– Se te habrá olvidado. La etiqueta era antigua. En realidad es mejor que se haya vertido. ¿No dicen que no se debe tomar ningún medicamento que tenga más de seis meses?
¿Se le habían quedado rígidos los labios? ¿Se le había petrificado la sonrisa?
– Sí, creo que eso es lo que dicen -convino Eric.
– Pero siento haberlo roto.
¿Había desviado él entonces la mirada?
– ¿Cómo lo limpiaste?
– Puesta a gatas, haciendo penitencia.
¿Se había reído Eric? ¿Ligeramente?
– Bueno, espero que por lo menos te pusieras guantes de goma para limpiarlo.
– Pues no. No quería que nada se interpusiera entre mi pecado y yo. ¿Por qué? ¿Acaso no era jarabe para la tos? ¿O es que tenías escondido veneno en un frasco de jarabe por si decidías liquidar a tu esposa?
Y le había hecho cosquillas para obligarle a contestar. Y se rieron y volvieron a hacer el amor.
Pero Eric no consiguió mantener la erección.
– Me hago viejo -le dijo-. Después de los cuarenta todo se va al carajo. Perdona.
Y desde entonces todo había ido de mal en peor. Eric se ausentaba cada vez más; volvía a mostrarse preocupado, y ahora más que nunca se encerraba en sí mismo y se pasaba las horas hablando por teléfono; había días en que sólo se dedicaba a navegar por Internet, investigando, le dijo a Charlie cuando ella le preguntó qué hacía. Por último, una noche sonó el teléfono y ella le oyó decir:
– Mira, esta noche no puedo, ¿estamos? Mi esposa no se encuentra bien.
Y otra vez renacieron en ella todas las sospechas de infidelidad.
Dos días después Eric volvió a casa del trabajo y se encontró a Charlie tumbada en el sofá y tapada con una manta; dormitaba con una mezcla de dolor de cabeza y molestias musculares que ella suponía eran consecuencia de la excursión a pie que había hecho por las laderas de Saddleback Mountain. Estaba dormida, pero Eric la había despertado al entrar. Cuando se arrodilló al lado del sofá, Charlie se despertó sobresaltada.
– ¿Qué tienes? -le preguntó él. ¿Era miedo lo que había en su voz, y no preocupación como ella pensó entonces?-. Char, ¿qué te pasa?
– Estoy toda dolorida -repuso ella-. Hoy he hecho demasiado ejercicio. Y también me duele la cabeza.
– Voy a hacerte un poco de sopa -le indicó Eric.
Entró en la cocina y se le oyó hacer mucho ruido allí. Diez minutos después llevó una bandeja al cuarto de estar, donde Charlie se hallaba tumbada.
– Eres un encanto -murmuró ésta-. Pero puedo levantarme. Comeremos juntos.
– Yo no voy a comer -le indicó su marido-. Ahora no. Quédate ahí.
Y comenzó a darle la sopa de tomate despacio y con mucha paciencia, cucharada tras cucharada. Incluso le limpió la boca con una servilleta de papel. Y no dijo nada cuando ella se rió un poco y le aseguró:
– De verdad, Eric, estoy bien.
Y todo se debía a que su marido ya lo sabía, pensó Charlie. Había empezado el proceso. Primero el ataque repentino marcado por la jaqueca y el dolor muscular, acompañados generalmente de unas décimas de fiebre. Y, como consecuencia de la fiebre, escalofríos y falta de apetito.
¿Y después qué? Pues lo que ella había atribuido a la aflicción primero y al rechazo después al descubrir las mentiras, cuando creyó que todo aquello había acabado por somatizarse en su organismo: dolor de garganta, mareos, náuseas y vómitos. Pero no era la reacción producida por la muerte de su marido. Era la reacción a lo que él había hecho en la vida. O a lo que había intentado hacer y habría hecho de no ser porque ella había roto el frasco de jarabe en el que se hallaba encerrado herméticamente el virus antes de que él tuviera oportunidad de entregárselo al comprador.
