– ¿Cómo sacó usted el exantrum de Biosyn? -le preguntó a Sharon Pasternak.
Y se preparó para oír la respuesta.
– Me puse el traje protector y lo metí en un frasco de jarabe para la tos -le respondió Sharon-. Era muy arriesgado, pero créame, si alguien me hubiera sorprendido sacando esa sustancia habría sido mi fin.
– Sí, claro -convino Charlie-. Ya me doy cuenta de eso, desde luego.
Pero había algo más. De lo que ahora se daba cuenta también, y con absoluta claridad, era de que aquello era el fin de Charlie Lawton.
Se puso a la faena. Le dijo a Sharon:
– Iré al banco a mirar en la caja de seguridad. Quizás Eric pusiera allí el frasco.
Sharon se mostró agradecida.
– Eso sería una bendición del cielo. Pero si está allí, por el amor de Dios, no se le ocurra abrirlo pase lo que pase. Procure no tocarlo siquiera. Llámeme. Tenga, voy a darle el teléfono de mi casa. Déjeme un mensaje en el contestador, ¿vale? Diga que es de Savon, por si acaso Cabot me ha intervenido el teléfono. Diga solamente: «Ha llegado su medicina». Y yo sabré a qué se refiere usted e iré de inmediato a su casa. ¿Estamos? ¿Me ha comprendido usted?
– Sí -repuso Charlie con debilidad-. Savon. Ya lo he entendido.
– Muy bien.
Y se separaron. Sharon se marchó a toda prisa en dirección a Dana Point y Charlie echó a andar, pero no hacia el lugar donde tenía el coche, el aparcamiento municipal, sino que dio la vuelta a la manzana y bajó por la calle hacia la misión San Juan Capistrano.
Una vez dentro de los muros de la misión siguió el camino, lleno de desniveles, entre cactus deformes y amapolas sedientas. Iba sin rumbo, ya no le importaba saber cuál era su destino. Acabó en la angosta capilla construida tres siglos antes por obreros indios californianos bajo la dirección de aquel maestro de obras tan testarudo llamado Junípero Serra.
La luz del interior de la capilla era mortecina… o tal vez fuese, pensó Charlie, que la vista empezaba a fallarle igual que el resto del cuerpo. Quizás ése fuera otro efecto del contacto con el exantrum, la pérdida de visión, o quizás hubiera sufrido ya esa pérdida desde el momento en que había creído que su marido la engañaba con otra mujer.
Qué claro lo veía todo ahora. Qué bien encajaba la descripción que había hecho Terry Stewart de la crisis de los cuarenta con lo que había hecho Eric Lawton. Qué obvios resultaban los motivos por los que Eric se había inventado no sólo su presente, sino también su pasado. Qué fácil era comprender por qué se había separado de su primera esposa, de su hija y del resto de una familia que sin duda estaba al corriente de cómo se ganaba la vida. Mejor fingir que no tenía familia, hacerse el ofendido, cualquier cosa antes que reconocer abiertamente que era un científico que se ganaba el sueldo desarrollando armas letales. Y no unas armas que el ejército pudiese utilizar contra las tropas enemigas, sino armas para diezmar a civiles inocentes o, en manos de otros, por ejemplo de algún terrorista, para someter a toda la población.
Al final de aquella conversación con Sharon Pasternak, Charlie estaba segura de dos cosas. Una, que Eric, que le había hablado de no vivir más tiempo en aquella zona, de coches rápidos, de los bancos que había en las islas y de correr en la Copa de América, no se había puesto en contacto con ningún periodista ni había tenido nunca intención de hacerlo. Y dos, que su marido había hecho lo que ella pensó en un principio: venderle a alguien aquella sustancia de Biosyn. Pero no se trataba de una cura para el SIDA, para el cáncer ni para nada de lo que ella se había imaginado al ver el dinero. Y para Charlie ya no tenía la menor importancia que aquello convirtiese a Eric en un hombre malo, en un hombre descarriado y avaricioso o en el mismísimo diablo. Porque Eric Lawton ahora estaba muerto y ella por fin había averiguado el motivo de su muerte.
