Jean Rabe
Redención
1
Viento y escamas
Las correosas alas de la criatura batían con fuerza y constancia mientras ésta ascendía por el cielo nocturno y se abría paso entre las ráfagas de un viento enfurecido. La luna llena iluminaba a un manticore cuyo tamaño era casi el de una cría de dragón. El cuerpo y el pelaje del animal recordaban un león, el rostro mostraba un desconcertante aspecto humano y lucía una larga cola fibrosa que finalizaba en un conjunto de mortíferas púas. Sin advertencia previa, el manticore echó la cabeza hacia atrás y rugió, lanzando un sonido horripilante que hendió el aullido del viento y provocó escalofrío a sus tres pasajeros.
Dhamon Fierolobo, sentado justo detrás de la cabeza de la criatura, y encajado junto con Fiona entre dos de las púas que discurrían a lo largo de la espalda del animal, se inclinó hacia la derecha todo lo que pudo para esquivar la ondeante melena de su montura, pero el viento le aguijoneó los ojos e hizo que las mangas de sus raídas ropas se hincharan y chasquearan como velas que flamearan al viento. Se dijo que el viento resultaba extrañamente cálido, a pesar de hallarse ya a principios de otoño y muy entrada la noche, y a pesar, también, de que volaban como mínimo a doce metros por encima de las copas de los árboles más altos de la ciénaga de la hembra de Dragón Negro. En el cogote, notaba la respiración de Fiona, que era más cálida y suave que el viento. Los brazos de la Dama de Solamnia le rodeaban la cintura, y el pecho de la mujer se apretaba con fuerza contra su espalda. La solámnica le dijo al oído:
—Tengo que comprarme un hermoso vestido para mi boda, Dhamon. Cuando lleguemos a una ciudad…, no tardaremos mucho en llegar a una, ¿verdad?
«No importa, Fiona que no tengas una sola moneda de acero en el bolsillo —pensó Dhamon—, o que no vaya a haber boda. Tu amado Rig está muerto, y tú has perdido la razón. Los dos lo vimos morir a pocos pasos de nosotros».
—Mi madre me decía siempre que el azul es el color que mejor me sienta —añadió la mujer.
—Los colores ahora no importan, mi señora. Lo único que importa en estos momentos es que esta infame bestia vuela a demasiada velocidad.
Un malhumorado refunfuño emitió Ragh, el draconiano sivak encaramado, con cierta precariedad, detrás de la solámnica.
—A una velocidad excesiva para este viento tan fuerte.
El sivak repitió su queja otras dos veces, sin recibir respuesta; bien porque Dhamon o Fiona no tenían ganas de contestar o bien porque no podían oír su ronca voz susurrante por encima del fragor del viento y del ruidoso aleteo de las alas de la bestia. El draconiano se sentía inquieto, y sus piernas empezaban a entumecerse debido a la fuerza con que las apretaba contra la grupa del manticore; clavó las zarpas como para subrayar sus sentimientos, y notó cómo la piel áspera del animal se estremecía a modo de protesta. La criatura volvió a rugir.
—Y nos encontramos a una gran altura.
Si bien la mayoría de los sivaks podían volar —eran los únicos draconianos capaces de hacerlo—, Ragh había perdido las alas por culpa de un cruel castigo y no sentía el menor deseo de comprobar si era capaz de sobrevivir a una caída desde aquella altitud.
El sivak mantuvo los ojos fijos en el cogote de Dhamon, tomó aire con energía e intentó tranquilizarse, a la vez que se esforzaba por combatir la sensación de que iba a vomitar en cualquier momento. Casi una hora más tarde, y después de que el aire refrescara un poco, el draconiano consiguió por fin calmarse, aunque sólo ligeramente, y decidió arriesgarse a echar una ojeada al suelo. Mientras oteaba el oscuro entrelazado de ramas de cipreses que se extendía a sus pies, Ragh distinguió un claro en el follaje, y a través de éste captó el vislumbre de una cinta plateada, que era la luna reflejándose en un afluente de un río. Ya no faltaba mucho para dejar atrás la ciénaga.
