-. Tardaremos menos de cinco minutos. Pon en marcha el cronómetro.

– Estaré pendiente del reloj -le advirtió Marión.

Sharon condujo a Charlie al otro lado del vestíbulo, no hacia la puerta pesada por la que ella había aparecido, sino en dirección a otra puerta de aspecto bastante menos seguro que daba a una estancia acondicionada como cafetería; a aquella hora del día se hallaba desierta. Una vez dentro no se anduvo con preámbulos. Le dijo con tirantez:

– Lo ha descubierto usted. Alguien debe de haber llamado a su casa. ¿Ha dado algún nombre? ¿Han dejado algún número al que yo pueda llamar?

– Han registrado mi casa -le informó Charlie-. La han destrozado. Después de que usted estuviera allí.

– ¿Qué? -Sharon miró apresuradamente a su alrededor-. Eso es un problema grave. Entonces será mejor que no hablemos aquí. Las paredes oyen. Si hace usted el favor de darme el nombre, yo misma me pondré en contacto con ellos. Es lo que a Eric le habría gustado.

– No tengo ningún nombre que darle. -Ahora Charlie tenía calor y empezaba a sentirse confundida-. Pensé que lo tendría usted. Supuse que sería así porque cuando usted vino a verme se marchó sin nada, y luego volvieron a registrar la casa… ¿Qué buscaba usted? ¿Qué nombres necesita? Lo único que yo tengo es el… -No era capaz de decirlo, tan horrible y rastrero le parecía que su marido, un hombre al que adoraba y a quien creía conocer, hubiese robado a la empresa para la que trabajaba. De modo que dijo a toda prisa antes de que se le ocurriera alguna excusa para no hablar-: Lo único que tengo es el dinero, y quiero devolverlo.

– ¿Qué dinero? -le preguntó Sharon extrañada.

– Tengo que devolverlo porque si no lo hago nunca me dejarán en paz. Se lo devolveré a quien sea. Han registrado la casa una vez, y estoy segura de que volverán a hacerlo. Estoy segura. Nadie suelta esa cantidad de dinero si no espera recibir a cambio… ¿cómo lo llamaría…? ¿La mercancía?

– Pero no es así como funcionan las cosas -le dijo Sharon-. Ellos nunca pagan por una cosa así. De manera que si hay dinero en alguna parte…

– ¿Quiénes son ellos? -Charlie oyó que levantaba la voz a medida que le aumentaba la ansiedad-. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con ellos?

– Shhh. Por favor -le rogó Sharon-. Mire, aquí no podemos hablar.

– Pero usted vino a mi casa. Y registró el despacho. Y buscaba…

– El nombre. ¿No se da cuenta? Yo no sabía con quién había hablado Eric. A mí sólo me había dicho que se trataba de la CBS. Pero ¿la CBS de dónde? ¿De Los Ángeles? ¿De Nueva York? ¿Era para el programa Sesenta minutos o sólo para las noticias de la cadena local?

Charlie se quedó mirándola.

– ¿Sesenta minutos?

– ¡Baje la voz! ¡Cielo santo! Yo estoy aquí a punto de perder mi trabajo, de ir a la cárcel o de Dios sabe qué. Y si sucede algo de eso, ¿cómo voy a serle útil a nadie? -Miró hacia la entrada de la cafetería, como si esperase que fuera a aparecer a la carga un equipo de cámaras de televisión-. Mire, tiene usted que marcharse de aquí.

– No hasta que me diga…

– Nos encontraremos dentro de una hora. En San Juan. En el distrito de Los Ríos. ¿Lo conoce? Detrás de la estación de Amtrak. Allí hay un salón de té. No sé cómo se llama, pero lo verá en cuanto cruce las vías. Luego tuerza a la derecha y lo verá enseguida. ¿De acuerdo? Dentro de una hora. Aquí no puedo hablar.

Empujó a Charlie hacia la puerta de la cafetería y la acompañó a toda prisa hasta la recepción. En el vestíbulo le dijo en tono sincero:

– Me ha ahorrado usted diez días de trabajo. No sé cómo agradecérselo. -La acompañó hasta la puerta cogiéndola con fuerza del brazo y le repitió hablando en voz baja-: Hasta dentro de una hora.

Y desapareció de nuevo en el interior del edificio, cuyas puertas se cerraron tras ella con un chasquido.

