– Bien -dijo Martha, viendo acercarse la victoria-. Y te lo mereces. Prefiero gastar parte de ese sueldo exagerado contigo a hacerlo en unos manolos nuevos.
– ¿Qué es eso, tesoro?
– Zapatos.
– Ah, claro, un estilo nuevo, ¿no?
– Más o menos -dijo Martha.
Después del almuerzo llamó su hermana. Quería pedir un favor a Martha.
– Mi vecina, que es viuda -«por supuesto», pensó Martha-, necesita ayuda. El coche de su hijo se ha estropeado y tiene que regresar a Londres. Le he dicho que estaba segura de que no te importaría llevarle.
A Martha sí le importaba, y mucho. Llevaba rato soñando con un trayecto tranquilo de vuelta a Londres, con la música sonando, tiempo para pensar… Y también para no pensar. No le apetecía nada tener al lado a un chico lleno de granos durante tres o cuatro horas, y tener que conversar con él.
– ¿No puede volver en tren?
– Podría, pero no tiene dinero. Martha, la verdad, no es pedir mucho. Es muy simpático.
– Sí, pero… -Martha se interrumpió.
– Vale, déjalo -dijo Anne, y su tono era realmente furioso-. Le diré que haga autostop. Tú vuelve a tu elegante vida en Londres.
Martha se sintió fatal de inmediato. ¿En qué bruja estaba convirtiéndose? Anne tenía razón, no era mucho pedir. Simplemente no quería hacerlo…
– No -dijo enseguida-, de acuerdo. Pero tendrá que adaptarse a mi horario y le dejaré en una boca de metro, ¿entendido? No pienso pasarme toda la noche conduciendo por Londres.
– Qué amable eres -dijo Anne-. Se lo diré. ¿Qué hora exactamente se adapta mejor a tu ocupado horario?
– Me iré a las cuatro -dijo Martha, evitando dejarse provocar.
– ¿Te ves capaz de desviarte tanto como para recogerle? Podrías tardar quince minutos más.
– Le recogeré -dijo Martha.
Anne salió de casa al oír el coche de Martha. Su resuello al ver el Mercedes fue casi audible.
– Eres muy considerada -dijo-. Está preparado. Hemos estado charlando, ¿verdad, Ed?
– Sí. Vaya, qué cochazo. Es usted muy amable, señorita Hartley.
Martha bajó del coche, se quitó las gafas de sol y se encontró mirando a uno de los chicos más guapos que había visto en su vida.
Era bastante alto, medía más de metro ochenta, tenía pelo rubio, corto y ondulado y unos ojos azules asombrosamente intensos. Estaba moreno, y tenía algunas pecas sobre una nariz recta, y una sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes absolutamente perfectos. Llevaba unos pantalones cortos holgados, un estilo que Martha no soportaba, zapatillas deportivas sin calcetines y una camisa blanca bastante arrugada. Parecía un anuncio de Ralph Lauren. De repente Martha se sintió menos fastidiada.
– Es muy amable, de verdad -repitió Ed mientras salían a la carretera-. Se lo agradezco mucho.
– No es nada -dijo Martha-. ¿Qué le ha pasado a tu coche?
– Se ha muerto -contestó-. Era un trasto. El regalo de mi madre por mis veinte años. Me dijo que no debía usarlo para trayectos largos. Y está visto que tenía razón.
– ¿Y qué vas a hacer?
– A saber. -Echó un vistazo al coche-. Es precioso. Es descapotable, ¿no?
– Sí.
– En Londres no lo usará mucho.
– Entre semana, no -dijo Martha-. Donde vivo no necesito mucho el coche.
– ¿Y dónde vive?
– En los Docklands.
– Qué guay.
– Bastante guay, supongo -dijo Martha, esperando que no pareciera una vieja patética hablando como una jovencita.
– ¿Es abogada? -dijo él-. ¿Sí? ¿Se disfraza con la peluca blanca?
– No -contestó Martha, sonriendo a pesar suyo-. No soy abogada de juzgado, sino corporativa.
– Ah, bueno. Entonces lleva divorcios, compras de casas…
– No, trabajo para una firma de la City, Sayers Wesley.
– Ah, ya la entiendo. Trabaja toda la noche, supervisa grandes negocios, cosas así.
– Cosas así. -Le echó un vistazo. Se había puesto una gorra de béisbol con la visera detrás, otra cosa que Martha no soportaba pero, por imposible que pareciera, le sentaba bien-. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?
