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Leí el texto que me pedía que buscase el molino de viento en la lejanía, a un par de kilómetros aproximadamente, y que reconociera aquel edificio como perteneciente a la aldea de Sutton Cheney, donde el rey Ricardo había rezado la noche anterior a la batalla. Y al levantar la vista y ver el molino, toda la historia que van a leer a continuación me vino a la cabeza. Toda entera, de una vez. Así de sencillo.

Lo único que tuve que hacer fue ir dictando los distintos detalles de la historia a la grabadora de bolsillo mientras el viento me abofeteaba y las bajas temperaturas me desafiaban a permanecer allí, a la intemperie, el tiempo suficiente para hacerlo.

Volví a California y perfilé los personajes que poblarían el pequeño mundo de «Yo, Ricardo». Una vez hecho eso, la historia prácticamente se escribió sola.

La culpa o la inocencia de los personajes históricos es algo que a nosotros se nos escapa, al menos mientras no se descubran documentos cuya veracidad quede fuera de toda duda. Naturalmente, a mí no me interesaba demostrar nada. Lo que quería era escribir sobre la obsesión de un hombre por un rey muerto hacía ya mucho tiempo, y hasta dónde estaba dispuesto a llegar dicho hombre con tal de avanzar bajo el estandarte de aquel derrotado jabalí blanco.

Yo, Ricardo

Malcolm Cousins soltó un gruñido muy a su pesar. Considerando las circunstancias en las que se encontraba, aquél era el sonido que menos le convenía hacer. Un suspiro de placer o un gemido de satisfacción habrían sido mucho más apropiados. Pero la verdad era simple y había que afrontarla: ya no era el artista que había sido antes en el terreno sexual. Hubo un tiempo en que podía tirárselas a todas. Pero aquella época había desaparecido igual que le había desaparecido el cabello, y ahora, a los cuarenta y nueve años, consideraba que era un hombre de suerte cuando era capaz de mantener la herramienta erguida y en funcionamiento dos veces por semana.

Estaba tumbado encima de Betsy Perryman. Se apartó y se dejó caer de espaldas con un ruido apagado. Sintió unos pinchazos de dolor en las vértebras, y el siempre dudoso placer que acababa de obtener de los encantos corpulentos y empapados en perfume de Betsy se transformó rápidamente en un leve recuerdo. Por Dios, pensó jadeante, tendremos que olvidarnos de si el fin justifica los medios o no. ¿Acaso valía la pena tanto esfuerzo para aquel fin?

Por suerte Betsy se tomó el gruñido y el jadeo como siempre se lo tomaba todo. Se puso de lado, se incorporó, apoyó la cabeza en la palma de la mano y se quedó observando a Malcolm con una expresión que pretendía ser coqueta. Lo último que Betsy quería era que él se diera cuenta de lo desesperada que estaba por encontrar una tabla de salvación que la ayudase a salir de su actual matrimonio, que hacía el número cuatro. Y Malcolm le siguió la corriente con mucho gusto en aquello de la coquetería. A veces se le hacía un poco complicado recordar qué se suponía que sabía y qué se suponía que ignoraba, pero siempre llegaba a la conclusión de que si Betsy albergaba alguna sospecha respecto a la sinceridad de él, había una manera simple y expeditiva, aunque a Malcolm le hiciera polvo la espalda, de disipar las dudas de la mujer.

Betsy cogió la sábana, que se hallaba hecha un revoltijo, tiró de ella hacia arriba y alargó una mano rolliza. Le acarició la calva a Malcolm y sonrió perezosamente.

– Nunca lo había hecho con un calvo antes de ti. ¿Te lo había dicho ya, Male?

Siempre, todas y cada una de las veces que lo habían hecho, como ella tan poéticamente lo expresaba, recordó Malcolm. Pero se puso a pensar en Cora, la perra springer spaniel que tenía cuando era niño y a la que adoraba, y el recuerdo del animal hizo que le apareciese en el rostro la expresión de ternura apropiada para aquellos momentos. Cogió la mano de Betsy y se la puso en la mejilla para que la mujer se la acariciase con los dedos, que él fue besando uno a uno.

