Un dios…
Pero en un universo vacío, estéril, sin inteligencia.
Al fin acabó su viaje en el tiempo. Había llegado a su destino, a la apertura; la consciencia de aquel año lejano (si es que la palabra “año” conservaba algún significado, ahora que el mundo cuya órbita lo había definido no existía desde hacía tiempo) había sido evacuada hasta reinos aún más remotos, dejando un sitio que ocupar con la suya.
Claro que el universo estaba abierto. Claro que existiría eternamente. El único modo para que una consciencia del pasado pudiera estar saltando adelante era que existiera un punto aún más lejano al que pudiera moverse la conciencia del presente; si el universo fuera cerrado, el desplazamiento temporal nunca se hubiera producido. Tenía que ser una cadena interminable.
Y ahora, frente a él, se abría el futuro lejano.
Siendo joven, Lloyd había leído La máquina del tiempo, de H.G. Wells y le había atormentado durante años. Pero no por el mundo de los eloi y los morlocks; incluso siendo pequeño, reconocía que se trataba de una alegoría, una obra moral sobre la estructura de clases de la Inglaterra victoriana. No, aquel mundo del 802.701 no era lo que le impresionó. Pero el viajero temporal de Wells hacía en el libro otro viaje, saltando millones de años hacia delante, hasta el ocaso del mundo, cuando las fuerzas de las mareas detuvieron la rotación de la Tierra, de modo que siempre se mostraba la misma cara hacia el sol, rojo e hinchado, un funesto ojo en el horizonte, mientras seres similares a los cangrejos se desplazaban lentamente por una playa.
Pero lo que tenía frente a él parecía aún más sombrío. El cielo era oscuro; las estrellas se habían separado tanto las unas de las otras que sólo unas pocas eran visibles. El único alivio era que esas estrellas, ricas en metales forjados en las generaciones de soles que les habían precedido, brillaban con colores nunca vistos en el joven universo que Lloyd había conocido: había estrellas esmeralda, y púrpura, y turquesa, como gemas en el firmamento de terciopelo.
Y ahora que había llegado a su destino, seguía sin tener el control de su cuerpo sintético; era un pasajero tras unos ojos de cristal.
Sí, seguía siendo sólido, y conservaba su forma física. De vez en cuando alcanzaba a advertir lo que parecía ser un brazo, perfecto, inmaculado, más como metal líquido que como algo biológico, apareciendo y desapareciendo de su campo de visión. Estaba en una superficie planetaria, una vasta llanura de polvo blanco que podría ser nieve, o roca pulverizada, o cualquier otra cosa totalmente desconocida para la patética ciencia de hacía miles de millones de años. No había señal de edificaciones; si uno disfrutaba de un cuerpo indestructible, quizá no se necesitara ni deseara refugio. El planeta no podía ser la Tierra, que había desaparecido hacía mucho, pero la gravedad era similar. No captaba olor alguno, pero sí sonidos; extraños, etéreos sonidos, algo entre un céfiro y música de viento.
Vio que su campo de visión cambiaba al girar. No, no era eso. No había girado, sino que había desviado la atención a otro grupo de entradas, unos ojos en la parte trasera de la cabeza. Bueno ¿y por qué no? Si ibas a fabricarte un cuerpo, bien se podían resolver los problemas del original.
Y, en este nuevo campo de visión, vio otra figura, otra esencia humana encapsulada. Para su sorpresa, el rostro no era liso, no era un simple ovoide. Tenía rasgos intrincados, delicadamente tallados; y si el cuerpo de Lloyd parecía de metal líquido, el otro fluía de mármol verde, veteado, pulimentado, hermoso, una estatua encarnada.
No había nada masculino ni femenino en su forma, pero supo al instante de quién se trataba. Doreen, por supuesto, su esposa, su amada, aquella con la que había deseado pasar la eternidad.
Pero entonces estudió el rostro, los rasgos tallados, los ojos…
Los ojos de almendra.
