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– Esta mañana he pasado por la vicaría. El pobre señor Hartley está preocupadísimo por su esposa. Esta mañana se ha desmayado y parece que no quiere comer, se ha encerrado en sí misma. El médico dice que tendrán que hospitalizarla, dentro de un par de días.

– Oh, no, qué pena.

– En fin, el motivo por el que te he llamado es que el señor Hartley dice que lo único que ha animado a la señora Hartley últimamente han sido tus visitas. Dice que cree que es porque estabas tan cerca de Martha, y es como si se la devolvieras de alguna extraña manera.

– Es agradable -dijo Ed-. Ojalá alguien pudiera devolverle a Martha de alguna manera. Extraña o no.

– Sí. Bueno, cuídate mucho, cariño. Te llamaré mañana o pasado.

Nick había decidido que tenía que volver a Londres. Estaba bien estar en casa con sus padres cuando podía salir y hacer cosas, pero estar allí aislado, confinado en la casa, era diferente. Casi todos los demás se habían ido. No tenía nada que hacer aparte de leer y pasear solo.

Y pensar, mucho, en Jocasta. Y en lo estúpido que había sido. Un estúpido redomado. ¿Por qué no habían empezado a vivir juntos, por qué no se había casado con ella, si era lo que ella quería? Desde su perspectiva actual de soledad, ésa le parecía muy atractiva. Sus tres hermanos, uno de ellos menor que él, estaban casados, y parecían muy satisfechos. Y todos tenían hijos alegres. A menudo pensaba que le gustaría tener hijos. Se llevaba de maravilla con ellos. Aunque eso no sería posible con Jocasta, porque no superaría su fobia. Tal vez eso era un pequeño consuelo por haberla perdido. Quizás encontrara a otra chica a la que quisiera igual, que se muriera por tener hijos. Tal vez.

No cesaba de rememorar a Jocasta, cariñosa, sonriente, feliz, diciendo tonterías, y como estaba aquella tarde, en la cama, con su hermoso cuerpo desnudo, sus asombrosos cabellos esparcidos por la almohada, los enormes ojos brillantes cuando le miraba, alargando los brazos hacia él, diciéndole que le quería. Sí, le había dicho, de eso no había ninguna duda, que le quería, mientras hacían el amor, de esa manera tan maravillosa: «Me gusta, me gusta. Dios, es alucinante, fantástico…, ya estoy, Nick, no puedo más…, ya, ya…».

Meneó la cabeza. Era absurdo. Había vuelto con Keeble, y no podía culparla. Él tenía que seguir con su vida. Y empezaría regresando a Londres. Al día siguiente.

Jocasta llegó al piso de Clio a las seis. Había tardado más de lo normal. Conducir bajo el sol le había dado dolor de cabeza, y estaba bastante mareada. Se preguntó si eso sería el principio de las náuseas del embarazo. Si iba a empezar a encontrarse mal, significaba que lo que iba a hacer al día siguiente no podía esperar.

Apretó el timbre. Oyó la voz de Clio por el interfono.

– Sí, ¿quién es?

– Soy yo, Jocasta. ¿Puedo subir?

Hubo un silencio y después:

– Claro.

Clio tenía muy mala cara, estaba pálida y demacrada. Era evidente que había llorado.

– Oh, Clio -dijo Jocasta-. Clio, perdóname. Perdona que me comportara con tanta crueldad, que fuera tan insensible. Lo siento mucho por ti. Por favor, perdóname. No me lo merezco, pero te lo suplico.

Clio logró sonreír.

– Por supuesto. Lo comprendo.

– No me extraña que comprendas que soy una miserable, insensible y patética -dijo Jocasta-. Me merezco unos buenos azotes. ¿Te apetece dármelos? -añadió con una sonrisa-. Seguro que me haría bien.

– Ni se me ocurriría -comentó Clio con una débil sonrisa-. ¿Qué dirían los vecinos? -Se le escaparon un par de lágrimas.

– Oh, Clio -dijo Jocasta-. Deja que te dé un abrazo.

Abrió los brazos y Clio se dejó abrazar y lloró un buen rato.

– Es tan injusto -dijo-, ¡tan injusto!

– Lo sé. Es horrible para ti. ¿No se puede hacer nada?

– Parece que no. Tengo las trompas dañadas, y basta.

– Tú lo sabes mejor que nadie. ¿Y la inseminación artificial?