Charlie se quedó mirando el vidrio oscuro de la puerta; sentía que el cuerpo le pesaba y que tenía que llegar al coche como fuera. Intentó asimilar lo que le había dicho Sharon: CBS, Sesenta minutos, las noticias locales. Y trató de relacionar esa información con lo que había ocurrido y con lo que sabía. Pero no tenía sentido, nada lo tenía. Se sentía como los pasajeros que se equivocan de avión al llegar a su destino sin un pasaporte que enseñar.

Se dirigió tambaleante al coche. Una vez allí sufrió unos escalofríos tan fuertes que no fue capaz de meter la llave en el contacto. Por fin logró que la mano dejase de temblarle sujetándosela con la otra y de ese modo pudo poner en marcha el motor.

Volvió por el camino, salió a la carretera y se dirigió hacia la costa. Mientras conducía iba pensando en todas las cosas que había oído sobre aquel tramo de carretera en los años que llevaba viviendo en el sur de California: que era un lugar ideal para tirar cadáveres; que lo frecuentaban asesinos tan conocidos como Randy Kraft; que en los cruces y en las cunetas se llevaban a cabo contratos para cometer asesinatos; que en los barrancos que había por allí se incendiaban coches; que los conductores borrachos se salían de la carretera y encontraban la muerte en el fondo de los precipicios; que se tardaban meses en recuperar los cadáveres; que los vehículos grandes circulaban por el medio de la carretera y chocaban de frente, haciéndolo trizas, con todo lo que encontraban a su paso. ¿Qué significaba el hecho de que Biosyn estuviera situada precisamente allí? ¿Y qué significaba que Eric Lawton hubiera mantenido conversaciones con alguien que trabajaba para la CBS?

Charlie no sabía las respuestas. Sólo tenía cada vez más preguntas. Y la única opción que le quedaba era buscar aquel salón de té en el distrito de Los Ríos de San Juan Capistrano y confiar en que Sharon Pasternak decidiese cumplir su palabra y acudir a la cita.

Y la cumplió. Setenta y un minutos después de que Charlie se marchase de Biosyn, la colega de Eric entró en el salón de té, un edificio de principios de siglo que en otro tiempo había sido el hogar de una familia de colonos fundadores de la ciudad. Era un buen sitio para una cita, un lugar poco adecuado para que lo eligiera alguien con malas intenciones. Estaba coquetamente decorado a base de encajes, teteras, antigüedades, perchas de pie y chapeaux para entretenimiento y solaz de los clientes, y ofrecía a precios exorbitantes una versión americana del té de las cinco inglés.

Sharon Pasternak miró hacia atrás por encima del hombro al entrar en el edificio, donde Charlie se había sentado a una mesa para dos justo al lado de la puerta. Había otra mesa ocupada, una redonda a la que se hallaban sentadas cinco mujeres que se habían puesto sombreros del establecimiento para celebrar una alegre merienda de cumpleaños; con aquellos anacrónicos sombreros parecía que de un momento a otro fueran a unirse a la fiesta Alicia y el Conejo Blanco.

– Tenemos que cambiarnos de mesa -le dijo Sharon a Charlie sin más preámbulos-. Venga conmigo. -La condujo a una segunda sala, y de allí a una tercera situada en la trasera del establecimiento. Estaba amueblada con cinco mesas pequeñas, todas vacías, y Sharon se dirigió con paso decidido a la que quedaba más alejada de la puerta-. No puede usted volver a Biosyn -le indicó a Charlie en voz baja-. Y mucho menos preguntando por mí. Es muy arriesgado. Si fuera usted a hablar con los de recursos humanos sobre la pensión de Eric, sobre el seguro o algo así, puede que no se notase que lo que quiere en realidad es verme a mí. Podríamos encontrarnos casualmente en el pasillo o algo parecido. Pero hacerlo así, como hoy, nunca más. Marión se acordará y se lo contará a Cabot. Hace treinta y cinco años que trabaja para él, justo desde que ese hombre terminó los estudios, aunque parezca mentira, y siente más lealtad hacia él que hacia su marido. Lo llama David, lo tutea y cuando lo mira se le iluminan los ojos. En estos momentos el señor Cabot ya se habrá enterado de que ha hecho usted acto de presencia y de que ha preguntado por mí.