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Eric ya sabía que ella iba a morir. Era consciente de cómo actuaría el virus. Sabía que aquel mal no tenía cura, de modo que se había quitado la vida para no tener que presenciar la desgracia que les había acarreado a ambos.

¿Qué hacer?, se preguntó Charlie. Pero conocía la respuesta. Escribirlo todo con claridad para que después nadie corriera riesgos con su cuerpo. Y luego hacer lo que había hecho Eric, pero por motivos enteramente distintos. No era una solución noble, aunque pudiera considerarse así. Pero era la única solución. Aún tenía la pistola. Aunque eso produce sangre, y su sangre podía resultar peligrosa para otras personas. Pero lanota que pensaba escribir, y que colgaría en la puerta para que cualquiera la viese antes de entrar en la habitación, explicaría la situación con todo detalle.

Qué raro, pensó. No estaba enfadada. No tenía miedo. No sentía nada. Tal vez eso fuera bueno.

En la autovía condujo con más cuidado de lo habitual. Cada coche que pasaba a toda velocidad junto a ella era un obstáculo que superaba con gran esfuerzo. Oscurecía y le costaba trabajo ver debido al resplandor de los faros de los coches que iban en dirección opuesta, pero Charlie logró llegar a casa sin incidentes. Detuvo el coche en la entrada y notó que la invadía cierta pesadez al saber lo que tenía que hacer una vez dentro.

Más que nada lo que le apetecía era dormir. Pero no había tiempo para eso. Si malgastaba ocho horas, eso sería concederle al virus la tercera parte de un día para que siguiera actuando en su organismo. Quién sabe en qué condiciones se hallaría al día siguiente si ahora cedía al agotamiento.

Bajó del coche. Fue dando tumbos por el camino del jardín. La luz del porche no estaba encendida, por lo que no vio la silueta que emergió de entre las sombras hasta que la tuvo encima. Y entonces vio un débil destello, el brillo de la luz de la farola que había en la calle al reflejarse en el objeto metálico que aquel hombre sostenía en la mano. ¿Un cuchillo, una pistola? No podía distinguirlo.

Y el hombre le dijo:

– Señora Lawton, me parece que tiene usted algo que me pertenece.

Y su acento era tan tosco como su piel, y el tono que empleó tan negro como los ojos que llevaba medio ocultos por un pasamontañas.

Charlie no le tuvo miedo. ¿Qué había que temer? Él no podía hacerle más de lo que el exantrum le estaba haciendo ya.

– Sí, en efecto -le contestó-. Pero no en la forma que usted esperaba. Entre usted, ¿señor…?

– Los nombres no tienen importancia. Quiero que me dé lo que se me debe.

– Sí. Ya lo sé. Pues entre, señor Los Nombres No Importan. Me alegro muchísimo de poder dárselo.

Tendría que escribir la carta primero, pensó Charlie. Pero algo le decía que el señor Los Nombres No Importan estaba demasiado desesperado como para concederle el tiempo de escribir la carta.

YO, RICARDO

Introducción a “Yo, Ricardo”

Empecé a sentir atracción por Ricardo III, el rey más controvertido que haya tenido Inglaterra, cuando era universitaria y asistía al primer curso monográfico que hice en mi vida sobre Shakespeare. En ese curso teníamos que leer la obra Ricardo III, curiosamente titulada The Tragedy of King Richard III [La tragedia del rey Ricardo III], y así entré en contacto con un fascinante grupo de figuras históricas que nunca se han apartado de mi imaginación desde aquellas mañanas otoñales de 1968 en que las comentábamos en clase.

