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Finalmente, fue testigo del asentamiento de la criatura en el pantano, que eligió el calor y la calidez que resultaban más convenientes a su cuerpo. Contempló cómo se desarrollaban las semillas del dragón, cómo se propagaban las escamas y mataban a algunos de sus anfitriones; pero no a Dhamon. Dhamon era el elegido.

«Mi peón —ronroneó la voz—. Mi drac».

Dhamon sacudió la cabeza, con ferocidad y cerró los ojos, mientras se arrodillaba y palpaba a su alrededor en busca de la alabarda.

—Ya es demasiado tarde para poder curarme —musitó.

«Vive», insistió la voz.

—Sólo un poco más —replicó él con amargura—, pues pretendo impedirte que le hagas esto a nadie más. ¡No crearás más dracs! Iré ante ti, de acuerdo, bestia repugnante, pero con mis condiciones. ¡Malditos sean todos los dragones del mundo!

Creyó recordar al ser diciéndole que su mente era más poderosa que su cuerpo, y él sabía que su cuerpo era realmente fuerte.

—Usaré la mente para combatirte —dijo, y su voz sonó extraña, desconocida, profunda y exótica—. ¡Sal de mi cabeza!

Dhamon concentró toda su energía mental, y buscó en lo más profundo de su ser, hasta encontrar una chispa que no sabía que existiera que encendió y alimentó.

Fue como si empujara un peñasco, pero tras lo que le pareció una eternidad, la roca empezó a rodar.

Empujó el peñasco ladera abajo, fuera de la vista y de la mente, luego se sentó sobre una roca plana, aspiró con fuerza y abrió los ojos. El Dragón de las Tinieblas había desaparecido, pero sabía con exactitud dónde encontrarlo.

Maldred volvía a estar allí de repente, a su lado, con los ojos sin pestañear, pero casi húmedos de lágrimas.

—Sí, viejo amigo. Es demasiado tarde para mí —dijo Dhamon, y la voz seguía pareciendo extraña a sus propios oídos—. No habrá una cura.

El mago ogro tartamudeó algo, pero rechazó las palabras con un ademán. Se levantó, y descubrió que era muy alto ahora y que casi podía mirar a los ojos a su enorme amigo.

—Es demasiado tarde ya, y te juro que me aseguraré de que sea demasiado tarde también para el Dragón de las Tinieblas.

Sabía que la criatura lo estaría aguardando, que quería que fuera… para refocilarse, para castigarlo, para dar el toque final a su condenación.

—Dhamon, te ayudaré. Todavía puedes intentar…

La cordillera volvió a retumbar, sofocando las súplicas de Maldred y obligando a ambos a saltar tras una enorme roca para evitar las piedras que caían. Cuando los temblores cesaron, la ladera de la montaña había vuelto a cambiar.

—El Dragón de las Tinieblas sabe que voy a su encuentro —dijo Dhamon, cuando todo terminó—, y desea que lo haga. Quiere castigarme, quiere venganza y quiere asesinar mi mente y usar mi cuerpo como su marioneta. —Calló un instante, y levantó la vista hacia la montaña con ojos que ahora podían ver detalles diminutos con toda claridad—. Pero yo deseo venganza, Maldred. De modo que iré a él, y enviaré al infierno mi posible curación.

Recostado en las profundidades de la cueva, el Dragón de las Tinieblas gruñó con suavidad, aunque ello no evitó que lanzara una oleada de temblores a través de la roca.

—¿Estás satisfecho, amo?

Nura Bint-Drax se adelantó con pasos quedos, bajo su apariencia de niña.

El dragón asintió despacio.

—Dhamon Fierolobo se acerca. Antes de que finalice el día, encontrará nuestra guarida. Está listo, Nura Bint-Drax. Por fin está listo.

—Nosotros estamos listos, también —respondió ella con su voz de mujer adulta—. Y ansiosos.

Se dedicó a reunir todos los tesoros mágicos que habían acumulado durante los saqueos a los depósitos y otros lugares pertenecientes a los Caballeros Negros, y los dispuso, de un modo metódico, cerca del Dragón de las Tinieblas y entre las zarpas de éste.

—Muy, muy ansiosos.

18

La brigada Globin de Ragh

Los goblins seguían a Ragh de cerca, con una expresión expectante en los aplastados rostros. Yagmurth se sentía especialmente feliz, y su sonrisa dejaba al descubierto unos dientes rotos y amarillentos. Por su parte, el draconiano mantenía la cabeza elevada, en dirección al viento, para evitar el hedor que despedía su ejército.

Fiona también se mantenía a favor del viento, pero, a pesar de ello, se sentía interesada por Yagmurth, que parecía muy seguro de sí mismo y hablaba más alto que el resto. Los goblins más pequeños eran los que tenían las voces más débiles, y uno flacucho de piel parduzca sonaba igual que un gato maullando. Por lo general, cuanto mayor era el goblin, más ruido hacía y más apestaba.

La dama solámnica observaba sus expresiones y escuchaba las ásperas voces, y, de vez en cuando, captaba algunas palabras en Común; palabras que o bien no existían en la lengua goblin o bien eran universales en todas las lenguas: «sivak», «Takhisis», «general».

—¿General? —repitió para sí, y descubrió, al ladear la cabeza, que el que no cesaba de decir «general» la observaba ahora con atención—. General… ¿quién?

El goblin en cuestión se separó del grupo. La criatura medía casi un metro, con una nariz que recordó un nabo a la mujer y la piel del color del óxido; los ojos parecían excesivamente grandes para su nariz de perrillo faldero, y los cabellos caían en mechones de distintas longitudes. En la oreja derecha del goblin había un aro de hueso, del que colgaban dos plumas de arrendajo y una cuenta de arcilla.

La dama aspiró con fuerza en un esfuerzo por no lanzar una risita divertida ante la visión de la estrafalaria criatura.

—General —dijo el goblin, y añadió una serie de chasquidos y gruñidos que le resultaron disparatados—. General.

—Sí, general. Perdóname por haber hablado en voz alta. No era mi deseo atraer tu atención. Vete.

El estrafalario goblin no se marchó, sino que se aproximó más. El ser parloteó animadamente, incluyendo la palabra «General» unas cuantas veces más, y su voz gañía como si se tratara de un perrillo fastidioso. Estaba claro que el goblin quería que ella dijera algo como respuesta, pero la mujer se limitó a fruncir los labios en un gruñido para acallar al ser.

—¡Ragh! —llamó—. Tus amigos goblins me están molestando. ¿No puedes hacer algo con tu «ejército»?

El draconiano les gritó en lengua goblin que se callaran.

Al instante, el anciano goblin llamado Yagmurth golpeó en el suelo con el mango de la lanza, para que todos sus compañeros se cuadraran, y, a continuación, asestó un suave golpecito en la pierna de Ragh. Cuando el draconiano bajó los ojos, Yagmurth empezó a parlotear a voz en grito.

—Lo sé —respondió Ragh en la gutural lengua de las criaturas—, esperas que te conduzca contra los hobgoblins y su jefe, el general Kruth. Pero, yo, la más grande de las creaciones de Takhisis, creo que podría existir un modo mejor y más astuto de triunfar.

El draconiano observó la desilusión que se pintaba en los rostros del menudo ejército. Yagmurth volvió a golpear con la lanza.

—Criatura perfecta —inquirió en lengua goblin—. ¿Cómo puede existir un modo mejor que la batalla?

Ragh se encogió de hombros. Muchos años antes de que se encontrara con Dhamon, el sivak casi siempre solucionaba todos sus problemas mediante el combate; con muy pocas excepciones. Por ejemplo, había aprendido que si el problema era mayor y más avieso que él, era más sensato evitar una confrontación.

—Siempre existen alternativas a la lucha —disimuló con aire congraciador—. Ésta es una oportunidad que exige sigilo e inteligencia; dos cosas que apuesto que poseéis en abundancia, y dos cosas de las que estoy seguro que vuestros enemigos hobgoblins no han oído hablar jamás.

Los goblins se hincharon de orgullo, y por el tono de sus voces y expresiones exultantes, incluso Piona comprendió que los halagos de Ragh los habían convencido y que escuchaban el plan del sivak.