Ragh estaba ya explicándolo a Yagmurth y a todos los que se habían reunido a su alrededor. El draconiano ordenó al ejército goblin que lo siguiera y se mantuvieran tan callados como les fuera posible, y luego elevó una plegaria para suplicar que Fiona se mantuviera tranquila y no resultara un estorbo. Tuvo que correr para alcanzar a la mujer, y los dos condujeron al heterogéneo ejército hacia el oeste y un poco al norte, hasta rodear el pueblo, usando un bosquecillo de pinos y robles para ocultarse.
Había algunos hobgoblins justo en el interior de la línea de árboles, y Ragh no los detectó hasta que fue demasiado tarde. Una pareja de centinelas cubiertos con corazas olfatearon el aire con suspicacia y percibieron su llegada. Aunque emparentados en ciertos aspectos con sus primos de menor tamaño, los hobgoblins no se parecían demasiado a aquellas criaturas más pequeñas y feas. Aquellos centinelas y soldados tenían el tamaño de los hombres, con extremidades que recordaban vagamente a los humanos, y el cuerpo recubierto por ásperos cabellos de un gris parduzco. Los rostros recordaban los murciélagos, las orejas grandes y puntiagudas, los hocicos húmedos y resollantes, con dientes afilados y un constante reguero de babas derramándose por los hinchados labios.
—¡Moveos! —rugió Ragh—. ¡A por ellos!
Exultantes al verse capitaneados por la criatura perfecta de Takhisis, los goblins cayeron sobre los hobgoblins entre vítores y chillidos.
—¡Victoria! —aulló Yagmurth en goblin—. ¡La victoria es nuestra!
Los goblins se movían con avidez, y apuñalaban a sus parientes a diestro y siniestro. Luchaban bien, pero varios resultaron muertos en la refriega inicial.
—¡Monstruos! —chillaba Fiona—. ¡Criaturas repugnantes!
La solámnica se abrió paso entre las filas de combatientes, desenvainando la espada, que blandió enloquecida hasta que la hoja silbó en el aire.
Los impresionados goblins se apelotonaron detrás de ella, y la animaron con gritos de aliento. Fiona se encontró frente a frente con un hobgoblin de gran tamaño, y las menudas criaturas que la seguían empezaron a hundir las armas en las piernas del ser, chillando como posesas cuando el hobgoblin se encontró rodeado por todas partes.
Ragh consiguió esquivar un lanzazo de un hobgoblin y casi dio un traspié al tropezar con Yagmurth. Su adversario volvió a atacar con la lanza, y esta vez arañó la caja torácica del draconiano.
—¡Eso me ha hecho daño! —gruñó Ragh.
Con una sonrisita satisfecha, el otro redobló sus esfuerzos.
En torno al sivak, goblins y hobgoblins gritaban y luchaban, y unos metros más allá, Fiona seguía con su lucha contra el enorme hobgoblin, y justo en ese instante, la solámnica lanzó una estocada e hirió las manos del adversario, al que rebanó unos cuantos dedos. La criatura aulló y agitó las manos enloquecida, intentando apartar a su atacante de un empujón, pero al mismo tiempo se vio asaltado por una multitud de goblins, que le herían las piernas con sus cortas lanzas.
—¡La criatura es mía! —chilló Fiona.
La mujer apretó los labios hasta formar una fina línea y asestó nuevas estocadas. La primera acabó con su oponente, pero la gran cantidad de goblins apiñados allí mantuvo al ser en pie con sus incesantes cuchilladas hasta que uno de los mandobles de la dama guerrera le cortó la cabeza.
—¡Victoria! —volvió a aullar Yagmurth—. ¡La victoria es nuestra!
El adversario de Ragh echó la cabeza hacia atrás y profirió una retahíla de obscenidades al ver cómo Fiona acababa con su camarada, pero aún chilló con más fuerza cuando una multitud de goblins se arrojó sobre el cadáver.
El contrincante del draconiano era el último hobgoblin que seguía en pie.
—Estás demasiado lejos del pueblo —siseó Ragh—. Demasiado lejos para que nadie oiga tus gritos de advertencia.
