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—No estoy seguro de querer hacer esto sin ella.

—Sin duda, Doreen desearía que usted aceptara, aun dejándola atrás. Y, disculpe mi brusquedad, pero ni es su primera esposa ni usted su primer marido. No pretendo denigrar el amor que sienten, pero puedo decir, de forma literal, que ustedes son meras fases en sus respectivas vidas.

—¿Y si elijo no participar?

—Mi especialidad es la farmacéutica, Dr. Simcoe. Si decide no participar, o si finge su aceptación pero nos da motivos para dudar de su sinceridad, se le inyectará mnemonasa, que destruirá su memoria a corto plazo. Olvidará todo este encuentro. Si realmente no desea la inmortalidad, por favor elija esa opción; es indolora y no produce efectos duraderos. Ahora, Dr. Simcoe, necesito su respuesta. ¿Qué decide?

Doreen recogió a Lloyd en el aeropuerto de Montpellier.

—¡Gracias a Dios que estás aquí! —dijo ella en cuanto lo vio salir de la sala de equipajes—. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué perdiste el primer vuelo?

Lloyd abrazó a su mujer; Dios, cuánto la amaba, y cómo odiaba estar separado de ella. Pero entonces negó con la cabeza.

—Fue la cosa más estúpida. Me olvidé por completo de que el vuelo de vuelta era a las cuatro en punto. —Se encogió de hombros y le mostró una leve sonrisa—. Creo que me estoy haciendo viejo.

33

Theo estaba sentado en su despacho. Por supuesto, una vez había pertenecido a Gaston Béranger, pero su cargo de cinco años había expirado hacía mucho, y en aquellos tiempos el CERN no era lo bastante grande como para requerir un director general. De modo que Theo, como director del CTT, lo había hecho suyo. El viejo Gaston seguía vivo y era profesor emérito de Física en la Universidad de París, en Orsay. Él y Marie-Claire seguían felizmente casados, y tenían un hijo laureado en sus estudios, además de una hija.

Theo se descubrió mirando por la ventana. Había pasado un mes desde el gran apagón, el salto al futuro en el que todo el mundo había perdido la conciencia durante una hora. Pero Klaatu se hubiera enorgullecido de ellos: no se había informado de una sola baja en todo el planeta.

Él continuaba vivo y había evitado su propio asesinato. Seguiría adelante, pero ¿quién sabía por cuánto tiempo? Sin duda, algunas décadas más. Podía alquilar unos cuantos años.

Y de repente se dio cuenta de que no sabía qué iba a hacer con todo ese tiempo.

Era otoño, demasiado tarde para oler las rosas de forma literal, pero ¿y figurada?

Se levantó, dejó que la puerta interior del despacho se deslizara a un lado, repitió el proceso con la exterior y se dirigió al ascensor. Bajó a la planta baja, recorrió el pasillo, atravesó el vestíbulo y salió del edificio.

Estaba nublado, pero se puso las gafas de sol.

Siendo un adolescente, había corrido desde Maratón a Atenas. Cuando terminó, pensó que el corazón no dejaría nunca de latir, aunque estuviera sin aliento. Recordaba el momento a la perfección, cruzando la línea de meta y completando la histórica carrera.

También se acordaba con claridad de otros momentos, por supuesto. Su primer beso, su primer encuentro sexual, imágenes específicas (postales mentales) de su viaje a Hong Kong, la graduación de la universidad, el día en que conoció a Lloyd, la rotura del brazo jugando al lacrosse. Y, por supuesto, su primer experimento con el LHC, el corte…

Pero…

Pero todos esos momentos nítidos, esos recuerdos… todos pertenecían a hacía dos décadas o más.

¿Qué había sucedido últimamente? ¿Qué grandes experiencias, qué pesares exquisitos, qué cumbres inconmensurables podía recordar?

Caminó. El aire era fresco, tonificante. Le daba a todo claridad, definición, forma, una claridad que había echado de menos desde…

Desde que comenzó a investigar su propia muerte.

