– Ha sido un fallo cardíaco -le dijo Cleve Houghton-. He visto morir así a otras personas.
Pero aunque Lynley hizo un gesto afirmativo con la cabeza, no contestó. Se puso a examinar los restos de frutos secos que cayeron al suelo al abrir la mano de Ralph. Cuando levantó la vista no miró a Cleve, sino más bien al grupo que se alejaba. Y se quedó observándolos mientras hacía conjeturas, porque estaba muy claro para Thomas Lynley, natural de aquella tierra, aunque para nadie más de momento, que a Ralph Tucker lo habían asesinado.
Mientras Noreen Tucker lloraba hundida en un sillón Chippendale de incalculable valor y Helen Clyde se le acercaba y le ponía una mano en el hombro para consolarla, la puerta se cerró tras el grupo. Al cabo de unos momentos la guía les sugirió que admirasen el salón, en especial los extraordinarios trabajos en escayola del techo. Se llamaba el salón del rey Eduardo, les dijo la muy alicaída guía, y tomaba el nombre de la estatua de Eduardo IV que descansaba en la repisa de la chimenea. Era una estatua realizada a tres cuartos del tamaño real, les explicó, porque a diferencia de la mayoría de los hombres de su tiempo, Eduardo IV medía bastante más de un metro ochenta de altura. De hecho, cuando entró a caballo en Londres el 26 de febrero de 1460…
Francamente, nadie acababa de creer que la joven guía continuase hablando. Había algo indecente en el hecho de que les pidiera que admirasen las lámparas del techo, el papel de las paredes, los muebles del siglo XVIII, los jarrones chinos y la chimenea francesa, cuando se hallaban en presencia de la muerte, de la muerte de Ralph Tucker. No importaba que aquel hombre no significara nada para ninguno de ellos. El hecho era que estaba muerto, y por respeto a este fallecimiento deberían haber dejado correr el resto de la visita.
Así que todos se sentían inquietos e incómodos. El aire estaba bastante cargado. Parecía que fuesen a perder la compostura de un momento a otro. Cuando por fin Cleve Houghton se reunió con ellos en el comedor de invierno y les dio la noticia de que se habían llevado el cadáver de Ralph Tucker, también les comunicó que Thomas Lynley había mandado llamar a la policía.
– ¿A la policía? -repitió en voz baja Emily Guy, horrorizada por las implicaciones que eso llevaba consigo.
Y pronto se corrió la noticia entre los restantes miembros del grupo. Los alumnos de la clase de Historia de la Arquitectura Británica empezaron a mirarse unos a otros llenos de desconfianza y recelo.
Todos sabían que tenían que haber sido los frutos secos. No obstante, la pregunta que se hacían era la misma: por qué alguien en este mundo o en cualquier otra parte iba a querer asesinar a Ralph Tucker. A Noreen Tucker sí, pues no había parado de meter la nariz en los asuntos de los demás desde el primer día. Y, desde luego, de todos los alumnos era la que menos probabilidades tenía de ganar el Premió a la Concordia. Y tal vez también a Sam Cleary, a quien su mujer habría podido cargarse por transgredir los votos matrimoniales un número excesivo de veces para su gusto. O incluso a la propia Frances, a quien quizás Sam hubiese deseado eliminar para tener así vía libre e intentar llegar a Algo Más con Polly Simpson. Pero… ¿a Ralph? No. No tenía el menor sentido.
Así pues, los pensamientos de todos iban en la misma dirección. Fue al pensar en Polly Simpson cuando algunos recordaron un detalle terrible pero significativo: Polly también había comido frutos secos de los que llevaba Ralph Tucker, y además no era la primera vez. Porque ¿acaso no había metido la mano en la bolsa de frutos secos en la primera excursión que habían hecho días antes, cuando Ralph, en un momento de cordialidad que no había vuelto a repetirse, ofreció frutos secos a todos los que viajaban en el autocar a modo de merienda al volver a Cambridge después de un largo día viendo edificios antiguos en Norfolk? Sí, en efecto. Polly era la única que había aceptado los frutos secos. Así que cabía dentro de lo posible que hubieran intentado asesinarla a ella, y que Ralph Tucker no hubiese sido más que una desafortunada víctima a la que se había liquidado de paso.