Al mirar hacia el oeste que era adonde iban, Ragh divisó lo que parecía un pedazo de cristal negro, y que era, en realidad, el Nuevo Mar. Más allá, apenas visible, se extendía el ondulado paisaje de las montañas de la Muralla del Este de Abanasinia. Un grupo de nubes de un gris pálido, con hilillos amarillentos de luz centelleando en su interior, flotaba por encima de los picos como un manto.
Muy por debajo de ellos, el sivak percibió que se preparaba algo peor que una tormenta. Había notado un cosquilleo en el escamoso cogote desde el mismo instante en que habían alzado el vuelo, y su inquietud aumentaba por momentos. Se lo había dicho a Dhamon inmediatamente, pero su compañero había contestado que él no detectaba nada, y ya había transcurrido más de una hora desde entonces. Desde luego, parecían hallarse solos allí arriba, en el cielo. No se veía nada a su alrededor que pudiera causarles preocupación.
De todos modos, Ragh volvió a echar otra mirada al suelo, y en esa ocasión descubrió, tras varios minutos de observación… algo…, su vista era demasiado aguda para gastarle malas pasadas. Había algo allí, algo definido que efectuaba un recorrido paralelo al suyo, una silueta negra en medio de la oscuridad de las copas de los árboles. No, eran dos siluetas; tal vez tres. Sí, tres. Sin embargo, todo resultaba demasiado lóbrego, y ellos se movían a demasiada velocidad para distinguir detalles, excepto que aquellas sombras tenían alas y eran de un tamaño considerable.
Quizá debería gritar a Dhamon Fierolobo y a Fiona que había visto… algo; gritarles que, desde luego, había algo que no resultaba tranquilizador. Estaba seguro de poder hacerse oír por encima del sonido del viento y el batir de alas si realmente deseaba que lo oyeran. Tal vez, el manticore debería descender en picado y ocultarse en el dosel de hojas más elevado de la ciénaga, en lugar de atajar a cielo abierto, donde no existía escondite alguno.
—Fiona —gruñó—; tal vez tengamos compañía. ¿Fiona?
No obtuvo respuesta.
—¿Dhamon? —insistió.
A lo mejor, las siluetas no eran más que unos cuantos búhos gigantes, que, por pura coincidencia, seguían su misma ruta. O tal vez el fuerte viento agitaba las ramas de un modo que creaban oscuros espejismos. El sivak alargó el cuello por encima de los delgados hombros de la solámnica. Dhamon tenía la cabeza echada hacia atrás y dejaba que el viento le bañara el rostro, y era evidente que estaba disfrutando con el paseo tanto como Ragh había disfrutado volando cuando tenía alas. «Si Dhamon con todos sus sentidos inexplicablemente agudos no estaba preocupado en absoluto —se dijo el draconiano—, entonces tampoco tenía por qué preocuparse él». Pero…, lo cierto era que veía algo.
¿Lo veía realmente? Ragh entrecerró los ojos y parpadeó para eliminar las lágrimas provocadas por el viento, luego, miró hacia abajo, en un intento de volver a localizar las figuras. No había nada. Miró con fijeza durante varios minutos. Nada excepto las copas de los árboles. Así pues…, ya no había motivo para alertar a Dhamon; no había razón para que lo tildaran de aprensivo, para que lo reprendieran por su nerviosismo. El sivak suspiró y retiró las zarpas de la piel del manticore, para rodear suavemente con ellas la cintura de Fiona. A continuación, al igual que Dhamon, inclinó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, y dejó que el viento fluyera por su rostro anguloso y plateado.
Dhamon había oído al draconiano, también había oído que Fiona decía algo sobre Rig; sin embargo, hizo caso omiso de ambos. Confiaba en que el manticore sabía cómo llegar a Ergoth del Sur, al puesto avanzado solámnico situado en la orilla occidental, donde deseaba depositar a la mujer. La Dama de Solamnia había enloquecido tras la reciente muerte de Rig en la ciudad de la hembra de Dragón Negro, y Dhamon era consciente de que la infeliz necesitaba cuidados. Aunque él no se consideraba ni capacitado para ello ni obligado a hacerlo, comprendía, no obstante, que a pesar de lo insensible que se había mostrado últimamente con la gente, no podía abandonarla en aquel estado. Y ése era el motivo del viaje aéreo que realizaban.