Pero aun así los dos muchachos desaparecieron y nunca volvió a tenerse noticias de ellos. ¿Qué sucedió, quién se los llevó de allí?
Sólo podía haber una respuesta a esa pregunta: Isabel de York, la hermana de los príncipes, pero también la prometida del recién coronado rey allí mismo, en el campo de batalla.
Al enterarse de la noticia de que su tío había sido derrotado, Isabel habría visto con claridad las opciones que tenía: reina de Inglaterra en el caso de que Enrique Tudor conservase el trono o hermana de un rey jovenzuelo en el caso de que su hermano Eduardo reclamase sus derechos en el momento en que Enrique la legitimase a ella o suprimiera la ley por la que la habían declarado ilegítima con anterioridad. De modo que tenía que elegir entre ser matriarca de una dinastía real o convertirse en un peón político al que darían en matrimonio a cualquiera con quien su hermano deseara formar una alianza.
Sheriff Hutton, donde Isabel residía temporalmente, no se encontraba a mucha distancia de las abadías. Como siempre había sido la sobrina favorita de su tío el rey Ricardo y conocía la inclinación de éste por los asuntos religiosos, habría adivinado, si es que el propio Ricardo no se lo había dicho directamente, dónde estaban escondidos sus hermanos. Y los muchachos se habrían ido con ella por propia voluntad. Al fin y al cabo, era su hermana.
– Soy Isabel de York -le habría dicho al abad con aquella voz imperiosa que le había oído utilizar a menudo a su astuta madre-. Quiero comprobar que mis hermanos están vivos y que se encuentran bien. Y en este mismo instante.
Y su petición se habría cumplido sin mayores dificultades. Los dos jóvenes príncipes, al ver a su hermana mayor por primera vez en quién sabe cuánto tiempo, habrían corrido hacia ella para abrazarla y se habrían vuelto ansiosos hacia el abad cuando Isabel les informase de que había ido a buscarlos por fin… ¿Y quién era el abad para negarle a una princesa real, a quien los niños habían reconocido en persona, que se llevase a sus propios hermanos? Sobre todo en aquella situación, con el rey Ricardo muerto y un hombre sentado en el trono que había dado cumplidas muestras de tener un carácter sanguinario, pues uno de sus primeros actos como rey fue declarar traidores a todos los que habían luchado al lado de Ricardo en Bosworth Field. Tudor no vería con buenos ojos la abadía que se atreviese a dar cobijo a los dos muchachos. Sólo Dios sabía cuál podría ser su venganza si llegaba a localizarlos.
De manera que al abad le pareció que lo más sensato era entregar a Eduardo, el lord Bastardo, y a su hermano Ricardo, duque de York, a la hermana de ambos, Isabel. Y ésta, una vez que tuvo a los muchachos en su poder, se los entregó a alguien. ¿A uno de los Stanley? ¿Al artero conde de Northumberland, que se había ido al norte a servir allí a Enrique Tudor? ¿A sir James Tyrell, en otro tiempo partidario de Ricardo y que recibió dos amnistías de Tudor cuando no había transcurrido ni un año desde que éste subiera al trono?
Fuera quien fuese, una vez que tuvo en sus manos a los príncipes, el destino de éstos quedó sellado para siempre. Y a nadie que desease conservar la vida se le habría ocurrido hacer acusación alguna contra la esposa del monarca reinante, hombre que ya había mostrado su afición a acusar a los demás y a confiscarles las tierras.
Fue un plan brillante por parte de Isabel, pensó Malcolm. Al fin y al cabo, era digna hija de su madre. Conocía el valor que tiene colocar el propio interés por delante de cualquier otra cosa. Además se habría dicho a sí misma que conservar a los niños con vida no haría más que prolongar innecesariamente una lucha por el trono que llevaba librándose ya treinta años. Ella podía poner fin a tanto derramamiento de sangre con sólo verter un poco más. ¿Qué mujer en su posición no habría hecho lo mismo?
