Ragh acabó de estrangular a la naga y la dejó caer al suelo; tras dar un traspié sobre el cuerpo de serpiente, giró en redondo y corrió en dirección al Dragón de las Tinieblas.
En ese momento, con su oponente distraído por la presencia de tantos adversarios, Dhamon sintió una oleada de poder en su interior.
En su mente el dragón que era él había estado dando caza al dragón malvado, y en aquel momento, el reflejo de sí mismo dejó escapar por la boca una nube negra que fluyó hacia el adversario.
Fiona lanzó una estocada hacia arriba, y la hechizada hoja se hundió profundamente en el tambaleante Dragón de las Tinieblas.
La criatura había sacrificado demasiada energía para alimentar el hechizo de transferencia; había usado casi toda la magia procedente del dios que lo había engendrado en el Abismo.
Fiona volvió a hundir la espada, y de este modo concedió, sin saberlo, unos minutos preciosos a Dhamon para que pudiera incrementar su batalla mental y descargar el arma que era su aliento. Dio, también, tiempo a Maldred para poner en marcha su hechizo, y a Ragh para que pudiera acercarse al anciano y cansado dragón, y usar las zarpas.
—¡Ven a cogerme, dragón! —volvió a chillar la solámnica.
El reflejo del dragón volvió a soltar aliento en la mente de Dhamon, y de improviso, aquel aliento negro se materializó. La negra nube ponzoñosa surgió como una exhalación de las fauces de Dhamon y envolvió la testa del Dragón de las Tinieblas.
En un abrir y cerrar de ojos, la criatura desapareció de la mente de Dhamon, que en ese mismo instante, consiguió por fin desprenderse de toda su indolencia.
El leviatán descargó una zarpa sobre Fiona; luego volvió la cabeza, para contemplar a Maldred con expresión inquietante. El conjuro del ogro lanzó una serie de esferas de fuego verde contra la criatura.
Maldred con su fuego verde, Ragh con sus poderosas garras, Dhamon con su aliento. Los tres se unieron para atacar a la bestia.
Y ésta sucumbió.
Igual que había sucumbido Fiona.
Cuando miraron a su alrededor, la naga había desaparecido sin dejar rastro. Ragh había creído que la aterradora criatura estaba muerta, pero Nura debió de escabullirse durante el combate final, que se saldó con la muerte de su querido amo. Los tres supervivientes carecían en aquellos momentos de las fuerzas o el ánimo para ir tras la niña-serpiente-mujer que los había atrapado en su enloquecida intriga.
Enterraron a Fiona en las profundidades de la cueva del dragón, cerca del lugar donde había efectuado su valiente y postrer ataque. Cerca de la cabeza de la mujer Maldred usó la magia para licuar la pared de roca —durante unos instantes—, luego incrustó la preciada espada larga de la solámnica en la piedra. Aquella espada que en otro tiempo había poseído magia marcaría eternamente el honroso final de la Dama de Solamnia.
Maldred extendió el hechizo sobre el suelo y las piedras rotas, para sellar aquel punto y convertirlo en una lisa capa de roca.
—Espero que haya vuelto a encontrar a Rig —comentó el draconiano cuando Maldred hubo terminado—. Espero que exista algo más allá de este mundo, un lugar al que vayan los espíritus cuando los cuerpos han acabado su función… Espero que esté allí con Rig, y que, juntos, estén en paz.
Dhamon no dijo nada. Cerró los inmensos ojos de dragón y lloró en silencio por Fiona y Rig, por Shaon, Raph y Jaspe. Por todas las vidas que había tocado y ensuciado. Minutos más tarde, en un silencio sobrenatural, se escabulló de la sala, tomando el pasadizo más amplio que ascendía a la superficie, seguido de Maldred y Ragh.
No hablaron hasta que salieron a las estribaciones. El sol se ponía, y pintaba el seco suelo con un cálido fulgor a la vez que hacía llamear las escamas de Dhamon como si fueran de metal fundido. Dhamon se tumbó en el suelo, con las zarpas extendidas hacia el horizonte y las alas plegadas contra el cuerpo.