– Es una posibilidad, sin duda. Una buena posibilidad, en teoría.

– ¿Y en la práctica?

– Es un proceso desagradable. La pareja tiene que quererse mucho para someterse a eso. Además es muy azaroso. No es que funcione a la primera. Hay listas de espera largas. Y en la sanidad privada, cada intento vale miles de libras.

– ¿No podrías saltarte la lista, siendo médico?

– ¡Ni en broma! -gritó Clio muy ofendida-. Ni pensarlo. Y de todas formas, no sé por qué me pongo tan patética. ¿Con quién iba a tener un hijo? ¿En una nueva relación? Ya tengo treinta y cinco.

– ¿Con Fergus?

– Me temo que no. Eso está muerto.

– Clio, ¿estás segura?

– Muy segura.

– No es la impresión que me ha dado a mí.

– ¿Qué quieres decir?

– Le he llamado hoy, para pedirle que me ayudara a hablar contigo. Me ha dicho que no os iba bien, y ha dicho algo de un choque de ideologías. También ha dicho que había intentado llamarte. Que no querías hablar con él. A mí no me parece que la relación esté cadáver.

– Tal vez no ahora. Pero no funcionaría, Jocasta. Primero, porque no puedo aceptar lo que hace…

– ¿Por qué?

– Me parece una forma horrible de ganar dinero, aprovecharse de las desgracias de los demás. Sé que tú no lo ves así, pero…

– Clio, no es así. Lo que hace es ayudar a la gente.

– ¿Qué? ¿A futbolistas que se han tirado a seis chicas a la vez, presentando sus casos desde la perspectiva más favorable?

– No se trata sólo de eso. Mira lo que ha hecho por Kate, y ni siquiera ha cobrado, ni un penique. Acabo de enterarme. Por culpa de mi amado futuro ex marido. Aunque ya le ha pagado, creo.

– ¡Gideon! ¿Qué tiene él que ver con Kate?

– Pues que dijo que pagaría a Fergus hasta que Kate ganara dinero. Ese era el trato al principio. Y el pobre no había cobrado ni un penique. ¿Eso no te parece un detalle por parte de Fergus? Él no conocía a Kate, no le debía nada.

– No -dijo Clio-, sólo era dinero.

– ¡Por favor! Venga ya, ¿qué más hace mal el pobre? Aparte de ganarse la vida de la única manera que sabe.

– Nada, la verdad -dijo Clio bajito.

Jocasta se marchó poco después; cada vez tenía más dolor de cabeza y estaba muy cansada. De común acuerdo, no habían hablado de su situación. Estaba decidida, le dijo a Clio, y nada la haría cambiar de opinión.

– Sé que crees que hago mal, pero tendremos que aceptar que no estamos de acuerdo. Al menos volvemos a ser amigas.

– ¿Quieres que vaya a Londres contigo? ¿Que me quede contigo esta noche?

– No, por Dios. No estoy tan preocupada. En serio. Y para ti sería un mal trago. Todo irá bien. De verdad. Estaré perfectamente. Adiós, Clio, y otra vez perdóname. Te quiero mucho. Te llamaré pronto. Y llama a Fergus. Venga.

Nick se dirigía a Londres. Conducía él mismo. Su madre estaba horrorizada, pero él había dicho que al brazo no le pasaba nada fuera del cabestrillo y que podía conducir con el brazo izquierdo.

– Lo siento, mamá, pero tengo que volver. Se me acumula el trabajo. Te juro que iré a ver a mi médico mañana a primera hora. ¿De acuerdo?

Patrie Marshall suspiró.

– No puedo impedírtelo, pero me parece una estupidez. Más vale que no tengas un accidente. La policía se lo pasaría en grande contigo.

Nick le prometió no tener un accidente.

Jocasta entró en su casa y se echó en la cama. Se encontraba fatal. Ya no tenía tantas náuseas, pero se sentía sola, asustada y vulnerable. La idea de lo que tenía que hacer al día siguiente de repente le parecía muy desagradable. No era el dolor. Sarah Kershaw le había asegurado que sería mínimo.

– Sólo estarás dolorida. Y sangrarás mucho, al principio. ¿Has pedido a alguien que te acompañe a casa?

– Por supuesto -dijo Jocasta-. Está todo arreglado.

Había pedido un taxi: ida y vuelta.