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– Pues entonces vamos a tener que dejarlo para otra ocasión. Habrá cientos de ocasiones. Con miel y crema. Con caviar. O con ostras. ¿Te he explicado alguna vez lo que pienso hacerte con las ostras?

– ¿Qué? -le preguntó ella.

Malcolm sonrió.

– Tú espera y lo verás.

Se refugió en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Como de costumbre, salía poca agua y sólo templada. Se quitó la bata, comenzó a tiritar y maldijo su suerte. Veinticinco años en las aulas enseñando historia a gamberros llenos de granos que no tenían el menor interés por nada que no fuese el placer inmediato que les proporcionaban sus propias manos sudorosas, ¿y qué había obtenido a cambio? Dos habitaciones en el piso de arriba y dos abajo en una casa vieja situada en la misma calle que el instituto Gloucester Grammar. Un Vauxhall, un coche que se caía de viejo y que no tenía rueda de recambio. Una amante que coleccionaba maridos y a la que le gustaba el sexo con ciertas dosis de perversión. Y la pasión por un rey muerto, cosa que hacía mucho tiempo ya que había decidido fuese el manantial que le resolviese el futuro. Y tenía muy cerca los medios para conseguirlo, a sólo unos centímetros, al alcance de la mano. Y una vez que tuviera asegurada la reputación profesional, los contratos para el libro, los compromisos para las conferencias y las ofertas de empleo bien remunerado vendrían solas.

– Mierda -bramó cuando el agua de la ducha pasó sin más de estar templada a hervir-. ¡Maldita sea!

Buscó a tientas los grifos.

– Te está bien empleado -le comentó Betsy, que se hallaba junto a la puerta-. Eres un niño malo y a los niños malos hay que castigarlos.

Malcolm parpadeó para quitarse el agua de los ojos y miró a la mujer. La muy puñetera se había puesto la mejor camisa de franela que él tenía, precisamente la que pensaba utilizar para aquella visita a Bosworth Field, y se apoyaba en el marco de la puerta esforzándose por adoptar una pose seductora. No le hizo caso y continuó duchándose. Sabía que Betsy estaba decidida a salirse con la suya y que lo que quería era echar otro polvo antes de marcharse.

«Olvídalo, Bets -le dijo con el pensamiento-. No tientes a la suerte».

– No te entiendo, Male Cousins -le dijo ella-. Eres el único hombre en el mundo que prefiere irse a patear unos prados empapados de humedad con un grupo de turistas a meterse en la cama con la mujer a la que dice que quiere.

– No lo digo, es que es verdad -la corrigió Malcolm automáticamente.

Resultaba espantoso ver lo parecidas que llegaban a ser todas aquellas conversaciones post coito, y eso empezaba a deprimir a Malcolm.

– ¿Ah, sí? Pues nadie lo diría, oye. Cualquiera se inclinaría a pensar que ese rey… como quiera que se llame, te gusta más que yo.

Bueno, decididamente el rey Ricardo era un personaje mucho más interesante, pensó Malcolm. Pero lo que le dijo a Betsy fue:

– No seas boba. Es dinero para nuestra hucha.

– No nos hace falta ahorrar -le recordó ella-. Ya te lo he dicho cien veces. Tenemos…

– Y además es una buena manera de adquirir experiencia -la interrumpió Malcolm apresuradamente. Betsy nunca daba el brazo a torcer-. Una vez que termine el libro empezarán a hacerme entrevistas y tendré que aparecer en público y dar numerosas conferencias. Me hace falta práctica.

– Miró a la mujer con una sonrisa triunfal-. Necesito un público formado por más de una persona, querida mía. Piensa en lo que nos espera, Bets. Cambridge, Oxford, Harvard, la Sorbona. ¿No te gustaría ir a Massachusetts? ¿Y a Francia?

– El corazón vuelve a darle la lata a Bernie, Male -le comentó Betsy pasando un dedo por el marco de la puerta.

– ¿Ah, sí? Pobre Bernie -comentó Malcolm muy contento-. Pobre infeliz, Bets.

