Señor, qué bien escribía, pensó. Y encima lo que escribía era la verdad.
El autocar de turistas ya había llegado cuando Malcolm metió el coche en el aparcamiento. Los ocupantes habían cometido la tontería de bajarse del vehículo. Al parecer eran sólo mujeres, y de una edad tan avanzada que resultaba deprimente; estaban todas juntas, apretadas unas contra otras y tiritando; parecían ovejas abandonadas en medio de la galerna que soplaba. Cuando Malcolm bajó del coche, una de las mujeres abandonó el grupo y se dirigió hacia él. Tenía una constitución robusta y era mucho más joven que las demás, lo cual hizo que Malcolm albergase esperanzas de que la mujer le ayudase a pasar aquel trago con unas generosas dosis de encanto. Pero entonces se fijó en el cabello corto de la mujer, en aquellos enormes tobillos y en las imponentes pantorrillas… por no hablar de la tablilla sujetapapeles que llevaba en la mano y que golpeaba con la otra al caminar. Una desgraciada guía turística lesbiana y sedienta de sangre, pensó Malcolm. Dios mío, qué combinación tan mortífera.
No obstante le dirigió a la mujer una sonrisa de oreja a oreja.
– Lo siento -se excusó en tono festivo-. Es que he tenido una avería.
– Mire, amigo -le espetó la mujer con un desagradable acento gangoso y hostil-. Cuando el club Romance de Gran Bretaña paga por una visita turística a las doce del mediodía, espera que la puñetera visita empiece precisamente a las doce del mediodía. Así que, ¿se puede saber por qué llega usted tarde? Aquí hace un frío siberiano. Podríamos habernos quedado muertas de frío. Bueno, empecemos de una vez.
Dio media vuelta sobre los talones e hizo señas a las demás mujeres del grupo para que se acercasen hasta el borde del aparcamiento, donde las continuas pisadas habían acabado por hacer una vereda alrededor de la circunferencia que rodeaba el campo de batalla.
Malcolm salió disparado para darle alcance. Como veía que las propinas peligraban, tendría que compensar la tardanza con una deslumbrante exhibición de pericia.
– Sí, sí -comentó con fingida jovialidad al llegar al lado de la mujer-. Resulta increíble que mencione usted Siberia, señorita…
– Sludgecur -le dijo ella mirándole a la cara como si lo desafiase a que manifestara alguna reacción irónica ante aquel apellido. [4]
– Ah, ya. Señorita Sludgecur. Sí, por supuesto. Como le decía, es increíble que mencione usted Siberia, porque esta parte de Inglaterra es el terreno más elevado que existe al oeste de los Urales. Por eso se producen aquí estas temperaturas que parecen más propias de Moscú. Puede imaginarse lo que sería en el siglo XV cuando…
– No hemos venido aquí a hablar de meteorología -le interrumpió la mujer con algo parecido a un ladrido-. Y póngase usted a hacer su trabajo antes de que a estas señoras se les quede el culo helado.
Las señoras andaban con torpeza y se apoyaban unas en otras en medio del viento. Tenían esos rostros, semejantes a manzanas secas, propios de las personas octogenarias, y miraban a Sludgecur con la misma devoción con que miran los niños a sus padres cuando éstos se enfrentan con alguien que se ha metido con ellos y los tumban sin miramientos.
– Sí, bueno… -dijo Malcom-. El clima es el principal motivo por el que el recinto del campo de batalla permanece cerrado en invierno. Hemos hecho una excepción para este grupo porque lo componen colegas estudiosos del rey Ricardo. Y cuando unos colegas ricardianos vienen a visitar Bosworth, nos gusta complacerlos siempre. Ésa es la mejor manera de conseguir que la verdad salga a la luz, y estoy seguro de que usted estará de acuerdo conmigo en eso.
– Pero ¿de qué cojones habla? -Le preguntó Sludgecur-. ¿Colegas qué? ¿Qué dice de colegas?
Y esto sirvió para indicarle a Malcolm que durante aquella visita las cosas no iban a transcurrir tan fácilmente como había supuesto.