Se dirigió a uno de los bancos con respaldo duro. Se sentó en él. Habría podido arrodillarse y rezar, pero ya no deseaba pedirle nada al cielo. No había ayuda, ni divina ni de ninguna otra clase, para el mal que la aquejaba. Eso era algo que Eric había comprendido desde el momento en que ella le confesó lo bajo que la habían hecho caer sus sospechas de infidelidad. Y Charlie había tenido que confesárselo, había sentido la necesidad de contárselo después de que su esposo entrase triunfante tras haber realizado «la mejor venta de toda mi carrera, Char, espera a que te diga a cuánto asciende la comisión. ¿Qué te parece un crucero para celebrarlo? ¿O que cambiemos de vida? Ahora podemos permitírnoslo. Coño, cuánto siento haber estado tan apartado últimamente de todo eso, de la buena vida».
Entonces ella se dio cuenta de que sus temores no tenían fundamento, que no había ninguna otra mujer en la vida de su marido. Y, debido a que lo comprendía y buscaba la absolución por haber dudado de él, le contó la verdad.
– Char, por Dios, ya hemos hablado de esto una vez, ¿no? ¡No tengo ninguna aventura! -Eric lo había dicho con tanta seriedad que, sumada a la alegría con la que le había contado la buena fortuna que iba a tener, a ella le había resultado imposible no creerle-. Tú eres la única… Siempre has sido la única. ¿Cómo has podido pensar otra cosa? Ya sé que he estado preocupado. Que he entrado y salido a horas intempestivas. Y que me llamaban por teléfono y me marchaba sin dar explicaciones. Pero todo se debía a este asunto, y no quiero que pienses nunca que… Coño, Char, nunca. Tú eres la razón por la que hago todo esto. Para que podamos tener una vida mejor. Para nosotros. Para nuestros hijos. Algo más que una urbanización de las afueras. Tú te lo mereces. Y yo también. Y ahora que he cerrado este trato en el que había centrado todo mi trabajo… No he querido hablarte de ello hasta ahora porque no quería gafarlo. Nunca me imaginé que eso fuese a disgustarte tanto. Ven aquí, Char. Claro, coño. Dios mío. Perdóname, nena.
Y por el tono de voz Charlie comprendió que su marido lo decía en serio. Y por el tono de voz y la expresión de los ojos de Eric, que le indicaban que los temores que ella sentía eran infundados, había hallado consuelo. Así que se había entregado a su amor aquella noche y después, al amanecer, le había confesado el resto de sus pecados. Le debía aquella confesión, pensó Charlie. Sólo contándole a su marido lo bajo que había caído podría perdonarse a sí misma.
– Finalmente dejé de hacer todo eso cuando se me cayó una medicina tuya en el suelo del cuarto de baño. -Se rió de sí misma y de todos sus temores, que ya no tenían razón de ser-. Fue como si recuperase la conciencia de repente, allí de pie junto al charco de Robitussin.
Eric sonrió y le besó la punta de los dedos.
– ¿Robitussin? Char, ¿qué es lo que hacías?
– Una locura -le dijo ella-. Me sentía tan segura de que me engañabas que pensé: «Tiene que haber pruebas en alguna parte. Una prueba de algo». Así que lo registré todo. Hasta tu botiquín. Rompí ese frasco de jarabe para la tos porque se me cayó al suelo del cuarto de baño. Lo siento.
Su marido no había dejado de sonreír, pero ahora Charlie, en la capilla de San Juan Capistrano, recordó con toda claridad que la sonrisa se le había helado en el rostro. Se daba cuenta de que Eric quería aclarar lo que ella le contaba.
– En el cuarto de baño no había jarabe para la tos, Char. Debió de ser en…