Mientras hablaba, los ojos de la criatura se movieron de un modo casi imperceptible, entrecerrándose, y el labio se frunció con malevolencia.
—¡Por el nombre de mi padre! —Maldred posó ambas manos sobre el cristal, ocultando la imagen del dragón al mismo tiempo que hacía marchar a Sabar—. Tienes razón, Dhamon, pero no creí que el dragón pudiera vernos con tanta facilidad.
—¿No lo creías?
—No, te dije que no habría más mentiras.
Dhamon le dedicó una mirada fulminante, luego se puso en marcha de nuevo hacia las lejanas montañas. No sabía con exactitud dónde se hallaba la guarida del dragón, pero sabía por la bola de cristal que no podía encontrarse a más de treinta o cuarenta kilómetros de distancia.
Sus pasos eran rápidos y decididos, pues no tenía la menor intención de esperar a Maldred. De hecho, rumiaba la posibilidad de perder al ogro en algún punto de los escarpados picos, pues no creía ni por un momento en la afirmación de su compañero de que ya no habría más traiciones. Ni por un instante…
Dhamon se detuvo a mitad de zancada, al sentir una fuerte opresión en el pecho. El fuego que sentía en la espalda se tornó más abrasador aún, la fiebre volvía a hacer estragos. Hizo esfuerzos por respirar, y descubrió que tenía la boca y la garganta resecas. No surgió ningún sonido, pero oyó el martilleo de su corazón y también un retumbar: Maldred que corría hacia él. Oyó la fatigosa respiración del mago ogro, también el fresco aire seco que lo azotaba. Luego, tan de improviso como se había iniciado, la opresión en el pecho desapareció, sin dejar otra cosa que el calor.
—Dhamon…
—¡Estoy bien, ya te lo he dicho!
—No estás bien en absoluto. Deja que vuelva a probar con el conjuro. La otra vez hizo que las escamas brotaran más despacio.
Dhamon desechó la sugerencia en tono áspero y reanudó la brutal marcha. Con un suspiro, Maldred lo siguió lo mejor que pudo.
—Creo que deberíamos encaminarnos hacia el norte —indicó el ogro cuando lo alcanzó; tenía los ojos puestos en las montañas, y pensaba que había visto aquel lugar en la visión de Sabar.
—Sí —repuso Dhamon—, hacia el norte. Y arriba.
Maldred dijo algo más, pero Dhamon apartó las palabras de su consciencia y se concentró en el silbido del viento. Rezó para que el viento soplara más helado aún y calmara un poco la abrasadora fiebre de su cuerpo, y al mismo tiempo sabía que nada excepto la curación o la muerte detendrían aquel dolor y aquella calentura.
Transcurrieron los kilómetros, y Dhamon puso distancia entre él y Maldred, que no podía mantener el implacable paso. Iniciaron el ascenso cuando Dhamon reconoció una retorcida aguja rocosa, en lo alto, que recordaba el pico de un halcón.
—No mucho más allá —murmuró para sí, agradecido.
Prosiguieron la ascensión, avanzando en dirección norte. Fragmentos de roca se clavaban constantemente en los pies de Dhamon, y éste casi agradeció aquella sensación, ya que las almohadillas de escamas de los pies eran tan gruesas que apenas había notado la aspereza del terreno. Resultaba grato sentir algo.
Dhamon se detenía aquí y allí para orientarse, y durante uno de tales intervalos el mago ogro consiguió alcanzarlo. Magnífico. Quería que Maldred se asegurara de que iban en la dirección correcta, y era como en los viejos tiempos, como si Maldred pudiera leer su mente.
—Dhamon, comprobemos otra vez nuestra posición —sugirió el mago ogro.
Asintió con la cabeza, y su compañero se sentó en el suelo, agradecido. Aspiró con fuerza varias veces y se frotó los muslos.
—Avanzas muy deprisa, Dhamon. Vas demasiado rápido para mí.
—Tengo que andar deprisa. Tengo prisa, ¿recuerdas? —El tono de la voz fue más hiriente de lo que Dhamon había deseado.
Maldred extrajo con cuidado el cristal de la bolsa, lo depositó sobre un trozo de roca que parecía una mesa y extendió los dedos alrededor de la base, pero antes de que pudiera decir nada, la montaña se estremeció de improviso alrededor de ellos con la fuerza de un pequeño terremoto. El cristal rodó fuera de su base en forma de corona y empezó a dar tumbos ladera abajo.
—¡Por las cabezas de la Reina de la Oscuridad! ¡No! —Dhamon saltó en dirección a la bola de cristal—. ¡He sido un estúpido! ¡Tú has provocado el terremoto! ¡Tu intención es mantenerme lejos del dragón hasta que sea demasiado tarde! ¡Tú has hecho esto!
Los dedos de Dhamon se cerraron en el aire mientras la esfera seguía su camino cuesta abajo. La montaña siguió temblando, lo que provocó que el pétreo suelo se agrietara y cayera una avalancha de guijarros.
Maldred había perdido el equilibrio y se debatía violentamente en busca de algún punto de apoyo. El azulado pellejo no tardó en quedar lleno de laceraciones producidas por la caída de rocas, y sus manos y brazos se cubrieron de sangre. El afloramiento rocoso situado por encima de ellos se partió y fue a estrellarse sobre el ogro al caer ladera abajo.
—¡Cuidado, Dhamon! —consiguió gritar Maldred a modo de advertencia.
Más fuerte y ágil, Dhamon esquivó el desprendimiento de rocas y se las arregló para mantenerse en pie mientras corría por la pendiente, en un temerario intento de alcanzar el cristal.
—¡No ha sido cosa mía! —chilló Maldred, aunque el desmoronamiento de la cresta casi ahogó por completo su voz—. ¡Te juro que no ha sido mi magia!
El temblor persistió durante varios minutos, durante los cuales Dhamon alcanzó un nivel inferior y descubrió allí los destrozados fragmentos del cristal mágico. Acarició, patéticamente, un pequeño pedazo de tela color lavanda.
—¡Por todos los dioses, no! —chilló.
Presa de cólera y contrariedad, introdujo los dedos en la bolsa que colgaba de su costado, y sacó dos de las figuras talladas que Ragh había encontrado en el laboratorio del hechicero, allá, en la ciénaga de la hembra de Dragón Negro. Las arrojó al aire tan lejos y con toda la fuerza de que fue capaz. Las figuras golpearon contra la montaña por encima de su cabeza, y se produjo un relámpago de brillante luz roja, acompañado por un retumbo. La montaña volvió a estremecerse, y pedazos de roca rodaron por las laderas.
Dhamon volvió a meter la mano en la bolsa, con la intención de deshacerse de todos aquellos malditos y poco fiables objetos mágicos, pero el mago ogro lo alcanzó tambaleante, y la enorme mano azul de Maldred salió disparada al frente y se cerró sobre la muñeca de su compañero.
—¡Detente! —jadeó Maldred, que estaba cubierto de morados y sangre—. ¡Dhamon, detente!
El otro se detuvo, con los ojos llameando de furia.
—No ha sido cosa mía, te lo aseguro. El terremoto. Yo no…
—Lo sé. Te creo.
Maldred soltó a Dhamon con una expresión de asombro dibujada en el rostro.
—Ya te lo dije, no más engaños. Quiero ayudar a salvarte, Dhamon. Necesito salvar… algo.
Ahora que estaba más calmado, Dhamon comprendía que Maldred no se habría arriesgado a destruir la preciosa bola de cristal, pues el hechizado objeto era demasiado valioso para el ladrón que también era el hechicero.
—Lo sé. Ha sido cosa del Dragón de las Tinieblas —respondió Dhamon, y dejó caer el pedazo de tela color lavanda en la palma de su camarada—. Posee magia muy poderosa, lo sé, y estoy seguro de que la usó. Es evidente que desea mantenerme lejos. Me teme, Maldred.
El mago ogro contempló la tela, recordando a Sabar envuelta en ella y girando sobre sí misma en la neblina color lavanda. ¿Había quedado hecha pedazos la mágica mujer también? O ¿era totalmente una ilusión?
Recuperó el aliento, y se volvió para mirar a Dhamon a los ojos.
—No. —El mago ogro tragó saliva con dificultad—. Eso no es completamente cierto. No pongo en duda que provocó el temblor, pero no quiere mantenerte alejado. Quiere que lo encuentres, lo sé. Pero no quiere que te acerques hasta que esté preparado, y por eso pone trabas a tu avance. Las escamas que tienes, quiere que las escamas…