Eso hizo que más de una persona mirase a Polly con cierta preocupación mientras esperaba alguna señal de que también se iba a desplomar debido a la misma sustancia que había tomado Ralph. Incluso alguien sugirió en voz baja que quizás fuese mejor que Polly se encerrara en el lavabo e intentase vomitar, por si acaso. Pero ésta, que no parecía comprender del todo lo que querían darle a entender, se limitó a hacer una mueca de asco al oír la sugerencia y continuó haciendo fotografías, si bien se la notaba con mucha menos vitalidad de lo que era habitual en ella.
La muerte producida por unos frutos secos hizo que todas aquellas personas le diesen vueltas en la cabeza a la cuestión del veneno. Y ello las obligó a preguntarse cómo iba alguien a conseguir veneno en Cambridge. No podía entrar así como así en la farmacia y pedir algo que actuase con rapidez, que no dejase rastro y que fuera limpio. De modo que cabía pensar, sin salirse de los límites de lo razonable, que quienquiera que fuese el asesino había traído de casa el veneno en cuestión. Y eso obligó a pensar seriamente a aquellas personas en Noreen Tucker, y les hizo considerar si la devoción que ésta sentía por el querido Ralph sería en realidad lo que parecía.
El grupo se encontraba en la biblioteca cuando Thomas Lynley y su acompañante volvieron a reunirse con ellos; Lynley examinó con mirada reflexiva a todos los presentes. La mujer, a quien el policía había puesto al tanto de todo mientras metían en la ambulancia al pobre Ralph, hizo lo propio. La pareja se separó y se mezclaron con el grupo situándose en lugares distintos. No prestaron la más mínima atención a lo que decía la guía, sino que se concentraron en los visitantes de Abinger Manor.
De la biblioteca fueron a la capilla acompañados del sonido de sus propios pasos, de la voz de la guía, que producía eco entre aquellas paredes, y de algún que otro disparo de cámara fotográfica. Lynley se movía entre el grupo sin dirigirle la palabra a nadie excepto a su compañera, con la que cruzó unas palabras al llegar a la puerta. Y a continuación se separaron de nuevo. De la capilla se dirigieron a la sala de armas. De allí a la sala de billar. Luego a la sala de música. Desde allí bajaron dos tramos de escaleras y entraron en la cocina. Habían transformado la despensa situada detrás de la misma en tienda de regalos, y los alemanes se dirigieron hacia allí mientras los americanos hacían lo propio. En ese momento habló Lynley.
– Les ruego que permanezcan juntos -les pidió mientras ellos empezaban a dispersarse-. Hagan el favor de quedarse un momento aquí, en la cocina. -Los alemanes protestaron ligeramente. Los americanos no dijeron nada-. Me temo que tendremos que hacer ciertas consideraciones, pues hay un problema referente a la muerte del señor Tucker.
– ¿Un problema? -preguntó Sam Cleary.
– ¿Qué ocurre? -quiso saber alguien.
– ¿Qué tenemos nosotros que ver? -inquirió otro.
– Ha sido un fallo cardíaco -aseguró Cleve Houghton-. He visto lo suficiente como para decirle…
– Yo también -le interrumpió un hombre con fuerte acento. El comentario lo había hecho un miembro del grupo de alemanes, y no parecía hacerle ninguna gracia que les volvieran a estropear la visita-. Soy médico. Yo también he visto casos de muerte por insuficiencia cardiaca. Yo sé lo que veo.
Cosa que, naturalmente, hizo que surgiera la pregunta de por qué aquel hombre no había hecho nada por ayudar durante la crisis, pero nadie comentó nada al respecto. En cambio Thomas Lynley extendió la mano. En la palma tenía media docena de semillas.