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– Oh, Dios bendito -trinó una de aquellas románticas neorricardianas-. ¿Qué clase de hombre entraría en una iglesia con espadas y dagas?

Malcolm sonrió de un modo encantador. Pensó que lo haría cualquier hombre que tuviese buen uso que darles, pues era precisamente lo que se necesitaba si se quería levantar una losa. Pero lo que dijo fue:

– Es algo poco corriente, en efecto. Cuesta imaginar a alguien entrando con armas en una iglesia, ¿verdad? Pero recuerden que aquélla era la noche antes de la batalla. Los enemigos de Ricardo se encontraban por todas partes. Y él no se habría aventurado a moverse en la oscuridad sin protección.

Si el rey llevaba puesta o no la corona al entrar en la iglesia aquella noche es algo que nadie sabe, continuó explicándoles Malcolm. Pero si había un sacerdote en la iglesia para oír su confesión, ese sacerdote pronto dejó a Ricardo a solas con sus oraciones tras darle la absolución. Y allí, a oscuras, iluminado únicamente por la trémula lamparilla que había en la nave de la iglesia, Ricardo haría las paces con el Señor su Dios y se prepararía para ir al encuentro del destino que le aguardaba en la batalla al día siguiente.

Malcolm contempló a la audiencia, midió las reacciones que tenían y la atención que le prestaban. Todas las mujeres atendían con gran interés. Esperaba que estuvieran pensando qué propina darle por tan brillante interpretación bajo aquel viento mortal.

Acabadas las oraciones, siguió contándoles Malcolm, el rey desenvainaría la espada y la daga, las dejaría sobre el tosco banco de madera y se sentaría al lado de las mismas. Y allí, en la iglesia, el rey Ricardo trazaría sus planes para llevar a la perdición a Enrique Tudor en el caso de que aquel advenedizo resultase vencedor en la batalla que tendría lugar al día siguiente. Porque Ricardo sabía que era él quien llevaba la voz cantante, siempre había sido así, por encima de Enrique Tudor. La había llevado en vida como comandante victorioso en las batallas. Y la llevaría después de muerto como la única fuerza capaz de destruir al usurpador.

– Dios nos asista -murmuró alguien con admiración. Sí, en efecto, las mujeres que escuchaban a Malcolm estaban completamente inmersas en el Romanticismo del Momento. Gracias a Dios.

Ricardo, les dijo, no era ajeno a las maquinaciones que habían urdido Enrique Tudor e Isabel Woodville, viuda de su hermano Eduardo IV y madre de los dos jóvenes príncipes a quienes previamente habían encerrado en la Torre de Londres.

– Los príncipes de la Torre -comentó otra voz-. Ésos fueron los dos niños que…

– Los mismos, en efecto -interrumpió Malcolm con solemnidad-. Los sobrinos de Ricardo.

El rey estaba al corriente de que, fiel a la tendencia que tenía a barrer para su casa, Isabel Woodville le había prometido a Tudor la mano de su hija mayor si éste obtenía la corona de Inglaterra. Pero en el supuesto de que fuese así, en el supuesto de que Tudor consiguiese la corona de Inglaterra al día siguiente por la mañana, Ricardo sabía que todo hombre, mujer o niño que llevase en las venas una gota de sangre de los York corrían el grave peligro de que les eliminasen para siempre, pues de ese modo nunca podrían reclamar el trono. Y eso incluía a los hijos de Isabel Woodville.

Él mismo, Ricardo, gobernaba por derecho de sucesión y por ley. Descendiente directo, y lo que es más importante, legítimo, de Eduardo III, había llegado al trono a la muerte de su hermano Eduardo IV tras conocerse que el licencioso Eduardo había dado palabra de matrimonio a otra mujer antes de casarse con Isabel Woodville. Este contrato de matrimonio se había hecho de palabra ante un obispo. Por lo tanto era tan válido como cualquier matrimonio llevado a cabo con pompa y aparato ante mil asistentes. Y en efecto, hizo que el posterior matrimonio de Eduardo con Isabel Woodville fuera declarado nulo, Ricardo bígamo y los hijos bastardos.

