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Bernie nunca había sido un borracho beligerante y no iba a empezar a serlo ahora. Le diría a su mujer:

– Ya voy, cariño. Pero tengo una sed espantosa. Tengo la garganta como si estuviese llena de arena.

Le dedicaría la misma sonrisa afable con que había conseguido conquistar el corazón de Betsy en Blackpool, donde se conocieron. Y aquella sonrisa le recordaría a ella cuáles eran sus deberes, a pesar de las atenciones que le había dedicado Malcolm poco antes. Pero aquello estaba muy bien, porque lo último que le convenía a Malcolm Cousins era que Betsy Perryman se olvidase de cuál era su deber.

Así que le preguntaría si se había tomado la medicina, y como Bernie Perryman nunca hacía nada, salvo servirse Black Bush, sin que se lo tuvieran que recordar una docena de veces, la respuesta sería que no. Así que Betsy buscaría las píldoras y le pondría la dosis correspondiente en la palma de la mano a su marido. Y éste, obediente, se las tomaría y luego saldría tambaleante de la casa, sin chaqueta, como siempre, y se dirigiría a la iglesia de St. James para cumplir con su obligación.

Betsy lo llamaría para que cogiera la chaqueta, pero Bernie le diría que no con la mano. Y ella le gritaría:

– Bernie, te va a suceder algo…

Pero luego se callaría ante la súbita idea que le pasaría por la cabeza. Al fin y al cabo, que a Bernie le ocurriese algo, que muriese, era lo que a ella le convenía para poder estar con su amado.

Así que la mirada de la mujer se posaría en el frasco de píldoras y leería la etiqueta: «Digitoxin. No exceder de una tableta al día sin consultar con el médico».

Y quizás, llegado ese punto, Betsy recordaría la explicación del médico:

– Este producto es como el digital, del que supongo ya ha oído usted hablar. Una sobredosis lo mataría, señora Perryman, así que debe usted vigilar y encargarse de que nunca tome más de una tableta.

Las palabras «más de una tableta» le resonarían en los oídos. El polvo matutino con Malcolm aún estaría vivo en su recuerdo. Sacaría una píldora del frasco y la examinaría. Y por fin empezaría a pensar en alguna manera de hacer que el futuro encajase como debía.

Muy contento, Malcolm desvió la mirada de la granja y se centró otra vez en aquellas ricardianas en ciernes. Todo transcurría según los planes.

– Desde este lugar podemos ver la aldea de Sutton Cheney al nordeste -le explicó a aquella audiencia de ávidas buscadoras de Amor en el Campo de Batalla.

Y todas las cabezas se volvieron a la vez en la dirección indicada.

Puede que se les estuvieran helando las partes pudendas, pero por lo menos formaban un grupo que mostraba cooperación. Salvo Sludgecur, que, suponiendo que tuviese partes pudendas, sin duda las llevaría bien enfundadas en ropa interior. Miraba a Malcolm con una expresión que parecía desafiarlo a convertir la batalla de Bosworth en algo romántico. Muy bien, pensó él. Y aceptó el reto. Les daría romanticismo. Y también les proporcionaría un retazo de historia que les cambiaría la vida. Quizás aquel grupo de ancianas australianas no fueran ricardianas cuando llegaron a Bosworth Field, pero vaya si se irían de allí siendo ricardianas conversas. Y regresarían a las antípodas y les contarían a sus nietos que había sido Malcolm Cousins, el mismísimo Malcolm Cousins en persona, quien les había hecho comprender la gran injusticia que se había perpetrado con la memoria de un rey decente.

– Y fue precisamente allí, en la aldea de Sutton Cheney, en la iglesia de St. James, donde el rey Ricardo se fue a orar la noche antes de la batalla -les explicó Malcolm-. Imagínense cómo sería aquella noche.

A partir de ahí puso el piloto automático. Había contado aquella historia cientos de veces a muchos grupos a lo largo de los años en los que había servido de guía turístico especial en Bosworth Field. Lo único que tenía que hacer era sacarle jugo a la historia, exprimir todas sus cualidades románticas, lo cual no suponía ningún problema.