Se agachó para esquivar un lanzazo, luego se lanzó al frente y se colocó tan cerca, que el arma del hobgoblin resultaba inútil. Ragh alzó una garra hacia la garganta de la criatura y la arañó salvajemente con las zarpas, luego tiró el adversario hacia sí y le mordió en el cuello.
—¡Monstruo repugnante! —gritó Fiona, mientras se aproximaba para prestar su ayuda.
—Y un sabor repugnante —comentó el draconiano mientras escupía un pedazo de piel cubierta de pelo—. Una bestia repugnante llena de pulgas.
Retrocedió mientras el hobgoblin se desplomaba de espaldas. Fiona hundió la espada en el caído, para asegurarse de que estaba muerto, y los goblins se abalanzaron sobre el cuerpo, que desgarraron en ensangrentados pedazos.
—Yagmurth —llamó Ragh, a la vez que se abría paso por entre la masa de los goblins.
El anciano se acercó al draconiano, arrastrando con él a un goblin de pequeño tamaño, posiblemente su hijo, al que regañaba por tomar parte en el impropio despedazamiento.
—Buen trabajo —felicitó el draconiano.
El viejo goblin sonrió y se pasó la correosa lengua por los dientes.
—En algunos lugares goblins y hobgoblins son parientes —explicó Yagmurth—, pero no en el Hogar Goblin. Aquí somos enemigos.
Empezó a exponer la situación en más detalle, y aunque Ragh no captó unas cuantas palabras, aquéllas que procedían de un dialecto con el que no estaba familiarizado, sí averiguó que la mayoría de las tribus hobgoblins de Throt habían tomado partido por los Caballeros de Takhisis, a los que servían como soldados y mensajeros, a la vez que se dedicaban también a arrebatar territorio a los goblins, que en el pasado habían sido sus aliados.
—Así que los Caballeros de Takhisis desean que este pueblo esté custodiado por los hobgoblins por algún motivo —reflexionó Ragh.
El sivak apartó de un manotazo a unos cuantos goblins para contemplar el vulgar semblante del hobgoblin al que se había enfrentado y eliminado. Él draconiano cerró los ojos y apartó de su consciencia los murmullos atemorizados de sus seguidores goblins para concentrarse en su propia magia interior.
Transcurrieron unos instantes antes de que la figura de Ragh empezara a brillar como plata fundida. Las piernas y brazos del draconiano se tornaron más finas y largas, los dedos se retorcieron como ramitas y el pecho se amplió hasta adoptar la forma de un tonel. Las escamas plateadas perdieron el brillo y se transformaron en un pellejo moteado de color rojo parduzco, que a los pocos instantes quedó cubierto de pelos ásperos y desiguales. Las orejas crecieron largas y puntiagudas, el hocico se ensanchó y acortó, y la cola casi desapareció por completo; los ojos centellearon, y a continuación adoptaron un fulgor mortecino.
Ragh, como todos los sivaks, era capaz de adoptar la forma de cualquier criatura que matara, si bien no utilizaba muy a menudo ese talento, pues prefería su cuerpo de draconiano y estaba orgulloso del modo en que sus agudos ojos sivak percibían el mundo. Un hobgoblin poseía un campo visual desconcertantemente estrecho debido a lo juntos que tenía los ojos.
El sivak flexionó los músculos de brazos y piernas hobgoblins, y los encontró adecuados pero torpes; con las manos, en especial, necesitó cierto tiempo para habituarse a ellas, debido a la excesiva longitud de los dedos. Giró el cuello a un lado y a otro y también movió los hombros, en un intento de sentirse cómodo.
—Criatura miserable —manifestó el draconiano—; desdichada criatura patética.
Sin embargo, adoptar el aspecto del hobgoblin podía resultar ventajoso, según explicó Ragh a los asombrados goblins.
—Criatura perfecta de nuestra venerada diosa —dijo Yagmurth, con una respetuosa inclinación de cabeza.
Ragh resopló divertido. Ahora, cuando se dirigía al goblin, la voz sonaba distinta; todavía áspera pero más profunda y en cierto modo desagradable a sus afiladas orejas.
—Eres sumamente poderoso y sabio, Ragh, tú la más grandiosa de las creaciones de Takhisis —repitió Yagmurth.