Enrique Tudor sabía que a los niños los habían declarado ilegítimos mediante una ley promulgada por el Parlamento. También debía de imaginarse que, si salía victorioso de la confrontación con Ricardo III, nadie respaldaría su derecho, que no estaba demasiado claro, a reclamar el trono de Inglaterra por el hecho de estar unido en matrimonio a la hija bastarda de un rey muerto. De manera que tendría que hacer algo para resolver lo de la ilegitimidad.

El rey Ricardo había llegado a esa conclusión tras oír la noticia de que Tudor había prometido casarse con la joven. También sabía que legitimar a Isabel de York era legitimar asimismo a todas sus hermanas… y hermanos. No se podía declarar legítima a la hija mayor de un rey muerto y al mismo tiempo pretender que sus hermanos no lo fueran.

Malcolm hizo, con toda intención, una pausa en la narración. Esperó a ver si las ávidas y románticas mujeres congregadas en torno a él captaban lo que aquello implicaba. Las ancianas sonrieron, asintieron y lo miraron con afecto, pero ninguna comentó nada. Así que Malcolm se lo aclaró.

– Sus hermanos -dijo con paciencia para asegurarse de que absorbían todos los detalles románticos-. Si Enrique Tudor legitimaba a Isabel de York antes de casarse con ella, por fuerza tenía que legitimar también a sus hermanos. Y si hacía eso, el mayor de los niños…

– ¡Válgame Dios! -Exclamó una de las mujeres del grupo-. En ese caso el muchacho sería el verdadero rey una vez que Ricardo hubiese muerto.

Bendita seas, hija mía, pensó Malcolm.

– Eso se llama tener vista -apuntó.

– Oiga usted, amigo -le interrumpió Sludgecur cuando en los confines llenos de telarañas de su cerebro se hizo cierta luz sobre aquel tema-. Yo conozco esa historia, y fue Ricardo quien mató a esos niños mientras se encontraban en la Torre.

Otro pez que mordía el anzuelo de Tudor, pensó Malcolm. Habían pasado quinientos años y aquel galés intrigante y advenedizo continuaba liando a algunos. Apenas podía esperar a que su libro se publicase, momento en que la historia de Ricardo se proclamaría a los cuatro vientos como el triunfo de la verdad sobre la casuística Tudor.

Mientras explicaba esta historia Malcolm era la paciencia personificada. La muerte de los príncipes cautivos en la Torre, los dos hijos de Eduardo IV, se había atribuido tradicionalmente a su tío Ricardo, quien los habría asesinado para fortalecer así su posición como rey. Pero no hubo testigos de ese asesinato, y como Ricardo era rey por obra y gracia de una ley del Parlamento, no había motivos para matarlos. Y puesto que no tenía un heredero para el trono, ya que su propio hijo había muerto, como he dicho hace unos momentos, ¿qué mejor manera de asegurar, después de que él muriera, la continuidad de la casa de York en el trono de Inglaterra que declarando legítimos a los dos príncipes…? Pero aquello sólo podía hacerse mediante un decreto papal, y Ricardo ya había enviado a dos emisarios a Roma. ¿Y para qué iba a enviarlos tan lejos si no fuese para arreglar la legitimidad de aquellos dos niños cuyos derechos les había arrancado la conducta lasciva de su padre?

– En efecto, se rumoreó que los niños habían muerto -Malcolm trató de que la bondad se le reflejase en la voz-. Pero ese rumor, que resulta bastante interesante, nunca se había oído hasta justo antes de la invasión de Inglaterra por parte de Enrique Tudor. Quería ser rey, pero no tenía derecho a la corona. De modo que no le quedaba más remedio que desacreditar al monarca reinante. ¿Podía haber una manera más eficaz de hacerlo que propagando el rumor de que los príncipes, que habían desaparecido de la Torre, estaban muertos? Pero yo les propongo una cuestión, señoras: ¿y si no estaban muertos?