Un rumor de admiración recorrió el grupo. Malcolm le oyó comentar a una de las ancianas:
– Qué ojos tan bonitos tiene.
Y al oírlo él se volvió hacia el lugar de donde procedía el sonido de aquella voz. Parecía su abuela. También parecía rica. Se esforzó por mostrarse aún más encantador.
– ¿Y si a los niños los hubiese sacado de la Torre el propio Ricardo para ponerlos a salvo ante un posible levantamiento? Si Enrique Tudor resultaba vencedor en Bosworth Field, aquellos dos niños correrían grave peligro, y el rey Ricardo lo sabía. Tudor estaba prometido en matrimonio con la hermana de los muchachos. Para casarse con ella antes tenía que declararla legítima. Y eso los legitimaba también a ellos. Y el hecho de convertirlos en legítimos hacía que uno de ellos, el joven Eduardo, fuera, por derecho propio, el verdadero rey de Inglaterra. Es decir, que la única manera que tenía Tudor de impedir eso era librándose de ellos. Para siempre.
Malcolm aguardó un momento para permitir que las mujeres asimilaran lo que acababa de decir. Se fijó en que aquella colección de cabezas canosas se giraba hacia Sutton Cheney. Luego hacia el valle que había al norte, donde, en un asta, se veía flotando al viento el estandarte de los sediciosos Stanley. Luego miraron hacia la cumbre de Ambion Hill, donde aquel implacable viento azotaba el jabalí blanco que Ricardo tenía como estandarte. Después miraron ladera abajo, en dirección a las vías de tren donde antaño los mercenarios de Tudor habían formado la línea del frente. Como el enemigo los sobrepasaba ampliamente en número, esperaron a que los Stanley adoptaran una postura, ya fuera a favor del rey o en contra de éste. Si no se inclinaban por apoyar a Tudor con su ejército, todo estaría perdido.
Aquellas damas canosas seguían pendientes de él, según advirtió Malcolm. Pero ganarse a Sludgecur ya era harina de otro costal.
– ¿Y cómo iba Tudor a matarlos si habían desaparecido de la Torre?
Le había dado por golpearse los brazos con las manos, sin duda porque lo que habría querido en realidad habría sido golpear en la cara a Malcolm.
– Porque él no los mató personalmente, aunque sus maquiavélicas huellas se ven por todas partes en ese crimen -le aclaró Malcolm con afán de agradar-. No. Tudor no intervino directamente en el asesinato. Me temo que la situación sea un poco más desagradable todavía. ¿Quieren que sigamos caminando mientras hablamos de ello, señoras?
– También tiene un culito precioso -murmuró una mujer del grupo-. Ese hombre es un auténtico bombón.
Ah, las tenía en el bote. Malcolm estaba encantado con sus dotes de seductor.
Sabía que Betsy, en el dormitorio del primer piso, lo observaba, pues desde allí se veía el campo de batalla. ¿Cómo no iba a observarlo después de la mañana que habían pasado juntos? Vería a Malcolm llevando a aquel grupo de un lugar a otro, se fijaría en que todas las mujeres estaban pendientes de sus palabras, y pensaría que ella también había estado pendiente de él, abrazada a él, hacía menos de dos horas. Y el contraste entre el marido borracho que tenía y su viril amante no se le quitaría de la cabeza, llegando a causarle auténtico dolor.
Así Betsy se daría cuenta de que estaba desperdiciando la vida con Bernie Perryman. Pensaría que tenía cuarenta años y que se encontraba en lo mejor de la vida. Se merecía a alguien mejor que Bernie. Se merecía un hombre que comprendiera los planes de Dios al crear a nuestros primeros padres. Para crear a la mujer había utilizado la costilla del hombre, ¿no? Y al hacerlo así, al tomar las mujeres la forma y sustancia de los hombres, Dios había dejado claro que las mujeres estaban hechas para permanecer junto a los hombres, para vivir al servicio de los hombres, y la contrapartida era que la fuerza superior de éstos las protegiese y les diese cobijo. Pero Bernie Perryman sólo veía una mitad de la ecuación hombre y mujer. Y ella, Betsy, tenía que servirlo, cuidarlo, alimentarlo, procurarle bienestar. Y él Bernie, no tenía que hacer nada. Oh, bueno, claro que había realizado algún débil intento de darle gusto de vez en cuando si estaba de humor y lograba mantener la erección el tiempo suficiente. Pero hacía ya mucho que el whisky le había despojado de cualquier habilidad que hubiera podido tener alguna vez para proporcionarle placer a una mujer. Y en lo que se refiere a comprender las necesidades más sutiles de Betsy, en lo que se refiere a su capacidad para hacerles frente… había que olvidarse por completo de esa parte de la vida.
A Malcolm le gustaba pensar en Betsy; se la imaginaba en el inhóspito dormitorio de la granja alimentando un justo rencor hacia su marido. De ese rencor pasaría a considerar la idea de que él, Malcolm Cousins, era el hombre que necesitaba, y comprendería que todas las demás relaciones que había tenido a lo largo de su vida no eran más que el prólogo para la que ahora mantenía con él. Malcolm y ella estaban hechos el uno para el otro en todos los aspectos. Ésa sería la conclusión a la que tendría que llegar la mujer.
