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El colisionador de hadrones eran en realidad dos aceleradores en uno: uno aceleraba las partículas en sentido horario, y el otro en el contrario. Podía hacerse chocar un rayo de partículas lanzado en un sentido con otro disparado en dirección contraria, y entonces…

Y entonces E=mc2, por supuesto.

La ecuación de Einstein se limitaba a decir que la materia y la energía eran intercambiables. Si hacías chocar partículas a la velocidad suficiente, la energía cinética de la colisión podía convertirse en partículas exóticas.

El LHC había sido activado en 2006, y durante sus primeros años de trabajo había realizado colisiones entre protones, produciendo energías de hasta catorce trillones de electrón-voltios.

Pero ahora era el momento de pasar a la Fase Dos, y Lloyd Simcoe y Theo Procopides habían dirigido al equipo que diseñara el primer experimento. En la Fase Dos, en vez de hacer chocar protones con protones, se usarían núcleos de plomo, cada uno doscientas diecisiete veces más pesado que un protón. Las colisiones resultantes producirían mil ciento cincuenta trillones de electrón-voltios, sólo comparables al nivel energético del universo una billonésima de segundo después del Big Bang. En esos niveles de energía, Lloyd y Theo deberían haber producido el bosón de Higgs, una partícula que los físicos llevaban medio siglo persiguiendo.

En lugar de ello, habían producido muerte y destrucción de proporciones planetarias.

Gaston Béranger, director general del CERN, era un hombre compacto e hirsuto con una nariz afilada y aguileña. Había estado sentado en su despacho en el momento del fenómeno. Era la oficina más grande del campus del CERN, con una generosa mesa de conferencias de madera real directamente frente a su escritorio y un bar bien surtido con un espejo detrás. Béranger ya no bebía; no había nada más difícil que ser alcohólico en Francia, donde el vino corría en cada comida; Gaston había vivido en París hasta su asignación al CERN. Pero cuando los embajadores llegaban para ver en qué se gastaban sus millones, necesitaba ser capaz de servirles una copa sin mostrar lo desesperado que estaba por unirse a ellos.

Por supuesto, Lloyd Simcoe y su compañero Theo Procopides estaban realizando su gran experimento en el LHC aquella tarde; podía haber limpiado su agenda para estar presente, pero había otros asuntos importantes, y si presenciaba cada puesta en marcha de los aceleradores, nunca conseguiría sacar el trabajo adelante. Además, necesitaba preparar la reunión de la mañana siguiente con un equipo de Gec Alsthom, y…

—¡Recoge eso!

Gaston Béranger no tenía duda de dónde estaba: era su casa, en el margen derecho de Ginebra. Las estanterías de Ikea eran las mismas, así como el sofá y el sillón. Pero el televisor Sony y su soporte habían desaparecido. En su lugar se encontraba lo que debía de ser un monitor plano, montado en la pared donde antes estuviera el televisor. Mostraba un partido internacional de lacrosse. Uno de los equipos era claramente el español, pero no reconoció al otro, que vestía camiseta verde y púrpura.

Un joven había entrado en el cuarto, pero Gaston no lo reconoció. Llevaba lo que parecía ser una chaqueta de cuero negro, y la había arrojado a un extremo del sofá, cayendo al suelo alfombrado por encima del respaldo. Un pequeño robot, no mucho mayor que una caja de zapatos, rodó desde debajo de una mesa y se acercó a la prenda. Gaston señaló al robot con un dedo y gritó “¡Arrêt!”. La máquina se congeló y, después de un momento, se retiró de vuelta a la mesa.

El joven se dio la vuelta. Parecía tener unos diecinueve o veinte años. En la mejilla derecha mostraba lo que parecía el tatuaje animado de un rayo, que se abría paso por el rostro juvenil en cinco pequeños saltos, repitiendo el ciclo una y otra vez.