El problema que suponía Bernie era algo de lo que había que ocuparse, desde luego. Pero Malcolm confiaba en que Betsy Perryman estuviera dispuesta a afrontar el reto. Tras una sesión de sexo y champán barato, ella le había confiado en cierta ocasión que cada uno de sus cuatro matrimonios había supuesto un paso adelante y ascendente respecto al anterior, y no hacía falta tener mucha sesera para comprender que salir de un matrimonio con un borracho tan entregado como Bernie, por muy afable que fuera, para entablar relaciones con un profesor de secundaria que se encontraba en camino de desvelar un episodio de la historia medieval de su país que causaría un gran revuelo, era otro paso en la dirección acertada. De modo que, decididamente, Betsy se ocuparía de resolver el problema que suponía Bernie. Sólo era cuestión de tiempo.

El divorcio era algo que quedaba fuera de toda consideración, desde luego. Malcolm ya se había encargado de que Betsy entendiera que aunque él se sentía desesperadamente ansioso de empezar una vida nueva con ella, etc., etc., nunca sería capaz de pedirle que se fuera a vivir con él en las precarias circunstancias en que se encontraba ahora, del mismo modo como tampoco cabía esperar que la princesa de Gales se trasladase a una habitación amueblada en la orilla sur del Támesis. No sólo nunca le pediría tal cosa, sino que no lo permitiría aunque ella quisiera. Betsy, su amada, se merecía mucho más de lo que él era capaz de darle en las actuales circunstancias. Pero cuando se le presentase la oportunidad, querida Bets… O si, Dios no lo quiera, llegase a ocurrirle algo a Bernie… Confiaba en que con ese comentario a la mujer se le encendiera una luz dentro de aquella materia gris y esponjosa que tenía por cerebro.

Malcolm no sentía la menor sensación de culpa ante la idea de que Bernie Perryman falleciera. Cierto que se habían conocido de niños, pues sus respectivas madres habían sido amigas desde la infancia. Pero se habían distanciado al final de la adolescencia, cuando el pobre Bernie no logró aprobar más que una de las asignaturas de acceso a la universidad, lo que le condenó a vivir en la granja de su familia mientras Malcolm iba a la universidad. Y después de aquello… bueno, la diferencia de nivel cultural influye en la capacidad de cualquiera para comunicarse con los que antes han sido sus amigos, ahora menos cultos, ¿no es cierto? Además cuando Malcolm volvió de la universidad se dio cuenta de que su antiguo amigo le había vendido el alma al diablo del alcohol. ¿Qué provecho iba a sacar restableciendo la amistad con el borracho más prominente de todo el barrio? Sin embargo a Malcolm le gustaba creer que sentía cierta compasión por Bernie Perryman. Durante años había estado yendo una vez al mes a la granja, siempre de noche y protegido por la oscuridad, por supuesto, para jugar una partida de ajedrez con su antiguo amigo y escuchar las cavilaciones de borracho de éste sobre la infancia de ambos y lo que hubiera podido ser y no fue.

Y de ese modo se enteró de la existencia del Legado, como lo llamaba Bernie. Y para conseguir echarle mano a eso se había pasado los dos últimos años tirándose a su mujer. Betsy y Bernie no tenían hijos. Él era el último de su estirpe, por lo que a su muerte el Legado pasaría a Betsy. Y ésta iba a entregárselo a Malcolm.

Betsy aún no lo sabía. Pero se enteraría en breve.

Malcolm sonrió, pensando en lo que podría hacer la herencia de Bernie para impulsar su carrera. Durante casi diez años había estado escribiendo con frenesí sobre lo que él llamaba cariñosamente Ricardo redimido, un intento de devolverle la reputación a Ricardo III, y una vez que tuviera en sus manos el Legado vería asegurado el futuro. Mientras se dirigía hacia Bosworth Field para reunirse con los ricardianos australianos que lo aguardaban allí, se puso a recitar la primera línea del penúltimo capítulo de su obra magna. «Con la supuesta desaparición de Eduardo el Bastardo, conde de Pembroke y March, y de Ricardo, duque de York, los historiadores tradicionalmente han venido confiando en unas fuentes que ponen siempre de manifiesto su parcialidad».