Veintiún años obsesionado con una única cosa.

¿Tenía Acab recuerdos nítidos? Sí, claro: la pérdida de su pierna, sin duda. Pero, ¿y después de aquello, después de comenzar su búsqueda? ¿Fue todo un borrón, mes tras mes, año tras año, en el que se difuminaba todo y todos?

Pero no. Theo no era Acab, no era un fanático. Había encontrado tiempo para hacer muchas cosas entre el 2009 y hoy, aquí, en el 2030.

Pero…

Pero nunca se había permitido hacer planes para el futuro. Sí, había seguido con su trabajo y había ascendido varias veces, pero…

Una vez leyó un libro sobre un hombre que descubría a los diecinueve años que corría el peligro de contraer la enfermedad de Huntington, un desorden hereditario que le restaría facultades para cuando llegara a la mediana edad. El hombre se dedicó por completo a la tarea de dejar huella antes de que se le acabara el tiempo. Pero Theo no había hecho eso. Sí, había logrado grandes progresos en el campo de la Física, y, por supuesto, tenía su Nóbel. Pero incluso ese momento, el instante en el que recibió la medalla, estaba desenfocado.

Veintiún años ensombrecidos. Incluso sabiendo que el futuro era mutable, aun prometiéndose que no dejaría que la búsqueda de su asesino dominara su vida, había pasado (si no saltado) dos décadas adormilado, reducido, menguado.

¿Que no tenía un defecto fatal? Menuda risa.

Siguió paseando. Un coro de pájaros piaba al fondo.

¿Que no tenía un defecto fatal? Ésa había sido la idea más arrogante de todas: claro que tenía una hamartia, pero era la imagen especular de la de Edipo: éste creía que podía escapar a su destino. Theo, sabiendo que el futuro era maleable, había sido aplastado por el miedo a no poder burlar al destino.

Y así no se había casado, no había tenido hijos; en eso, era incluso inferior a Acab.

Tampoco había leído Guerra y paz. Ni la Biblia. En realidad, ¿cuánto hacía que no leía una novela? ¿Diez años?

No había viajado por el mundo, salvo por su vieja búsqueda en busca de pistas.

No había aprendido a cocinar bien.

No había tomado lecciones de bridge.

No había escalado el Mont Blanc, ni siquiera en parte.

Y ahora, de forma increíble, de repente tenía, si no todo el tiempo del mundo, al menos sí una buena parte.

Tenía libre albedrío; tenía un futuro que construir.

Era un pensamiento mareante. ¿Qué quieres hacer cuando seas mayor? Las camisetas con dibujos animados habían pasado a mejor vida, así como su juventud. Tenía cuarenta y ocho años. Para un físico, ya era un abuelo. Con toda seguridad era demasiado viejo para lograr ninguna otra hazaña.

Un futuro que construir. ¿Pero cómo definirlo?

Como momentos brillantes como un láser; recuerdos duros como el diamante; nítidos y claros. Un futuro vivido, un futuro saboreado, un futuro de momentos tan importantes y señalados que a veces cortarían, que a veces brillarían tanto que dolería contemplarlos, pero que al mismo tiempo fueran gozosos, de un gozo absoluto, puro, descarnado, la clase de alegría que no había sentido en aquellos veintiún años.

A partir de ahora…

A partir de ahora viviría.

Pero ¿qué haría primero?

El nombre volvió a surgir desde su pasado, desde su subconsciente.

Michiko.

Estaba en Tokio, por supuesto. Había recibido una tarjeta electrónica de ella en Navidad, y otra por su cumpleaños.

Estaba divorciada de Lloyd, su segundo marido, pero no había vuelto a casarse.

Podría, no sé, pasarse por Tokio, visitarla. Eso sería un momento maravilloso.

Por Dios, habían pasado muchos años, había corrido mucha agua bajo el puente.