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Betsy recordaría esas cosas en el dormitorio de la granja con la frente apoyada en el frío vidrio de la ventana. Aquella mañana habían pasado tres horas juntos, pero la mujer comprendería que eso no era suficiente. Nunca bastaría con verse a escondidas como hacían, fingiendo indiferencia cuando se encontraban en el instituto. Hasta que formaran pareja legalmente, pues ya lo eran espiritual, mental, emocional y físicamente, Betsy no conseguiría la paz.

Pero Bernie se interponía entre ella y la felicidad, pensaría Betsy. Bernie Perryman, empujado al alcohol por miedo a que la deformación congénita que se había llevado ya de este mundo a su abuelo, a su padre y a sus dos hermanos antes de cumplir los cuarenta y cinco años se lo llevase también a él.

– Tengo el corazón débil -le habría dicho sin duda Bernie a ella, ya que durante los últimos treinta años lo utilizaba como excusa para todo lo que hacía o dejaba de hacer-. No bombea la sangre como debería. No hay más que un ligero revoloteo donde tendría que haber latidos firmes. He de tener cuidado. Tengo que tomar las píldoras.

Pero si Betsy no le recordaba cada día a su marido que se tomara las píldoras, seguro que éste se olvidaría de ellas por completo, e incluso olvidaría el motivo por el que tenía que tomárselas. Era casi como si deseara morir, lo que le sucedía a Bernie Perryman. Era como si aguardase el momento apropiado para dejarla libre a ella, su esposa.

Y una vez que ya fuera libre, pensaría Betsy, el Legado sería suyo. Y el Legado era la llave de su futuro con Malcolm. Porque con esa herencia al fin en su poder podría casarse con Malcolm, y éste dejaría su mal pagado empleo en el instituto Gloucester Grammar.

Contento con su trabajo de investigación, sus escritos y sus conferencias, se sentiría lleno de gratitud hacia ella por haber hecho posible aquella nueva vida. Y agradecido, estaría deseando satisfacer las necesidades de ella.

Y así será, pensaría Betsy.

En el pub Plantagenet de Sutton Cheney, Malcolm contaba el dinero de las propinas que había recibido por sus explicaciones de aquella mañana. Se había esforzado cuanto había podido, pero aquellas viejecitas australianas habían resultado ser una pandilla de tacañas. En total había sacado las cuarenta libras por la visita y la conferencia, precio baratísimo si se tiene en cuenta la profundidad de la información que impartía, y veinticinco libras en propinas. Gracias a Dios que existía la moneda de una libra, concluyó malhumorado. De no existir, seguro que aquellas viejas guarras y cicateras sólo se habrían desprendido de cincuenta peniques cada una.

Se metió el dinero en el bolsillo justo cuando se abría la puerta del bar y una ráfaga de aire helado entraba en el mismo produciendo un silbido. Las llamas de la chimenea junto a la que se hallaba Malcolm se inclinaron, y en el suelo delante de la misma cayó un poco de ceniza. Malcolm levantó la vista. Bernie Perryman, vestido sólo con botas vaqueras, téjanos azules y una camiseta que llevaba impresas las palabras Team Ferrari, entró en el local tambaleándose debido a la embriaguez. Malcolm trató de encogerse para que el otro no lo viera, pero resultó imposible. Tras la prolongada exposición al viento de Bosworth Field, la necesidad de calor le había hecho colocarse junto al vivo fuego de leña de haya. Y por ello quedaba justo en la línea de visión de Bernie.

– ¡Malkie! -Exclamó jubiloso Bernie; y se puso a hablar a toda prisa, como hacía siempre que se encontraban-. ¡Malkie, viejo amigo! ¿Qué te parece si hacemos una partida de ajedrez? Hay que ver lo que echo de menos nuestras partidas. -Tiritó y se golpeó los brazos con las manos. Tenía los labios prácticamente azules-. Vaya mierda, sopla un viento frío de narices ahí fuera. Ponme un Blackie -le pidió al dueño del bar-. Que sea doble, y date el doble de prisa. -Sonrió y se dejó caer en el taburete que había junto a la mesa de Malcolm-. Y cuéntame, ¿cómo va ese libro, Malcolm? ¿Va a aparecer por fin tu nombre en letra impresa? ¿Has encontrado ya editor?