Se daba cuenta de que su marido debió de quedar destrozado. Atrapado en medio de algo que le había salido terriblemente mal, pues unos planes tan bien trazados habían quedado inservibles. No tenía nada que entregar a cambio de la paga y señal que había recibido por el exantrum, y su mujer se había expuesto fatalmente al virus que había robado. Y sabiendo que su mujer iba a morir, como seguramente habrían muerto miles, millones de personas de no haberse interpuesto el destino, personificado en esta ocasión en los celos de Charlie, para impedir que semejante cosa ocurriera.
Eric le daba la sopa y la observaba como si ello fuera a permitirle llevarse a la tumba la imagen de Charlie. Cuando ésta acabó de comer, cuando ya no podía tragar nada más, dejó la cuchara en el cuenco y éste en la bandeja. Se inclinó y besó a su esposa en la frente. La tapó hasta la barbilla.
– Recuerda que siempre te querré -le dijo.
– ¿Por qué me dices eso?
– Tú recuérdalo.
Se llevó la bandeja. Charlie oyó el ruido que hizo al dejarla sobre el mostrador de la cocina. Un momento después volvió y se sentó enfrente de ella, en una butaca, con un almohadón detrás de la cabeza.
– ¿Te acuerdas? -le preguntó Eric.
– ¿De qué?
– De lo que te he dicho. Recuérdalo. Siempre te querré, Char.
Y antes de que ella pudiera responder, su marido sacó el revólver de la chaqueta, se metió el cañón en la boca y se voló la tapa de los sesos.
De modo que así era como se sentía uno cuando va a morir, pensó Charlie. Se tiene sensación de flotar. Nada de pánico, que en alguna ocasión había pensado que la invadiría si le comunicaban una sentencia de muerte debida, por ejemplo, a un cáncer de páncreas. En cambio, notaba cierta sensación de entumecimiento, aunque era consciente de cada movimiento: de levantarse del banco, de acercarse al altar, de detenerse ante la imagen de un santo con túnica amarilla y verde para encenderle una vela, y luego de quedarse en el santuario y de comprender que ya no había nada que pedirle a Dios.
Se preguntó qué habría pensado Eric. Allí estaba él, a los cuarenta y dos años. Habría pensado: «¿Esto es todo? Esto es todo lo que va a ser mi vida a menos que se me presente una oportunidad de cambiarlo todo, de tener más, de ser más, de cabalgar en la cresta de la ola. Veo la oportunidad alzarse ante mí y deseo saber sobre qué orilla va a depositarme». Y también habría pensado: «Si me arriesgo una vez nada más, si corro cierto riesgo… Y en realidad no será demasiado arriesgado si juego bien y lo preveo todo; implico a Sharon Pasternak en el robo del virus, de manera que si alguien la coge sacándolo de Biosyn se la cargará ella y no yo. Haré el papel del que quiere tirar de la manta para que Sharon piense que me mueven motivos altruistas. Me pondré en contacto con alguien a quien le interese la mercancía, pero me aseguraré de que me den una paga y señal, un periodo de tiempo para hacer planes de huida por si la persona con la que he contactado intentase eliminarme. Y luego celebro una segunda reunión para entregar el exantrum, tras lo cual me largo deprisa y cojo un vuelo a… ¿adonde? A Tahití, a Belice, al sur de Francia, a Grecia». Daba igual. Lo que importaba era que las palabras «el resto de mi vida» tendrían un nuevo significado para Eric, más significado del que le habían proporcionado una moto Harley Davidson y un tatuaje en el brazo.
– Eric, Eric -susurró Charlie.
¿Dónde, cuándo y por qué se había descarriado tanto aquel hombre?
Charlie no lo sabía. No lo conocía. No estaba segura ni de conocerse a sí misma.
Salió de la capilla y volvió al coche que había dejado en el aparcamiento, junto a la estación de trenes. Subió al vehículo sintiéndose muy cansada, como si el virus que tenía dentro fuese una presencia que pudiera sentir en las venas. Y estaba allí. Lo sabía sin tener que ir a hacerse un reconocimiento a un hospital ni acercarse a Biosyn para ofrecerse al doctor Cabot como prueba de que su arma de guerra era tan eficaz como él había pensado.