Выбрать главу

Y entonces…

La gloriosa, sanadora oscuridad, el tren acelerando mientras Theo se desplomaba sobre el diminuto tablero de mandos.

Dos días después.

Theo se encontraba en la sala de control del LHC. Estaba atestada, pero no por científicos o ingenieros, ya que prácticamente todo estaba automatizado: había decenas de periodistas, todos ellos tumbados en el suelo. Jake Horowitz estaba allí, por supuesto, así como los invitados especiales de Theo, el detective Helmut Drescher, con el brazo en cabestrillo, y su joven esposa.

Theo comenzó la retrocuenta y se tumbó con los demás en el suelo, esperando a que sucediera.

31

Lloyd Simcoe pensaba a menudo en su hija de siete años, Joan, que ahora vivía en Japón. Por supuesto, cada pocos días hablaban por videófono, y Lloyd trataba de convencerse de que verla y oírla era tan satisfactorio como abrazarla, como hacerla rebotar en su rodilla, como apretar su mano mientras paseaban por el parque, como limpiar sus lágrimas cuando se caía y se lastimaba una rodilla.

La amaba enormemente y estaba orgulloso de ella más allá de lo que podía describir. Sí, a pesar de su nombre occidental, no se parecía en nada a él; sus rasgos eran totalmente asiáticos. De hecho, se parecía muchísimo a la pobre Tamiko, la hermana a la que nunca había conocido. Pero su aspecto no importaba; la mitad de Joan procedía de Lloyd. Más que su premio Nóbel, más que los trabajos que había publicado solo o con otros, ella era su inmortalidad.

Y aunque procedía de un matrimonio que no había durado, Joan lo llevaba bien. Sí, Lloyd no dudaba que en ocasiones desearía que su padre y su madre siguieran juntos, pero había asistido a la boda de su padre con Doreen, quedándose con el corazón de todos los presentes al ir echando las flores para la mujer que pronto sería su madrastra.

Madrastra. Medio hermana. Ex mujer. Ex marido. Nueva esposa. Permutaciones; la panoplia de interacciones humanas, de formas de constituir una familia. Casi nadie seguía casándose en grandes ceremonias, pero Lloyd había insistido. Las leyes en casi todos los estados y provincias de Norteamérica decían que, si dos adultos vivían juntos el tiempo suficiente, estaban casados; si dejaban de vivir juntos, dejaban de estarlo. Así de simple, sin más papeleos y sin el dolor que los padres de Lloyd habían padecido, sin la histeria y el sufrimiento que Dolly y él habían presenciado, conmocionados mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor.

Pero Lloyd había querido la ceremonia; antes lo había rechazado por el miedo a crear otro hogar roto (una expresión que, había advertido, en la última edición del Merriam-Webster calificaban como “arcaica”). Estaba decidido a no volver a sentirse amilanado por el pasado, así que Doreen y él lo habían hecho a lo grande: una estupenda fiesta, había dicho todo el mundo, una noche para recordar, llena de bailes, música, risa y amor.

Doreen ya había pasado la menopausia cuando se conocieron. Por supuesto, en aquellos tiempos ya había procedimientos y técnicas para haber tenido un hijo, de haberlo deseado. Lloyd estaba más que dispuesto; ya era padre, pero no le negaría a ella la posibilidad de ser madre. Pero Doreen había rechazado la idea. Estaba contenta con su vida antes de conocer a Lloyd, y la disfrutaba aún más ahora que estaban juntos. Pero no anhelaba los hijos, no buscaba la inmortalidad.

Ahora que Lloyd se había retirado, pasaban mucho tiempo en la cabaña de Vermont. Por supuesto, las visiones de ambos los habían situado en aquel lugar. Rieron mientras amueblaban el dormitorio, haciendo que tuviera el aspecto exacto que había tenido entonces, colocando con esmero la vieja mesilla de aglomerado y el espejo de pino nudoso.

Allí estaban, tumbados de lado en la cama; ella vestía incluso la camisa Tilley azul oscura. A través de la ventana podían ver los árboles vestidos con los gloriosos colores del otoño. Sus dedos estaban entrelazados. La radio estaba encendida, contando los segundos que restaban hasta la llegada de los neutrinos de Sanduleak.

