—No puedo respirar.
Se encontraba cada vez más aturdido, igual que si estuviera ebrio. Sentía el golpeteo de la sangre en las sienes y tenía la certeza de que iba a perder el conocimiento de un momento a otro. Se mordió con fuerza la lengua, con la esperanza de crear un dolor distinto que lo mantuviera alerta; luego, asió fuertemente la melena del manticore y la túnica de Fiona.
«El sonido es una tortura —pensó—; ¿acaso tiene esta criatura intención de matarnos junto con los dracs?».
—¡Para! —chilló al manticore—. ¡Nos matarás!
Entonces volvió a morderse la lengua y notó el sabor de la sangre.
El sonido resultaba también brutal para sus atacantes, y los dos dracs de menor tamaño apretaban las zarpas contra las orejas en un inútil intento de ahogar el ruido. Dhamon se retorció sobre el lomo, y entre una neblina de dolor distinguió al drac de mayor tamaño —el que estaba más cerca—, el que resultaba una amenaza mayor; pero el enemigo aparecía desvalido. El ser se revolvió en el aire y sus alas batieron de modo errático, luego, de repente, dio una sacudida, se agarrotó y cayó como una piedra. Recuperó el control en el límite mismo del campo visual de Dhamon, y permaneció flotando allí apenas un instante, para, a continuación, reanudar su caída en picado en dirección al Nuevo Mar, hasta que desapareció de la vista del hombre.
—¡Para! —ordenó Dhamon, y volvió a probar suerte, hincando los talones en los costados de la criatura—. ¡Detén el ruido o moriremos!
El manticore no le prestó la menor atención.
Ragh tenía la barbilla hundida contra el pecho y los codos apretados a los costados, igualmente afectado, mientras el sonido y la tensión amenazaban con descabalgarlo en cualquier momento. También Fiona se esforzaba por mantener la consciencia en medio de aquel estridente ataque.
Los dos dracs restantes mostraban las bocas abiertas, y Dhamon estaba seguro de que chillaban presas de agudo dolor, aunque no podía oírles debido a que los chillidos del manticore lo ahogaban todo. Manaba sangre de la nariz y boca de una de las criaturas que, además, tenía los ojos desorbitados y la mirada fija, mientras movía las alas débilmente. Al cabo de un instante, las alas se detuvieron, y el ser fue a reunirse con el primero en una veloz caída en picado. El último drac resistió, y sus ojos se entrecerraron, moviéndose veloces de uno a otro de los pasajeros, aunque permanecieron más tiempo sobre Dhamon, que era el único capaz de devolverle la mirada, que estaba llena de odio.
Con los labios crispándose en un gruñido, el drac se dejó caer unos metros por debajo de ellos, y ganó así cierta distancia, aunque fue sólo para lanzarse inopinadamente hacia arriba y aparecer en el otro lado. El ser se lanzó sobre ellos y asestó un zarpazo al ala del manticore, luego retrocedió a una posición segura; pero durante todo el tiempo su boca permaneció abierta en una expresión horripilante y dolorida. Dhamon vio brillar sangre a la luz de la luna, y un largo desgarro en el ala de su montura que tenía un aspecto feo y preocupante. No obstante la enorme criatura consiguió batir las alas, manteniendo así su extraña posición, y el agudo grito prosiguió sin pausa mientras se movía de modo casi imperceptible para volver a sorprender al adversario. Entonces, el manticore rugió, dio un coletazo e irguió las púas para alcanzar al drac en el pecho.
El drac, desafiante, aspiró con fuerza para preparar otra ráfaga de su cáustico aliento, pero las púas le habían provocado heridas mortales, y la criatura estalló en una deflagración de su propio ácido. El manticore aulló al recibir el impacto de la peor parte de la explosión. El ácido consumió parte de la melena y borboteó y siseó sobre la piel que cubría las patas delanteras del animal, que también recibió parte del mortífero líquido en el rostro y en la parte inferior de las alas.
Las alas dejaron de batir con tanta fuerza, el chillido se fue apagando. El martilleo que Dhamon sentía en las sienes cesó, también, lo que permitió a éste volver a respirar con facilidad. Soltó a Fiona y palpó a su alrededor para asegurarse de que la mujer estaba bien, y entonces se dio cuenta de que la solámnica había dejado caer la espada.