Poco después presencié por primera vez la obra en el festival de Shakespeare de Eos Gatos, pero no fue hasta que leí la famosa novela de Josephine Tey titulada The Daughter of Time [La hija del tiempo] cuando empecé a ver al rey Ricardo bajo una óptica diferente de aquella en que lo considera la famosa obra de Shakespeare. Después de leer dicha novela me intrigó más aquel rey tan vilipendiado y continué leyendo otras obras: Richard III, The Road to Bosworth Field [Ricardo III, el camino hacia Bosworth Field]; The Year of Three Kings 1483 [El año de los tres reyes, 1483]; The Mistery of the Princes [El misterio de la princesa]; Richard III, England's Black Legend [Ricardo III, la leyenda negra de Inglaterra]; The Deceivers [Los impostores]; y Royal Blood [Sangre Regia] se convirtió incluso en parte permanente de mi biblioteca. Y cuando creé los personajes de mis novelas de crímenes, decidí que uno de ellos fuera un apologista del rey Ricardo III para tener así la oportunidad de dirigir todas mis críticas contra el hombre al que con el tiempo he llegado a considerar el auténtico culpable de lo sucedido en 1485: Enrique Tudor, conde de Richmond, que más tarde reinaría bajo el nombre de Enrique VII.

Durante todos esos años quise escribir mi propia versión de lo que les ocurrió a los príncipes de la Torre, un relato que exonerase a Ricardo y echase la culpa a quienes realmente la tuvieron. Pero el problema era que cada cual tiene un punto de vista diferente sobre quién fue el auténtico culpable. Unos creían muy probable que Enrique Tudor hubiera hecho ejecutar a los muchachos tras ascender al trono. Otros pensaban que el duque de Buckingham había sido el responsable de los asesinatos en un intento de allanarse el camino a la corona. Y otros veían la implicación de los Stanley, del obispo de Ely o de Margaret Beaufort. Algunos sostenían que la desaparición y muerte de los muchachos había sido consecuencia de una conspiración. Otros se inclinaban por considerar aquello obra de una sola persona. Y algunos otros continuaban convencidos de que semejante acto lo había perpetrado el hombre sobre el cual había recaído la culpa durante quinientos años: el mismo sapo jorobado en persona, Ricardo, duque de Gloucester, que reinaría bajo el nombre de Ricardo III.

Yo tenía claro que no deseaba escribir una novela histórica ni cambiar de profesión para convertirme en historiadora medievalista. Pero sí quería escribir un relato sobre personas que, como yo, se interesaron por ese periodo de la historia, y lo titulé «Yo, Ricardo» porque así era como empezaban los documentos escritos por los monarcas de la época.

Para mí era un reto escribir una historia situada en el presente que tuviera que ver con otra Acaecida hace quinientos años. No quería enfocarla como lo había hecho Tey, sirviéndose de un personaje postrado en la cama de un hospital que resuelve los misterios que le plantean otros para distraerse de los males que le aquejan. Al mismo tiempo quería crear una historia en la que existiera algo, algo ficticio, naturalmente, que probase de modo irrefutable que Ricardo no fue el culpable de la muerte de sus sobrinos.

Y la primera tarea a la que me enfrentaba consistía en decidir qué era ese algo.

Mi segundo empeño fue decidir con qué clase de relato ambientado en la actualidad se podía envolver ese algo.

Abordé el argumento del modo en que lo hago siempre: visitando el lugar donde había decidido situar la historia. De manera que un mes de febrero en que hacía un frío tremendo me dirigí a Market Bosworth en compañía de una amiga sueca. Juntas recorrimos a pie todo el perímetro del lugar donde se libró la batalla, Bosworth Field; allí murió Ricardo III como resultado de la traición, el engaño y la codicia.

Bosworth Field continúa prácticamente igual que hace quinientos años, cuando los ejércitos se enfrentaron allí en agosto de 1485. No se han construido viviendas, ni Walmart ha conseguido levantar ningún desagradable metacentro comercial en los alrededores. De manera que sigue siendo un lugar abandonado y barrido por el viento; se encuentra marcado únicamente por los palos de las banderas que muestran a los visitantes dónde acamparon los distintos ejércitos, y por placas que, a lo largo de una ruta establecida, explican qué ocurrió exactamente en cada uno de aquellos lugares.

Al llegar a una placa que me hizo levantar la vista hacia la lejana aldea de Sutton Cheney, donde el rey Ricardo oró en la iglesia de St. James la noche anterior a la batalla, fue cuando me di cuenta de que mi historia empezaba a tomar forma. Y lo que me sucedió mientras me hallaba ante aquella placa fue algo que nunca antes me había sucedido ni me ha vuelto a pasar jamás. Y es lo siguiente: