«Retrasa mi llegada para dar a tiempo a mi cuerpo a volverse más grotesco», comprendió Dhamon.
—Sí, retrasa mi llegada hasta que sea demasiado tarde. Como castigo me hace perder tiempo a la espera de que me convierta en un drac o un draconiano o alguna insensata mezcla de esas demoníacas criaturas. Hasta que haya perdido el juicio y el alma y ya no sea una amenaza.
—Pongámonos en marcha, entonces —indicó Maldred, mirando ladera arriba—. No permitamos que el Dragón de las Tinieblas venza.
Dhamon volvió a encabezar la marcha. El temblor había alterado la superficie de la montaña, y al hombre le preocupaba que la boca de la cueva hubiera quedado sellada.
Ascendieron durante unas cuantas horas, y Dhamon cada vez tenía más miedo de que se hubieran perdido. Pensó en Riki y en el niño y también en Varek, que tendría que actuar como padre del hijo de Dhamon, y se preguntó si estarían todos a salvo, si Riki pensaba alguna vez en él, si el niño, aunque fuera un poco, se parecería a él. Se preguntó si…
«Jamás sabrás esas cosas, Dhamon Fierolobo».
Abrió los ojos de par en par, ya que aquellas palabras no eran suyas, aunque las había oído con toda claridad dentro de su cabeza.
«No los verás jamás… Riki, el bebé… nunca dejarás que vean tu cuerpo invadido de escamas. Jamás tocarás a tu hijo».
—¡No! —gritó Dhamon—. ¡Eso no es cierto!
Aulló enfurecido, luego volvió a aullar, pero en esa ocasión debido a un repentino y agudo dolor. Sintió como si cada centímetro de su cuerpo estuviera envuelto en llamas, que consumían sus ropas hechas jirones. Soltó la alabarda, y los dedos desgarraron las prendas, hasta que consiguió quitárselas y arrojarlas lejos. Se llevó las manos a los oídos, para ahogar las palabras que seguían sonando.
«Nunca permitirás que vean que ya no queda nada humano en ti. Jamás dejarás que vean la criatura en la que te has convertido».
—¡No, bestia maldita! ¡Los veré!
Maldred, pegado a su espalda, gritó algo a Dhamon, pero éste no podía oír otra cosa que las palabras que resonaban dentro de su cabeza. Se obligó a andar, a pesar del insoportable dolor y las mofas que oía en su mente, y con cada paso sentía cómo los huesos se quebraban y alargaban, cómo la piel se consumía y era reemplazada por escamas. Alargó la mano hacia la espalda, y sintió que algo crecía allí.
«Alas —dijo la voz—. Los dracs tienen alas, Dhamon Fierolobo».
Los dedos palparon un hocico que se iba formando en el rostro, y abrió la boca para aullar una protesta, pero sintió la lengua gruesa y extraña.
«Ya no te queda humanidad, Dhamon Fierolobo, y pronto ya no tendrás ni alma».
Dhamon sintió vértigo, e intentó imaginar qué aspecto tenía en esos momentos; giró y vio cómo Maldred se quedaba boquiabierto, y retrocedía un paso. Incluso Maldred estaba conmocionado, asustado.
«No tengo intención de convertirme en uno, no pienso compartir la existencia de Ragh. Todavía tengo mi mente, —respondió mentalmente—. Aunque sólo sea durante un poco más de tiempo, y mientras todavía pueda pensar por mí mismo, siempre puedo empuñar la alabarda y acabar con mi vida».
«Vive; ven conmigo», dijo la voz.
Sintió un leve tirón, como si alguien le hubiera tomado de la mano, pero allí no había nadie, y la sensación era más de una incitación que de un tirón.
—¡Por las cabezas de la Reina de la Oscuridad, no vencerás! ¡Me mataré antes de convertirme en tu drac marioneta!
Se oyó una risa profunda y sonora: potente, prolongada y obsesionante. Las carcajadas envolvieron a Dhamon, si bien éste comprendió que procedían de su interior. Las risas estaban dentro de su mente, y comprendió que el Dragón de las Tinieblas se encontraba por completo dentro de su cabeza, e intentaba controlarlo y conseguir que se acercara a él.
—La bestia quiere ver cómo pierdo el alma —consiguió jadear—. Quiere ver cómo mueren los últimos restos de mi humanidad.