– Nunca tengo suficiente, niño malo -le aseguró ella-. Nunca he tenido un hombre como tú, Male Cousins.

Se trasladó al lado de la cama donde se encontraba él y se le acercó cada vez más hasta que las enormes tetas estuvieron a menos de dos centímetros de la cara de Malcolm. Desde tan cerca la hendidura situada entre los pechos se parecía bastante a un desfiladero, y resultaba igual de atractivo como objeto sexual. Por Dios, ¿había que echar un polvo otra vez?, pensó él. Moriría antes de cumplir los cincuenta si aquello continuaba así. Y sin haberse acercado nada al objetivo que perseguía.

Metió la nariz entre aquellas glándulas mamarias produciendo la clase de ruidos de deseo que Betsy quería oír. Se las chupó un poco y luego miró con ostentación el reloj de pulsera que había dejado sobre la mesilla de noche.

– ¡Dios mío! -Cogió el reloj y fingió que lo miraba mejor-. Jesús, Betsy, ya son las once. Les aseguré a esos ricardianos australianos que me reuniría con ellos en Bosworth Field a mediodía. Tengo que salir pitando.

Y eso fue lo que hizo. Se bajó de la cama antes de que la mujer tuviera tiempo de protestar. Mientras Malcolm se enfundaba en la bata, Betsy se esforzó por transformar el comentario que acababa de hacer él en algo comprensible. Arrugó la nariz y le preguntó:

– ¿Ricardianos australianos? ¿Qué coño es eso?

Se sentó en la cama, con el pelo rubio claro revuelto y desgreñado cayéndole por los hombros y la mayor parte del maquillaje corrido por la cara.

– Pues que son australianos. De Australia -le explicó Malcolm-. Estudiosos de la figura del rey Ricardo. Ya te hablé de ellos la semana pasada, Betsy.

– Ah, es eso. -Hizo un puchero-. Creí que hoy podríamos ir de merienda al campo.

– ¿Con este tiempo? -Malcolm se dirigió al cuarto de baño. No estaría bien hacer aquella visita apestando a sexo y a perfume de Shalimar-. ¿Cómo se te ha ocurrido lo de ir de excursión en enero? ¿Es que no oyes el viento? Debemos de estar a diez bajo cero ahí afuera.

– Se trataba de una merienda en la cama -le aclaró ella-. Con miel y crema. Me dijiste que ésa era una de tus fantasías. ¿O es que no te acuerdas?

Malcolm se detuvo en la puerta. No le había gustado el tono en que la mujer le había hecho la pregunta. Aquella exigencia le recordó todo lo que odiaba de las mujeres. Pues claro que no se acordaba de haberle dicho nunca que tuviese una fantasía a base de miel y crema. En los dos años que llevaban manteniendo relaciones le había dicho muchas cosas. Pero se había olvidado de la mayoría de ellas una vez que se le hizo patente que Betsy lo veía como él deseaba que lo viera. Lo único que podía hacer ahora era seguirle la corriente.

– Miel y crema -repitió con un suspiro-. ¿Has traído miel y crema? Oh, Dios mío, Bets… -Y volvió disparado a la cama. Le repasó los empastes dentales con la lengua y le apretó frenéticamente la entrepierna a la mujer-. Dios mío, vas a volverme loco. Voy a andar por ahí, paseándome por Bosworth, con la polla erecta como un atizador.

– Te está bien empleado -le dijo ella animadamente al tiempo que extendía una mano hacia los genitales del hombre.

Malcolm le cogió la mano.

– Mira que te gusta -comentó.

– No más que a ti.

Maicolm volvió a lamerle los dedos.

– Después -le indicó a la mujer-. Les daré una vuelta a toda prisa por el campo de batalla a esos puñeteros australianos, y si cuando acabe todavía sigues aquí… ya sabes lo que viene a continuación.

– Será ya demasiado tarde. Bernie piensa que he ido a la carnicería.

Malcoim la obsequió con una mirada llena de pesar para demostrarle que el solo hecho de pensar en el desventurado e ignorante marido de ella, que antes había sido su mejor amigo, le rompía el alma.