Lloyd sonrió a Doreen. Ya llevaban casados cinco años. Él suponía que, siendo hijo de un divorcio y estando a su vez divorciado, no debía tener pensamientos ingenuos sobre estar con Doreen hasta la muerte, pero a pesar de todo no dejaba de sentirlo así. Lloyd y Michiko habían encajado muy bien, pero él y Doreen eran perfectos. Ella había estado casada una vez, pero el matrimonio se había roto hacía ya veinte años. Había supuesto que nunca volvería a casarse, por lo que se había acostumbrado a vivir sola.

Y entonces se conocieron, el físico ganador del Nóbel y la pintora, dos mundos totalmente distintos, en muchos aspectos más dispares que el Japón de Michiko y la Norteamérica de Lloyd; pero a pesar de todo habían encajado a la perfección y el amor había surgido entre ambos; ahora él dividía la vida en dos partes, antes y después de Doreen.

La voz de la radio seguía desgranando los segundos.

—Diez segundos. Nueve. Ocho.

La miró y sonrió, y ella le devolvió el gesto.

—Seis. Cinco. Cuatro.

Lloyd se preguntó lo que vería en el futuro, pero había una cosa que no dudaba en ningún momento.

—¡Dos! ¡Uno!

Deparara lo que deparase el porvenir, Doreen y él estarían siempre juntos.

¡Cero!

Lloyd recibió una breve imagen fija de él y Doreen, mucho mayor, mayor de lo que hubiera creído posible para ellos, y entonces…

Sin duda, no morirían. Sin duda, si su conciencia hubiera dejado de existir, no vería nada.

Su cuerpo podía haberse ajado, pero… un rápido vistazo, el destello de una imagen…

Un nuevo cuerpo, todo plata y oro, suave y brillante…

¿Un androide? ¿Una forma robótica para su conciencia humana?

¿O un cuerpo virtual, nada más (o menos) que una representación del interior de un ordenador?

Su perspectiva cambió.

Ahora contemplaba la Tierra desde cientos de kilómetros de altura. Nubes blancas la cubrían por todas partes, y el sol se reflejaba en los vastos océanos.

Pero…

Pero, en el breve instante en el que percibió aquello, pensó en que quizá no se trataba del océano, sino del continente de Norteamérica, resplandeciente, su superficie cubierta por una red de metal y maquinaria, todo el planeta convertido literalmente en una Gran Telaraña Mundial.

Y entonces su perspectiva cambió otra vez, pero de nuevo contempló la Tierra, o lo que pensó que podía ser la Tierra. Sí, sí, lo era sin duda, pues allí estaba la Luna alzándose. Pero el Océano Pacífico era menor, cubriendo sólo un tercio de lo que alcanzaba a ver, y la costa oeste de Norteamérica había cambiado de forma radical.

El tiempo restallaba; los continentes habían tenido milenios para desplazarse a nuevas ubicaciones.

Y siguió desplazándose…

Vio la luna girando cada vez más lejos de la Tierra, y entonces…

Pareció algo instantáneo, pero quizá hubiera tomado miles de años: la Luna desmoronándose en la nada.

Otro cambio…

Y la propia Tierra reduciéndose, menguando, encogiéndose, empequeñeciendo hasta ser un mero guijarro, y entonces…

Otra vez el sol, pero…

Increíble.

El sol estaba ahora parcialmente enfundado en una esfera metálica, capturando cada fotón de energía generado. La Luna y la Tierra no se habían desmoronado… habían sido desmanteladas. Material en bruto.

Lloyd prosiguió su viaje. Vio…

Sí, había sido inevitable; sí, había leído al respecto hacía incontables años, pero nunca hubiera pensado que viviría para verlo.

La Vía Láctea, el remolino de estrellas que la humanidad llamaba hogar, chocaba contra Andrómeda, su vecina, de mayor tamaño; los dos remolinos se fundían y el gas interestelar brillaba cegador.