Al girarse, el lado izquierdo de su cara se hizo visible… en un horrendo espectáculo: los músculos y vasos sanguíneos eran claramente visibles, como si de algún modo se hubiera tratado la piel con un producto que la hubiera hecho transparente. La mano derecha del joven estaba cubierta con un guante exoesquelético, extendiendo sus dedos en largos apéndices mecánicos rematados en puntas plateadas tan brillantes como afiladas.

—¡Te he dicho que recojas eso! —repitió Gaston en francés; al menos, era su propia voz, aunque no tuviera deseo alguno de pronunciar aquellas palabras—. Mientras sea yo quien te pague la ropa, la tratarás con el cuidado apropiado.

El joven observó a Gaston. Estaba convencido de no conocerlo, pero le recordaba a… ¿a quién? Era difícil asegurarlo con aquel espectral rostro semitransparente, pero la frente alta, los labios finos, los ojos gris carbón, la nariz aguileña…

Las puntas afiladas de las extensiones digitales se retrajeron con un sonido mecánico, y el muchacho cogió la chaqueta entre el pulgar y el índice artificiales, sosteniéndola como si fuera algo desagradable. La mirada de Gaston lo siguió mientras el muchacho se movía por el salón. Mientras tanto, no pudo evitar reparar en que muchos otros detalles estaban cambiados: el patrón familiar de libros en las estanterías había cambiado por completo, como si alguien lo hubiera reorganizado todo en un momento dado. Y, de hecho, parecía haber muchos menos volúmenes de lo que era habitual; parecía que alguien hubiera purgado la biblioteca familiar. Otro robot, éste de forma arácnida y del tamaño de una mano humana extendida, trabajaba en las estanterías, aparentemente limpiando el polvo.

En una pared donde había estado la reproducción enmarcada del Le Moulin de la Galette de Monet había ahora un nicho con lo que parecía una escultura de Henry Moore; pero no, no podía haber ahí nicho alguno. Aquella pared era la medianera con la casa contigua. Debía de ser en realidad una pieza plana, un holograma o algo similar, colgado de la pared para dar ilusión de profundidad; de ser así, el efecto era absolutamente perfecto.

Las puertas del armario también habían cambiado; se abrieron solas al acercarse el chico, que sacó una percha y colgó la chaqueta. Después devolvió la percha al armario… y la chaqueta cayó de ella al suelo del compartimento.

La voz de Gaston saltó de nuevo.

—Maldita sea, Marc, ¿no puedes tener más cuidado?

Marc…

¡Marc!

¡Mon Dieu!

Por eso le parecía familiar.

Un parecido familiar.

Marc. El nombre que Marie-Claire y él habían elegido para el hijo que aún no había nacido.

Marc Béranger.

Gaston ni siquiera había sostenido todavía al bebé en sus manos, no lo había ayudado a eructar sobre su hombro, no le había cambiado los pañales, y allí estaba, un hombre crecido, un hombre aterrador y hostil.

Marc observó la chaqueta tirada, con las mejillas aún enrojecidas, pero se alejó del armario, dejando que las puertas se cerraran a su espalda.

—Maldita sea, Marc —dijo la voz de Gaston—. Me estoy cansando de tu actitud. Si sigues comportándote así, nunca conseguirás un empleo.

—Que te jodan —dijo el muchacho con una voz profunda y un tono de desdén.

Aquellas fueron las primeras palabras de su hijo. Nada de “mamá” o “papá”, sino “que te jodan”.

Y, como si quedara alguna duda, Marie-Claire entró en el campo de visión de Gaston justo entonces, apareciendo desde detrás de otra puerta deslizante.

—No le hables así a tu padre —le dijo.

Gaston estaba atónito; aquella era Marie-Claire, no había duda, pero se parecía más a su madre que a ella. El cabello era blanco, el rostro surcado por las arrugas y había engordado sus buenos quince kilos.

—Que te jodan a ti también —dijo Marc.

Gaston sospechaba que su voz protestaría.

—No le hables así a tu madre. —No se sintió defraudado.