Miró a su alrededor. Maldred había desaparecido. Huido. Lo había traicionado otra vez.
Al cabo de un instante, Dhamon no sólo pudo oír al dragón, sino que pudo contemplarlo con claridad, en forma de una hinchada masa de escamas oscuras que respiraba, se movía y volaba hacia él en su imaginación. Era casi tan grande como un señor supremo, y, gigantesco y aterrador, su imagen debilitaba la fuerza de voluntad del humano, que sintió cómo su mente empezaba a rendirse.
«Tengo que luchar contra él —se dijo—. Mantenerme fuerte el tiempo necesario para matarme. ¿Dónde está la alabarda?».
De improviso, Dhamon sintió como si volara, con el viento discurriendo veloz bajo las alas correosas, con las zarpas extendidas, mientras los ojos escudriñaban el suelo en busca de… dragones. Para obtener energía mágica. Mentalmente, lo habían arrancado de la ladera de la montaña y depositado… ¿dónde? ¿En una caverna? Que era calurosa, seca y olía a azufre. Había un Dragón Azul no muy lejos, pequeño y con un caballero negro sobre su lomo. Dhamon sintió cómo las alas se le plegaban a los costados, y notó que descendía en picado. Comprobó, entonces, que la caverna era increíblemente inmensa. El aire estaba impregnado del olor de rayos y sangre, inundado por los gritos de combate y los alaridos de los moribundos. Cuando paseó la mirada en derredor vio a otros Dragones Azules, todos montados por caballeros.
«¿El Abismo? ¿Estoy presenciando la Guerra de Caos a través de los ojos del Dragón de las Tinieblas? ¿Me está obligando a contemplar esta catástrofe para acabar con mi resistencia?».
El Dragón Azul se alzó frente a él, y él alargó las zarpas, y sintió cómo se hundían en el costado del joven leviatán. Las garras desgarraron a la criatura, acabaron con ella rápidamente, y su caballero jinete cayó en picado hacia el suelo como una muñeca de trapo. Aquella muerte lo enardeció, y notó cómo una oleada de energía ascendía por las zarpas hasta penetrar en el pecho. A continuación, voló al encuentro de otro dragón. Y otro. Y otro más.
Dhamon sintió que su mente desaparecía.
Sin embargo, con cada nueva pieza abatida se sentía renovado, más fuerte, imbuido de la energía vital de los Azules que abatía. Con cada uno que se desplomaba contra el suelo de la caverna, notaba un creciente orgullo, pues sabía que Caos, el Padre de Todo y de Nada, se sentiría satisfecho. Viró en el ardiente y reseco aire de la cueva, ascendió hasta el techo y divisó la gigantesca forma de Caos que le sonreía.
Dhamon comprendió que aquello era el Abismo, y que se encontraba realmente en plena Guerra de Caos.
La gran batalla siguió desarrollándose ante él, y cuando finalizó, el Dragón de las Tinieblas abandonó volando la caverna, a través de un velo de niebla que lo condujo a las regiones salvajes de Krynn. Se elevó veloz, lleno de odio hacia la luz, mientras buscaba oscuridad que, finalmente, halló en una profunda y seca cueva en un lugar elevado del territorio ogro.
Allí descansó, arrullado por la bendita oscuridad. Cuando emergió de las tinieblas, se unió a la Purga de Dragones, regalándose con la energía vital mágica de dragones más pequeños e incautos, todos los cuales murieron velozmente bajo sus oscuras garras.
«Ven a mí, Dhamon Fierolobo —repitió la voz—. Drac. Peón mío».
El tirón resultó más fuerte.
En su imaginación, Dhamon atisbo entre las sombras entonces, y vio una pálida luz amarillenta, a la vez que distinguía, también, a una niña de cabellos cobrizos en la parte más recóndita de la cueva.
Vio a Nura Bint-Drax a través de los ojos del Dragón de las Tinieblas.
—Déjame ver el principio —gorjeó Nura—. Déjame ver tu nacimiento otra vez, mi amo.
Dhamon contempló la creación del Dragón de las Tinieblas, una sombra separada del Padre de Todo y de Nada, observó cómo tomaba parte en la Guerra de Caos y presenció sus actividades durante la Purga de Dragones y después de ella. Vio el encuentro inicial del dragón con Dhamon y los otros, y también le vio desplegar las alas.