Y entonces…
Lloyd estaba tumbado en la cama cuando comenzó el experimento, con su mujer al lado. No había modo de hacerse daño cuando perdieran el conocimiento.
—Ha sido increíble —dijo Lloyd cuando terminó—. Absolutamente increíble.
Giró la cabeza, buscó la cabeza de Doreen y la miró.
—¿Qué has visto? —preguntó.
Ella usó la otra mano para apagar la radio, y vio que estaba temblando.
—Nada.
Su corazón dio un vuelco.
—¿Nada? ¿Ninguna visión?
Ella negó con la cabeza.
—Oh, cariño. Lo siento.
—¿Cuánto avanzaste? —preguntó ella. Debía de estar preguntándose cuánto tiempo se había perdido.
Lloyd no sabía cómo expresarlo con palabras.
—No estoy seguro —dijo. Había sido un viaje asombroso… pero le destrozaba pensar que Doreen no viviría para verlo.
Ella trató de parecer fuerte.
—Soy mayor —dijo—. Creía que podría vivir otros veinte o treinta años, pero…
—Estoy seguro de que vivirás —dijo él, intentando mostrar convicción—. Estoy seguro.
—Pero tú tuviste visión…
Lloyd asintió.
—Pero fue… fue de un tiempo muy alejado de éste.
—Enciende la televisión —dijo Doreen al aire; parecía nerviosa—. ABC.
Uno de los cuadros de la pared se convirtió en una pantalla. Doreen se incorporó para ver mejor.
—…gran decepción —dijo la reportera, una mujer blanca de unos cuarenta años—. De momento, nadie ha informado de una visión durante el “apagón”. La reproducción del experimento en el CERN pareció funcionar, pero nadie aquí en ABC News, ni en cualquier otra parte que nos haya llamado, ha informado de visiones. Todo el mundo simplemente perdió el conocimiento durante… las primeras estimaciones indican que puede haber pasado hasta una hora mientras duraba la inconsciencia. Como a lo largo del día, Jacob Horowitz se une a nosotros desde el CERN; el Dr. Horowitz formó parte del equipo que produjo el primer fenómeno de desplazamiento temporal, hace veinte años. Doctor, ¿qué significa esto?
Jake se encogió de hombros.
—Bueno, asumiendo que se produjo un desplazamiento temporal, y aún no estamos seguros de ello, por supuesto, debe de haber sido a un tiempo lo bastante lejano en el futuro como para que todos los que en este momento estamos vivos… bueno, no hay un modo agradable de decirlo ¿no? En el que todos los que ahora vivimos hayamos muerto. Si el desplazamiento hubiera sido de ciento cincuenta años, por ejemplo, no es de extrañar, pero…
—Silencio —dijo Doreen, desde la cama—. Pero tú has tenido una visión —dijo a su marido—. ¿Fue tan lejos como dice?
Lloyd negó con la cabeza.
—Más —dijo suavemente—. Mucho más.
—¿Cuánto?
—Millones. Miles de millones.
Doreen no pudo reprimir la risa.
—¡Oh, venga, cariño! Debe de haber sido un sueño. Es evidente que estarás vivo en el futuro, pero soñando.
Lloyd pensó en aquello. ¿Tendría razón? ¿Podía no haber sido más que un sueño todo aquello? Pero había sido tan vívido, tan real…
Y tenía sesenta y seis años, por el amor de Dios. Por muchos años que hubiera saltado en el futuro, si él había tenido una visión otros más jóvenes la hubieran tenido también. Pero Jake Horowitz tenía veinticinco años menos, y sin duda ABC News tenía personal de veinte o treinta años.
Y ninguno había informado de visión alguna.
—No sé —dijo al fin—. No me pareció un sueño.
32
El futuro podía cambiarse. Lo habían descubierto cuando la realidad se desvió desde lo visto en las primeras visiones. Sin duda, aquel futuro también podía alterarse.