Dhamon casi sintió lástima por los ogros, que morían de aquel modo: asfixiados por la magia. No era precisamente un modo honroso de matarlos.
—Ha sido rápido —indicó Maldred, como si leyera sus pensamientos—, y necesario. Si hubieran visto algo…
—El Dragón de las Tinieblas también podría haberlo visto, a través de sus ojos de semi drac.
El mago ogro asintió, y se adelantó cauteloso.
—¿Hasta que parte del interior puedes ver?
—No muy adentro. —Tras un instante, Dhamon añadió—: Aún no, al menos.
Se acercó más y concentró los agudos sentidos en la negra boca y el tenebroso interior, esforzándose por captar cualquier sonido o movimiento.
—No hay nada en el interior.
Necesitaron unos pocos minutos para trepar hasta la entrada de la cueva, ya que Maldred usó su magia de la tierra para que la senda resultara más fácil. Algunos minutos más tarde, ya estaban dentro, y avanzando veloces y silenciosos a pesar del tamaño. No había demasiada luz allí dentro, pero Dhamon descubrió que ello no inhibía su aguda capacidad visual, en tanto que Maldred, que como todos los ogros, podía diferenciar objetos en la oscuridad por el calor que emitían, mantuvo los ojos fijos en la espalda de Dhamon, y siguió a la fiebre que ardía en él.
El olor a ogros era poderoso en el interior, y Dhamon supuso que los que habían eliminado habían estado apostados en la cueva durante bastante tiempo. También otros, decidió al cabo de un instante, ya que el olor a ogro estaba por todas partes. ¿Cuántos más? ¿Estaban en otra parte de ese complejo de cuevas? ¿O se encontraban muy lejos, llevando a cabo algún inicuo servicio en nombre del Dragón de las Tinieblas?
Recorrieron un largo pasillo que no dejaba de girar, y el olor a ogro fue menguando. Muy pronto, el único olor a ogro que Dhamon pudo oler con seguridad fue el de Maldred.
En dos ocasiones, Dhamon tuvo la impresión de que los seguían; oyó algo a su espalda, tal vez eran más centinelas del dragón acechando en escondrijos que él había detectado y despreciado, pero fuera lo que fuese lo que los seguía se mantenía tan atrás que aún no había conseguido captar su olor. Decidió que no podía esperar a hacerlo.
Descendieron más hacia las entrañas de la cueva, sin que Dhamon dejara de vigilar a Maldred de reojo.
De improviso, sintió la presencia del Dragón de las Tinieblas, como un golpecito suave en el fondo de la mente. La criatura intentaba volver a entrometerse en su consciencia, pero Dhamon consiguió repelerla. No creía que el dragón supiera que se hallaban cerca, pero tampoco quería correr riesgos.
—Más deprisa —masculló—. Mal, muévete.
Oyó cómo los pies del mago ogro se movían más veloces, y la respiración de su compañero se tornó más apresurada.
—Más deprisa —repitió, en voz más alta, luego lanzó un juramento al dar un traspié.
Las piernas le ardían y se sentía pesado; notó cómo volvían a crecerle, y se tornaban más gruesas y musculosas aún. Sintió cómo el pecho se tensaba otra vez, y la cabeza empezó a martillearle.
—¡Por las cabezas de la Reina de la Oscuridad! ¿Durante cuánto tiempo más va a durar este tormento?
¿Durante cuánto tiempo más permanecería su espíritu humano en aquel cuerpo extraño? ¿Le quedaba tiempo para encontrar al dragón? ¿Tiempo para enfrentarse a él? ¿Tiempo para averiguar si habían salvado a Riki y a su hijo?
—¿Cuánto tiempo aún? —musitó, mientras volvía a recuperar el equilibrio y reanudaba la agotadora marcha.
Oyó la fatigosa y sonora respiración de Maldred a su espalda. Al mago ogro le estaba costando mantener su ritmo.
—No tan deprisa —se quejó Maldred, cuando Dhamon dobló veloz una esquina y descendió raudo por una empinada pendiente—. No puedo seguir tu paso.
A pesar de lo mucho que Dhamon prefería no perder de vista al traicionero mago ogro, en esa ocasión decidió que no podía esperar.