Ragh trepó con cuidado el primero, hasta acomodarse en la base del cuello de Dhamon entre dos púas afiladas. Maldred aguardó, contemplando cómo el sol se hundía, hasta que el resplandor empezó a desvanecerse; luego se encaramó detrás de Ragh, y su mano se cerró con fuerza sobre una de las púas, las piernas bien apretadas a los costados, cuando el dragón desplegó las alas y, sin el menor esfuerzo, se elevó hacia el cielo.
Volar le resultó algo instintivo, y Dhamon se preguntó si era algo sembrado en él por la magia del dragón, o si se debía en parte a los años en que había volado sobre el lomo del Dragón Azul, Ciclón. El viento corría veloz por encima y por debajo de las alas, jugueteaba con su rostro y le acariciaba el lomo. Se dijo que debería sentirse preocupado por su destruida humanidad, pero el poder de esa nueva forma, la sensación de volar, mantenía a raya tan taciturnos pensamientos.
A lo mejor existía algo de maravilloso y predestinado en su conversión en dragón. Dhamon descubrió que disfrutaba con la sensación de volar tan alto sobre la tierra.
—¿Adónde vamos? —Ragh tuvo que chillar para hacerse oír por encima del viento.
La respuesta de Dhamon fue virar al sur, hacia el borde la cordillera. El cielo empezaba a oscurecer cuando aterrizó e hizo una seña a Maldred para que desmontara.
El mago ogro lo hizo con cierta desgana.
—Te echaré de menos, Dhamon —le dijo—. Espero que el destino se ocupe de volver a unirnos, y también que durante ese intervalo de tiempo encuentres un modo de perdonarme.
Dhamon aguardó hasta que el mago ogro se hubo alejado un poco para volver a desplegar las alas. Las patas lo impulsaron de nuevo hacia las alturas, y mientras se elevaba, alargó el cuello hacia atrás para dirigir una última mirada a su antiguo amigo. El ogro de piel azul había desaparecido, y en su lugar volvía a estar el hombre de piel bronceada con un apuesto rostro anguloso y cortos cabellos rojizos. Aquélla era la vieja forma que Dhamon conocía y la que parecía sentar mejor a Maldred.
—No dejaré que me sueltes sobre algún pico solitario —refunfuñó Ragh, y en voz más baja, pero no tanto que el otro no pudiera oírle, añadió—: Además, no tengo adonde ir.
Su ruta los condujo ligeramente al oeste entonces, luego en dirección a Haltigoth. Las estrellas se extinguían ya cuando aterrizaron. El draconiano descendió del lomo de Dhamon, y éste invocó un conjuro que le llegó de forma espontánea desde las misteriosas profundidades de su ser.
En cuestión de momentos, el dragón que era Dhamon Fierolobo pareció plegarse sobre sí mismo, se encogió, y a continuación se quedó plano, como un charco de aceite. Y el aceite se deslizó silencioso hasta el draconiano, se pegó a él, y avanzó con él como su sombra. Ragh se dirigió a toda prisa al pueblo más cercano, rodeó el establo, y dejó atrás los puestos cerrados de los comerciantes. Había un pequeño edificio de piedra con el techado de paja, y los agudos sentidos de Dhamon los condujeron hasta allí.
Ragh se deslizó sigiloso hacia una ventana de la parte trasera.
Riki y su esposo estaban sentados ante una mesa de madera, y la semielfa acunaba a una criatura pequeña; un niño con misteriosos ojos oscuros y cabellos rubios como el maíz. Un chico, se dijo Dhamon, y decidió que echaría un vistazo de vez en cuando para asegurarse de que el niño se desenvolvía en aquel mundo sin problemas y de un modo provechoso.
—¿Has visto suficiente? —susurró Ragh al cabo de varios minutos, pues no deseaba arriesgarse a que los descubrieran.
«Sí —respondió mentalmente su compañero—. Lo he visto bien y también he visto suficiente».
Abandonaron el pueblo volando y tomaron un curso que les hizo enfrentarse a un frío viento otoñal. Dhamon se dirigió hacia el norte, donde un dragón llamado Ciclón ejercía su dominio. Quería ver a su antiguo compañero y observar su sorpresa. Durante los kilómetros que mediaban entre Throt y la guarida de Ciclón tal vez encontraría un modo de explicar lo que le había sucedido.