Y soltó una risita.

Malcolm dejó a un lado cualquier sentimiento de culpabilidad por follarse a la mujer de aquel borracho cada vez que aquel cuerpo suyo de mediana edad estaba por la labor de cumplir. Bernie Perryman se merecía ser un cornudo como castigo por el tormento a que había sometido a Malcolm durante los diez últimos años.

– Nunca me has perdonado por aquella última partida, ¿verdad? -Bernie volvió a sonreír. Cuando el dueño del establecimiento le sirvió el Black Bush se lo metió entre pecho y espalda de un solo trago. Resopló por entre los labios y continuó hablando-: Me ha sentado de primera. -Y pidió otro-. Y cuéntame, Malkie, ¿cómo va ese libro tan largo? ¿Has llegado ya a la parte buena de la historia? Desde luego, te va a resultar difícil probarlo, ¿verdad, amigo? -Malcolm contó hasta diez. A Bernie le sirvieron el segundo whisky doble, que se tragó igual que el primero-. Pero te estoy tomando el pelo sin motivo -le dijo Bernie arrepentido de pronto, como hacen todos los borrachos-. Tú nunca me has jugado una mala pasada… excepto aquella vez en los exámenes para la universidad, claro está… y yo no debería meterme contigo ni hacerte daño. Te deseo lo mejor, de verdad. Es que las cosas nunca salen como uno quiere, ¿no te parece?

Ése era el asunto precisamente, pensó Malcolm. Las cosas, como decía Bernie, tampoco le habían salido bien a Ricardo aquella mañana en Bosworth Field. El conde de Northumberland lo había abandonado, los Stanley lo habían traicionado y un advenedizo que no tenía ni la destreza ni el valor suficiente para enfrentarse al rey personalmente en un combate decisivo había salido victorioso aquel día.

– Anda, cuéntale a Bernie otra vez esa teoría tuya. Me encanta la forma en que ves la historia. De verdad, te lo aseguro. Ojalá existiera alguna manera de probar lo que dices. Ese libro sería decisivo para ti, vaya que sí. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando en él?

Bernie rebañó el interior del vaso de whisky con un dedo sucio y después se lo chupó. Se limpió la boca con el dorso de la mano. Aquella mañana no se había afeitado. Y hacía muchos días que no se bañaba. Durante unos instantes Malcolm sintió lástima por Betsy, que se veía obligada a vivir en la misma casa que aquel hombre odioso.

– He llegado a Isabel de York -le comentó Malcolm en el tono más agradable que pudo teniendo en cuenta la antipatía que sentía por Bernie-. La hija de Eduardo IV. La que luego sería esposa del rey de Inglaterra.

Bernie sonrió mostrando al hacerlo unos dientes a los que les hacía falta una buena limpieza.

– Joder, nunca me acuerdo de esa pájara, Malkie. ¿Por qué crees que será?

Pues porque todo el mundo se olvidaba siempre de Isabel, pensó Malcolm. La primogénita de Eduardo IV por lo general quedaba reducida a una nota a pie de página en los libros de historia, nota en la que se explicaba que era la hermana mayor de los príncipes de la Torre, la obediente hija de Isabel Woodville, un simple peón en la partida de ajedrez que era el poder político y más tarde esposa de Enrique IV, aquel Tudor usurpador. Su papel consistió en llevar en el vientre la semilla de la dinastía, parir los herederos y desvanecerse en el olvido.

Pero la verdad era que había sido una mujer mitad Woodville y llevaba en las venas la sangre de aquel clan intrigante y ambicioso. Que quería ser reina de Inglaterra, igual que antes lo había querido su madre, era algo que había quedado claro en el siglo XVII, cuando sir George Buck escribió (en su History of the Life and Reigne of Richard III [Historia de la vida y el reinado de Ricardo III]) sobre la carta que la joven Isabel le había enviado al duque de Norfolk pidiéndole que actuase como mediador entre el rey Ricardo y ella en el asunto relativo a su matrimonio y asegurándole que ella ya pertenecía al rey de corazón y de pensamiento. Pero que era igual de despiadada que sus dos progenitores se puso de manifiesto por el hecho de que le escribiera dicha carta a Norfolk antes de la muerte de la esposa de Ricardo, la reina Ana.