– Ricardianos -les repitió sonriendo a las ancianas que rodeaban a Sludgecur-. Se llaman así los que creen en la inocencia de Ricardo III.
Sludgecur se quedó mirando a Malcolm como si a éste le hubieran salido alas.
– ¿Qué dice? Estas personas que ve aquí pertenecen al club Romance de Gran Bretaña, amigo. Jane Eyre, el señor Flaming Rochester, Heathcliff y Cathy, Maxim de Winter. Gabriel Oak. Hoy es el Día del Amor en el Campo de Batalla y queremos que la visita merezca la pena, que para eso hemos pagado nuestro buen dinero. ¿Estamos?
Eso era lo único que les importaba, el dinero que habían pagado. En realidad Malcolm también se encontraba allí porque habían pagado. Pero ¿acaso sabían aquellas buscadoras de romanticismo dónde se encontraban? ¿Sabían (y mucho menos les importaba) que el último rey que murió en combate armado había hallado la muerte a menos de dos kilómetros del lugar donde estaban? ¿Y que precisamente había muerto a causa de la sedición, de la perfidia y de la traición? Era evidente que no. No habían ido allí para apoyar a Ricardo. Habían ido porque formaba parte del paquete turístico. El Amor Meditabundo, el Amor Desesperanzado y el Amor Entregado los habían tachado ya de la lista. Y ahora se suponía que él tenía que inventarse, con tal de agradar a aquellas mujeres, una versión del Amor Letal que las empujase a desprenderse de unas cuantas libras al final de la tarde. Pues muy bien. Él era capaz de eso y de mucho más.
Malcolm no se acordó de Betsy hasta que se detuvo junto al primer indicador de la ruta, que marcaba la posición de combate inicial del rey Ricardo. Mientras las mujeres hacían fotografías del estandarte del jabalí blanco que, bajo el viento helado, ondeaba en el asta que señalaba el campamento del rey, Malcolm echó una ojeada más allá, hacia los edificios en ruinas de Windsong Farm, que se veían en lo alto de la colina próxima. Alcanzaba a ver la casa y llegaba a distinguir el coche de Betsy en la explanada. El resto podía imaginárselo… y confiar en que lo que imaginaba fuera cierto.
Bernie no se habría dado cuenta de que su mujer había tardado tres horas y media en ir a comprar un paquete de carne picada en Market Bosworth. Al fin y al cabo eran casi las doce y media, y sin duda estaría sentado a la mesa de la cocina, como de costumbre, tratando de construir una de aquellas maquetas suyas de Fórmula Uno. Tendría las piezas esparcidas ante él y quizás hubiera logrado pegar una antes de que le empezasen de nuevo los temblores y decidiera tomarse una buena dosis de Black Bush para apaciguarlos. Un vaso de whisky le habría llevado a otro hasta que al final se encontrase demasiado borracho para sostener en la mano un tubo de pegamento.
También cabía la posibilidad de que Bernie se hubiera desmayado encima de la maqueta. Era sábado, y se suponía que tenía que ir a trabajar en la iglesia de St. James, pues se encargaba de prepararla para los servicios del domingo. Pero el pobre hombre no tendría ni la menor idea del día que era hasta que regresara Betsy, arrojase la carne encima de la mesa, justo al lado de la oreja de su marido, y el ruido asustase a éste y lo sacase del sopor de la embriaguez.
Cuando levantara la cabeza, Betsy vería que se le había quedado grabada en la cara la marca del coche en cuya maqueta trabajaba, y se mostraría asqueada. Como tendría a Malcolm fresco en la memoria, comprendería lo injusta que era la posición en que se hallaba.
– ¿Ya has estado en la iglesia? -le preguntaría a Bernie. Era el único empleo que éste tenía, pues ningún Perryman había labrado la tierra de la granja desde hacía por lo menos ocho generaciones-. El padre Naughton no es como los demás, Bernie. No está dispuesto a aguantarte sólo porque seas un Perryman, para que te enteres. Hoy tienes que ocuparte de la iglesia y del cementerio. Y ya es hora de que te pongas a ello.