El hecho de que Betsy tardase más de tres meses en hacer acopio de valor para darle a Malcolm la dolorosa noticia le proporcionó a éste algún que otro momento de preocupación. Según la composición de lugar que se había hecho mentalmente en lo referente a la cadencia de los sucesos, la mujer tendría que haber acudido a él completamente histérica veinticuatro horas después de descubrir que el Legado no era más que un papel viejo lleno de garabatos. Se habría arrojado en sus brazos llorando y esperando que él la consolase. A fin de enfatizar la calamitosa situación en que se hallaba, habría llevado consigo el papel para mostrarle lo mal que Bernie Perryman había tratado a su amante esposa. Y él, Malcomí, le habría quitado el papel de entre las manos temblorosas, le habría echado un vistazo rápido y superficial, lo habría tirado al suelo y se habría unido al llanto de Betsy, lamentando el fin de todos aquellos sueños que tanto anhelaban. Porque la mujer estaba arruinada y él, que sólo contaba con el sueldo mísero que le pagaban en el instituto Gloucester Grammar, no podía ofrecerle la vida que ella se merecía. Después, tras una memorable y vigorosa ronda de revolcones, Betsy se marcharía dejando en el suelo el desdeñado trozo de papel, olvidándose de él. Y la carta pasaría entonces a ser propiedad de Malcolm. Y cuando le publicasen el libro, cuando las conferencias, las charlas en los programas de televisión, las entrevistas y las giras para presentar el libro empezasen a acumulársele en la agenda, no tendría tiempo para una palurda, para un ama de casa tan obtusa que no había sido capaz de darse cuenta de lo que tenía entre manos.
Ése era el plan. Pero al ver que los acontecimientos no se desarrollaban al ritmo que había previsto, Malcolm sentía pinchazos de preocupación de vez en cuando. Pero se dijo a sí mismo que la renuencia de Betsy a revelar la verdad formaba parte de la divina providencia. Y eso le proporcionaba tiempo para acabar el libro. Y empleó bien ese tiempo.
Como Betsy y él habían decidido que la discreción se imponía tras la muerte de Bernie, sólo se veían en los pasillos del instituto Gloucester Grammar después de que ella se incorporase de nuevo al trabajo. Durante este tiempo Malcolm la llamaba cada noche para practicar el sexo por teléfono, pues se había dado cuenta de que podía mantenerla engrasada y entretenida y al mismo tiempo leer los capítulos anteriores de su obra para hacer las correcciones pertinentes.
Luego por fin, tres meses y cuatro días después del desgraciado fallecimiento de Bernie, Betsy le hizo un comentario en voz baja en el pasillo, justo a la puerta del despacho del director. ¿Podría Malcolm ir a cenar a la granja aquella noche? La mujer no tenía la expresión solemne que a Malcolm le hubiera gustado considerando las desgraciadas circunstancias en que se hallaba y el fin de sus sueños, pero no se preocupó mucho por eso. Betsy ya se había revelado a sus ojos como una actriz asombrosa. No querría que en el instituto se le notase que podía perder los nervios.
Antes de marcharse aquella tarde rebosante de satisfacción al comprender que sus fantasías estaban a punto de hacerse realidad, Malcolm le entregó su dimisión al director. Samuel Montgomery la aceptó con inquietante rapidez, tanta que a Malcolm aquello no le gustó demasiado, y aunque el director disimuló su sorpresa y deleite con una demostración de falso pesar por perder a una persona que era «una verdadera institución en el instituto», Malcolm lo vio saboreando las mieles del triunfo al librarse por fin de un profesor al que consideraba un dinosaurio pedagógico. De modo que ello le proporciono satisfacción de lo que había creído posible, consciente de lo Cuntir que iba a ser la victoria cuando sus teorías marcasen un hito en el estudio de la historia de Inglaterra.
Malcolm no podía sentirse más feliz mientras conducía hacia Windsong Farm aquella noche. El largo invierno de su descontento se había convertido en una hermosa primavera, y sólo faltaban unos minutos para que pudiese deshacer un entuerto que tenía quinientos años de antigüedad y que le forjaría al mismo tiempo un lugar en el panteón de los Grandes Historiadores. Dios es bueno, pensó mientras tomaba la curva y entraba en el largo camino que llevaba a la casa. Era una desgracia que Bernie Perryman hubiera tenido que morir, pero como su muerte había sido en pro de una redención histórica, habría que decir que el fin justificaba sobradamente los medios.