– Ahora mismo estoy probando cosas -dijo él-, cosas de telecomunicación. Me aburro mucho. Pero dentro de unos meses me voy. Estoy ahorrando.
– ¿Adónde vas?
– Ah…, a Tailandia, Australia, por ahí. ¿Usted lo hizo?
– Sí que lo hice. Y lo pasé en grande.
– Eso espero. Debería haberlo hecho antes de la uni, la verdad.
– ¿Cuántos años tienes, Ed?
– Veintidós.
– ¿Y qué has estudiado? -preguntó-. ¿En la universidad?
– Inglés. Mi padre quería que hiciera clásicas, porque fue lo que estudió él. Pero no me veía capaz.
– No me sorprende -dijo Martha, y de repente y de forma impactante se acordó de Clio, la bajita, rellenita y bonita Clio, diciendo exactamente lo mismo, hacía tantos años. Clio, que quería ser médico, que… Bueno, basta, Martha. No mires atrás.
– Ojalá lo hubiera hecho -dijo Ed-. Le hubiera hecho feliz. Ahora que ha muerto, me da la sensación de que podría haberlo hecho por él.
– Sí -dijo Martha-, te entiendo. Aunque tú debes hacer lo que es bueno para ti.
– Sí -dijo él-, en realidad yo pienso lo mismo. Pero a veces…
– Por supuesto. Siento lo de tu padre. ¿Qué le ocurrió?
– Cáncer. Sólo tenía cincuenta y cuatro años. Fue horrible. Siempre dejaba para más adelante ir a ver al médico y después había una lista de espera espantosa para ir al especialista, y…, bueno, la verdad es que todo fue un asco.
– Debió de ser terrible para ti. ¿Cuánto hace que murió?
– Tres años -contestó Ed-. Yo estaba en la uni y fue muy duro para mi madre. Su padre se portó muy bien con ella. Ella dice que la ayudó a salir adelante. Su padre es muy buena persona. Su hermana también es muy simpática.
– Me alegro de oírlo -dijo Martha.
El chico se volvió a mirarla reflexivamente.
– Pero no se parece mucho a usted -añadió, y después se sonrojó-. Lo siento. Ahora me dejará tirado en la cuneta.
– Si hubieras dicho que me parecía a ella, seguro que sí -dijo Martha, sonriendo.
– Ya, pero no se parecen. Claro que ella será mucho mayor.
– De hecho, es dos años más joven que yo -dijo Martha.
– ¡No me diga!
– Sí te digo.
Un silencio, y después:
– No es posible -dijo.
– Ed -dijo Martha-, me has alegrado el fin de semana. Dime, ¿a qué universidad fuiste?
– A Bristol.
– ¿De verdad? Yo también fui allí.
– ¿Ah, sí? -Se volvió y le sonrió de nuevo. Después dijo-: Seguro que estaba en Wills Hall.
– Pues sí -dijo Martha-. ¿Cómo lo has sabido?
– Todos los pijos vivían allí. Era como un gueto de escuela privada. Al menos cuando yo estaba.
– ¡No soy una pija! -exclamó Martha indignada-, y fui a la escuela pública de Binsmow. Cuando era decente.
– Yo también -dijo él-, pero para entonces ya era un desastre.
Martha pensó que el chico debía de ser inteligente si había entrado en la Universidad de Bristol a pesar de haber asistido a una mala escuela pública. Porque era mala, su padre estaba en la junta y a menudo se desesperaba.
Llegaron a Whitechapel a las ocho y media.
– Aquí me va bien -dijo Ed-, cogeré el metro.
– De acuerdo. Te acercaré.
– Lo he pasado muy bien -dijo él-, gracias. Ha sido divertido. Hablar con usted y todo eso. La verdad, creía que sería más… más…
– ¿Qué? -dijo Martha, riendo.
– Un rollo, vaya. Francamente.
– Bueno, me alegro de no haberlo sido.
– No, ni mucho menos. -Bajó del coche, cerró la puerta, pero volvió a abrirla y la miró de una forma extraña-. Estaba pensando -dijo- si le gustaría salir a tomar algo una noche.
– Bueno -dijo Martha, sintiéndose muy poco guay de repente-, pues sí, sería divertido. Pero me temo que trabajo hasta muy tarde casi todos los días.