El ejército del rey, compuesto por doce mil hombres, había acampado en la cima de Ambion Hill, donde ahora se encontraban Malcolm Cousins y aquella banda de neorricardianas que no dejaban de tiritar. El rey sabía que a la mañana siguiente se decidiría su destino: si continuaría reinando como Ricardo III o si un advenedizo que había pasado la mayor parte de su vida en el continente, bien arropado y mimado por aquellos que desde hacía mucho tiempo ambicionaban destruir la dinastía de York, le arrebataría la corona para ceñírsela él. El rey era consciente de que en realidad su destino se hallaba en manos de los hermanos Stanley: sir William y Thomas, lord Stanley. Habían llegado a Bosworth con un gran ejército y estaban acampados al norte, no lejos del rey, pero también, y esto era un mal presagio, no lejos del pernicioso adversario del rey, Enrique Tudor, conde de Richmond, que además, curiosa circunstancia, era hijastro de lord Stanley. Para asegurarse la lealtad de éste, el rey Ricardo había tomado como rehén a uno de los hijos de sangre de lord Stanley, y la vida del joven era la prenda si su padre decidía traicionar al ungido rey de Inglaterra uniéndose a las fuerzas de Tudor en la batalla que se avecinaba. No obstante, los Stanley eran muy astutos y habían demostrado en numerosas ocasiones que no se dejaban influir por otra cosa que no fuera su propio interés, de modo que, aun teniendo como rehén a George Stanley, el rey por fuerza debía saber el riesgo tan grande que corría si confiaba la seguridad de su trono a los caprichos de unos hombres cuya devoción por sí mismos era su más destacada cualidad.

La noche antes de la batalla Ricardo vería a los Stanley instalados al norte, en la dirección donde se encuentra Market Bosworth. Enviaría un mensajero para recordarles que, como seguía teniendo a George Stanley de rehén y éste se encontraba allí mismo, en el campamento del rey, lo más prudente por parte de ellos sería enviar al ejército a combatir junto a Ricardo a la mañana siguiente.

Éste debía de estar bastante inquieto. Casi destrozado. Tras haber perdido a su hijo y heredero y después a su esposa durante su breve reinado, tras haber tenido que hacer frente a la traición de los que en otro tiempo habían sido sus amigos íntimos, ¿a alguien le cabe la menor duda de que se preguntaría, aunque sólo fuera fugazmente, cuánto tiempo más iba a poder resistir? E, instruido en la religión de su tiempo, ¿cabe alguna duda de que sería consciente de ese pecado tan grave que es la desesperación? Y, teniendo claro esto, ¿puede quedar alguna duda sobre lo que el rey decidiría hacer aquella noche, la de la víspera de la batalla?

Malcolm echó una ojeada al grupo. Sí, resultaba satisfactorio ver que a un par de mujeres los ojos se les habían empañado de lágrimas. Veían el romanticismo inherente a la situación de un rey viudo que no sólo había perdido a su esposa, sino también a su heredero, y al que sólo le faltaban unas horas para perder también la vida.

Malcolm le dirigió una mirada victoriosa a Sludgecur. Ésta le indicó con la expresión que no tentase la suerte.

Pero es que no se trataba de suerte en absoluto, le habría gustado a Malcolm decirle a aquella mujer. Era el Gran Romanticismo de Oír la Verdad. El viento soplaba con fuerza y la temperatura había descendido tres o cuatro grados, pero la pequeña banda de australianas vetustas se hallaban ahora cautivadas por aquella noche de agosto de 1485.

La noche antes de la batalla, les explicó Malcolm, Ricardo, consciente de que, en caso de perder, moriría, intentó confesarse. La historia nos cuenta que no había sacerdotes ni capellanes en el ejército de Ricardo, así que, ¿qué mejor lugar para encontrar un confesor que en la iglesia de St. James? El templo se hallaba sumido en el silencio cuando entró Ricardo. Un cirio votivo, una luz trémula y débil ardía en el interior de la nave, pero no había nada más. El único sonido en el edificio era el producido por el propio Ricardo al avanzar desde la entrada para ir a arrodillarse ante el altar: el roce de su jubón de fustán (forrado de satén, informó Malcolm a sus discípulas, pues sabía la importancia que tienen los detalles para las personas de mente romántica), el crujido del cuero de los zapatos de combate provistos de gruesa suela, el golpear metálico de la espada y la daga en las vainas mientras…