—¡Dhamon, ve más despacio!
Era posible, suponía Dhamon, que Maldred le dijera la verdad cuando afirmaba que jamás volvería a mentirle; pero si bien Dhamon quería creerlo, en honor a la íntima amistad que habían compartido en el pasado, no podía permitirse aquel lujo, aquel ansiado acto de fe. Cuando tal vez no le quedaran apenas más que algunos minutos de existencia, no.
El Dragón de las Tinieblas había utilizado sus malas artes en el mago ogro en una ocasión, y si Maldred mantenía aún la esperanza de salvar el territorio ogro, el dragón todavía podría convencerlo de nuevo para que se volviera en contra de Dhamon.
—Dhamon, ve más despacio.
—No puedo.
Dhamon no creía que le quedara tiempo suficiente para poder ir más despacio, ni tampoco era capaz de resignarse a confiar por completo en Maldred. De modo que prácticamente corría ahora, tanto como era posible dentro de los confines de los pétreos túneles, dejando atrás a su antiguo amigo con rapidez mientras avanzaba veloz en dirección a la estancia situada en la zona más inferior, donde sabía que tenía su guarida el adversario.
Debía doblar una esquina más, descender una pendiente más.
Se dijo que se encontraba muy por debajo de la superficie en aquellos instantes y que aún se hundía más en la tierra. El ambiente resultaba bastante más fresco allí, y el aire seco y el polvo del terreno más elevado quedaba sustituido por una humedad impregnada con el aroma del mantillo y el guano. Miró a la derecha, taladrando la oscuridad con los ojos, y vio gotas de humedad sobre la piedra, y también el brillo de una línea plateada. Sí, recordaba aquella línea de plata; la había observado durante su breve conexión con el Dragón de las Tinieblas.
—Me acerco —dijo—. Me estoy acercando.
Sólo le faltaba un corto trecho.
—En efecto —le llegó la respuesta que no había solicitado—; estás muy cerca.
A lo lejos, a la izquierda de Dhamon, irradió un apagado fulgor amarillo, que enseguida creció y adquirió más fuerza, hasta que la luz rebotó en un montículo de objetos con gemas incrustadas, esculturas de oro y armas doradas que se alzaba frente al Dragón de las Tinieblas, que aguardaba allí tumbado. La luz cegó momentáneamente a Dhamon, que había permanecido demasiado tiempo envuelto en una oscuridad total.
Se sintió aliviado, pero también presa de un temerario vértigo, un temor y una esperanza de que tal vez podría aún salvar a su hijo. También se encolerizó al pensar que toda su vida fuera a desembocar en ese final; que todo se redujera a ese único instante, a ese enfrentamiento con su Némesis.
Nura Bint-Drax, con el aspecto de una niña de cinco o seis años de cabellos cobrizos, se hallaban también allí, rondando cerca del Dragón de las Tinieblas. Las zarpas del leviatán estaban extendidas, casi como en una súplica, mientras que la niña Nura se hallaba en pleno proceso de lanzar un conjuro.
Dhamon empezó a avanzar hacia ella, luego vaciló. De pronto, percibió un retumbo bajo las escamas de los pies, y había palabras en el temblor, aunque no consiguió captar algunas.
—Eres hábil —ronroneó el Dragón de las Tinieblas—. Mis sirvientes ogros no se molestaron en advertirme de tu presencia, Dhamon Fierolobo. ¿Los mataste?
—Están mucho mejor muertos —replicó el aludido.
El dragón enarcó la cresta situada sobre uno de los ojos, con expresión curiosa.
Dhamon se aproximó, despacio, con cautela, sin perder de vista a Nura y sin dejar de mantener al dragón a raya, mentalmente.
—Ya he dejado de llamarme Dhamon Fierolobo. Dejé de ser Dhamon Fierolobo cuando desaparecieron los últimos vestigios de mi piel. Ahora no soy más que una criatura repugnante que creaste para destruirla. Un drac, aunque no tan bien formado como los que engendró Sable. No tengo alas, dragón. Sólo muñones. Tu creación ha resultado defectuosa. Soy una abominación.