Observándolo allí, en el campo de batalla, recordaría el momento en que se conocieron y el fuego que había existido entre ellos desde el primer día, cuando Betsy empezó a trabajar en el instituto Gloucester Grammar en calidad de secretaria del director. Recordaría la chispa que había prendido cuando Malcolm se acercó a ella y le dijo:
– ¿La mujer de Bernie? -Y la había mirado de arriba abajo apreciando lo que veía sin el menor disimulo-. Pues el bueno de Bernie no me había dicho nada. Y yo que creía que compartíamos hasta los más íntimos secretos.
Y Betsy recordaría que ella le había preguntado:
– ¿Conoces a Bernie?
Se hallaba aún en el rubor de la dicha de recién casada y todavía no se había dado cuenta de que la bebida iba a impedirle a Bernie ocuparse de ella debidamente. Y recordaría muy bien que Malcolm le había respondido:
– Hace muchos años que nos conocemos. Nos criamos juntos, fuimos juntos al colegio y pasábamos las vacaciones vagando por el campo juntos. Incluso compartimos nuestra primera mujer… así que prácticamente somos hermanos de sangre -le había contado muy sonriente. Seguro que ella lo recordaba todavía-. Pero me doy cuenta de que quizás haya un impedimento insalvable para nuestra relación en el futuro, Betsy.
Y le había sostenido la mirada el tiempo suficiente para que ella comprendiera que aquella dicha suya de recién casada no era ni muchísimo menos tan ardiente como la mirada que él le dirigía en aquellos momentos.
Desde aquel dormitorio del piso de arriba Betsy vería que el grupo al que él acompañaba por el campo de batalla estaba formado sólo por mujeres, y empezaría a preocuparse. La distancia que había desde la granja hasta allí le impediría ver que la vetusta audiencia de Malcolm tenía ya un pie en la tumba, de manera que los pensamientos de la mujer irían a parar de modo ineludible a las posibilidades que implicaban las actuales circunstancias de Malcolm. ¿Cómo impedir que una de aquellas mujeres quedase cautivada por el encanto que él irradiaba?
Tales pensamientos la conducirían a la desesperación, que era lo que Malcolm llevaba meses propiciando con aplicación al susurrarle en los momentos más tiernos:
– Oh, Dios mío, si yo hubiera sabido lo que iba a ser para mí tenerte. Y ahora te deseo tanto, por completo… -Y después derramaba algunas lágrimas con la cara oculta en el cabello de Betsy, y le revelaba el profundo sufrimiento que experimentaba sintiéndose al tiempo culpable y gozoso cada vez que retozaba con deleite entre los brazos de la mujer de su antiguo amigo-. Es que no puedo soportar la idea de hacerle daño a Bernie, querida Bets. Si él y tú os divorciaseis… ¿cómo podría yo vivir con ese peso si alguna vez Bernie llegase a saber que he traicionado nuestra amistad?
Betsy recordaría esas cosas en el dormitorio de la granja con la frente apoyada en el frío vidrio de la ventana. Aquella mañana habían pasado tres horas juntos, pero la mujer comprendería que eso no era suficiente. Nunca bastaría con verse a escondidas como hacían, fingiendo indiferencia cuando se encontraban en el instituto. Hasta que formaran pareja legalmente, pues ya lo eran espiritual, mental, emocional y físicamente, Betsy no conseguiría la paz.
Pero Bernie se interponía entre ella y la felicidad, pensaría Betsy. Bernie Perryman, empujado al alcohol por miedo a que la deformación congénita que se había llevado ya de este mundo a su abuelo, a su padre y a sus dos hermanos antes de cumplir los cuarenta y cinco años se lo llevase también a él.
– Tengo el corazón débil -le habría dicho sin duda Bernie a ella, ya que durante los últimos treinta años lo utilizaba como excusa para todo lo que hacía o dejaba de hacer-. No bombea la sangre como debería. No hay más que un ligero revoloteo donde tendría que haber latidos firmes. He de tener cuidado. Tengo que tomar las píldoras.
Pero si Betsy no le recordaba cada día a su marido que se tomara las píldoras, seguro que éste se olvidaría de ellas por completo, e incluso olvidaría el motivo por el que tenía que tomárselas. Era casi como si deseara morir, lo que le sucedía a Bernie Perryman. Era como si aguardase el momento apropiado para dejarla libre a ella, su esposa.
Y una vez que ya fuera libre, pensaría Betsy, el Legado sería suyo. Y el Legado era la llave de su futuro con Malcolm. Porque con esa herencia al fin en su poder podría casarse con Malcolm, y éste dejaría su mal pagado empleo en el instituto Gloucester Grammar.
Contento con su trabajo de investigación, sus escritos y sus conferencias, se sentiría lleno de gratitud hacia ella por haber hecho posible aquella nueva vida. Y agradecido, estaría deseando satisfacer las necesidades de ella.
Y así será, pensaría Betsy.