—¡Fiona! —Y en voz más alta, repitió—: ¡Fiona!
—Estoy bien.
Aturdida, la solámnica rodeó con ambas manos la cintura de Dhamon.
Ragh refunfuñaba detrás de ella, sin dejar de mirar al suelo para asegurarse de que no aparecían más dracs. El draconiano retiró las zarpas con cuidado del lomo del manticore; las había clavado con tanta fuerza que estaban cubiertas de sangre.
Los tres atacantes no eran más que una muestra del contingente instalado en Shrentak, una ciudad repleta de dracs. Dhamon estaba seguro de que las tres criaturas procedían de aquella ciudad, enviadas sin duda para vengar los disturbios que había provocado allí. En aquella ciudad, varios días atrás, Dhamon, Ragh y el mejor amigo de Dhamon, Maldred, habían localizado a una anciana sabia que creían poseía el poder necesario para curar la dolencia de Dhamon: la escama de dragón incrustada en su pierna que lo obsesionaba y atormentaba. Si bien la sanadora fue capaz de eliminar todas las escamas más recientes y pequeñas que habían brotado alrededor de la escama original, no hizo nada para quitar la grande. En realidad, la anciana había desaparecido, dejándolo a él y a Ragh solos en las catacumbas situadas bajo su torre. Maldred no había ido con ellos y ya no volvieron a verlo.
Mientras se esforzaban por localizar al gigantón o conseguir marchar del lugar, Dhamon y el sivak equivocaron el camino y fueron a parar a las mazmorras de la hembra de Dragón Negro. Entre los prisioneros que allí liberaron estaban Fiona y Rig, dos antiguos conocidos que llevaban a cabo una misión descabellada. Durante la lucha para abandonar la ciudad, Dhamon había liberado a aquel manticore de una jaula de la plaza del mercado. Sin embargo tuvieron que dejar a Maldred atrás, en su precipitada huida para salvar la vida ante la abrumadora superioridad de las fuerzas a las que tenían que enfrentarse.
—Dejamos allí a Maldred —murmuró Dhamon para sí—. A lo mejor también él está muerto.
Dhamon imaginó que a pesar de la fiereza con que seguía soplando el viento, el manticore necesitaría menos de dos horas para cruzar el Nuevo Mar y llegar a la costa de Abanasinia. No se equivocó. Amanecía cuando alcanzaron las montañas. La criatura se posó torpemente junto al borde de un sendero, y las uñas de las patas escarbaron la tierra que la llovizna que caía había convertido en resbaladiza. Dhamon intentó examinar el ala de la criatura, pero ésta se negó a aceptar sus atenciones, y, tras lamerse la herida, se enroscó en el suelo, igual que un perro, y no tardó en quedarse dormida. Ragh se acomodó a poca distancia y alzó una mirada malhumorada hacia las nubes y los delgados arcos de luz que danzaban en lo alto.
El paisaje resultaba tan deprimente como el estado de ánimo de Dhamon, los matorrales marchitos y aplastados contra el suelo, los escasos árboles sin hojas y encajados entre rocas; todo era pardo, gris y helado, El otoño se había enseñoreado del lugar. Dhamon sabía que, tal vez, no todo el territorio sería tan deprimente, que sendero adelante, en ambas direcciones, habría pueblos, y que un poco más al norte se alzarían poblaciones de mayor tamaño. Habría chimeneas encendidas; conversaciones amenas y comida caliente en el interior de casas secas. Habría vida.
—Y yo en todo lo que soy capaz de pensar es en la muerte —refunfuñó Dhamon para sí.
Se hallaba de pie, a varios metros de distancia de los otros, pero sin perder de vista a Fiona. Se dio cuenta de que la piel del brazo derecho de la mujer estaba llena de ampollas y heridas provocadas por el aliento del drac y que había perdido parte de los cabellos. También la mejilla y el cuello habían recibido el impacto del ácido, y comprendió que ya no volvería a ser una mujer bella. Sin embargo, la solámnica actuaba como si estuviera en trance y no parecía ser consciente de sus heridas.