La llamó a casa pero saltó el contestador.
– Soy yo -dijo-. Sólo quería saber si estabas bien y desearte suerte. He pensado que iré a verte esta noche. No hace falta que llames, pasaré sobre las siete. A menos que no quieras. Un beso.
Miró el reloj: eran casi las siete. Ya no valía la pena volver a dormirse. Empezaría el día con buen pie. Se duchó, y comenzaba a vestirse cuando sonó el teléfono. Sería Jocasta, que había oído su mensaje.
Pero no era Jocasta. Era Nick.
Jocasta estaba en medio de Clapham Common cuando se mareó. Se acuclilló, bajó la cabeza y respiró hondo e intentó no dejarse llevar por el pánico. ¿Qué haría ahora?
– ¿Te encuentras bien? -Una chica, una corredora, se había parado y se inclinaba sobre ella.
Jocasta la miró, intentó sonreír y vomitó en la hierba.
– Lo siento -dijo-, lo siento mucho. Sí, quiero decir, no. No me encuentro bien. ¿Tienes móvil?
– Sí. -La chica buscó en la riñonera y le pasó el teléfono a Jocasta.
Casi no se veía con fuerzas de hacer la llamada.
Clio se sentía fatal. Era la peor mentirosa del mundo. Había hecho lo que había podido, había soltado su historia de que hacía unos días que no veía a Jocasta, que no sabía si seguía con Gideon y que no sabía dónde estaba. Le había salido de pena. Se lo había dicho el propio Nick. Con bastante amabilidad le había dicho:
– Clio, esto es penoso. Sabes perfectamente dónde está. Venga ya. ¿Está en casa? En Clapham. Mira, veo que la proteges por algún motivo. Seguramente te ha hecho jurar no decírmelo. Si no dices nada daré por supuesto que está en Clapham. ¿Vale?
Clio calló, obediente. Nick subió al coche y fue a Clapham.
– Eres tonta de remate -dijo Beatrice severamente, ayudando a Jocasta a subir la escalera de su casa, hasta el salón. Había tardado cinco minutos en llegar al parque y veinticinco en volver. El tránsito había empeorado y había tenido que parar dos veces para que Jocasta vomitara-. ¿Por qué no nos lo habías dicho?
– No podía -dijo Jocasta, cansada, dejándose caer en el sofá-. No era capaz de hablar del tema. Ni de pensar en él. Un poco como Martha, supongo.
– Creo que estás en mejor situación que ella, pobrecilla. Imagino que Gideon lo sabe.
– Es que…
– ¡Jocasta! Es increíble, tienes que decírselo.
– No es de Gideon -dijo Jocasta.
Nick estaba frente a la puerta de la casa de Jocasta llamando al timbre y aporreando la puerta, alternativamente. Estaba convencido de que estaba dentro, escondida, y que sabía que era él.
Después de cinco minutos decidió entrar. Aunque no estuviera, podría averiguar dónde podía encontrarla. O qué le había pasado.
Por suerte no le había llegado a devolver la llave.
No estaba, pero era evidente que acababa de marcharse. El edredón estaba tirado en el suelo, el dormitorio estaba tan desordenado como siempre, y junto al fregadero había varias tazas sucias. Siempre hacía lo mismo, nunca las dejaba dentro. Eso lo sacaba de quicio. La radio estaba puesta: Chris Tarrant parloteaba tan feliz. Era evidente que pensaba volver enseguida.
Le dolía el brazo. Mucho. Sabían lo que decían cuando le aconsejaban que descansara. Estaba martirizado. Y se había dejado los analgésicos en casa, por supuesto. Jocasta siempre tenía muchos. Era algo adicta. Le cogería alguno, se tomaría un té y la esperaría. Puso agua a hervir y fue a mirar en el armario de debajo del lavabo.
Era un santuario de su desorden: dos o tres cajas de Tampax, una de ellas vacía, un cepillo muy gastado, un puñado de cintas de pelo, una caja rebosante de bolas de algodón, dos cajas de hilo dental, las dos abiertas, una botella de enjuague dental medio vacía, dos manoplas bastante asquerosas, y después de rebuscar un poco, echándole valor, encontró un par de frascos de analgésicos, no muy fuertes. Solía tener más. También encontró dos tubos de crema autobronceadora, varias pilas doble A, un paquete de algo que se autodenominaba remedio para dormir, una botella enorme de tabletas de vitamina C y… ¿qué era eso? ¿Qué demonios era eso? No podía ser, no, pero sí, lo era, sin ninguna duda, horrible, era una prueba de embarazo, y vaya por Dios, otra, las dos usadas, una con las instrucciones arrugadas y metidas de cualquier manera en la caja, y la otra perfectamente envuelta, aún intacta.
¿Qué pasaba? ¿Qué había sucedido? ¿Qué había estado haciendo Jocasta? ¿Por qué no se lo había dicho? Preguntas absurdas, ridículas, sin sentido, idiotas. ¿Cuánto hacía? ¿Cuándo había comprado Jocasta esas pruebas? ¿Era de Gideon el bebé?
Tenía que serlo, eso explicaría su extraordinario comportamiento, evitándole, porque no podía ser suyo, ¿no? Si es que había un bebé. ¿Cómo podía saber siquiera eso? ¿Qué había hecho Jocasta desde entonces? Él no le habría ocultado nada, nada de nada. ¿Por qué no se lo había dicho? Tenía que ser de Gideon, tenía que serlo, porque si no ella se lo habría dicho, seguro.
Nick salió del baño y se sentó; de repente le temblaban las piernas como si fueran de goma.
Después llamó a Clio.
No contestó.
– Beatrice, no lo voy a tener. Nick no lo querrá. Sé que no. Ya sabes cómo es: lo último que desea es un hijo.
– No es lo mismo que no saber que tiene uno. Al menos en ciernes.
– Beatrice, no puedo decírselo. Créeme, no puedo.
– Lo siento pero discrepo. Oye, me gustaría quedarme, pero no puedo, tengo que estar en un juicio en menos de una hora. Podemos hablar esta noche. ¿Vas a quedarte aquí o prefieres echarte en la cama? Christine te cuidará. Ahora llevará a las niñas a la escuela, pero le dejaré una nota. Josh no está, ha ido a no sé qué ciudad.
– De acuerdo. Gracias por todo, Beatrice.
– De nada. ¿Me prometes que descansarás?
– Te lo prometo.
Suerte que Beatrice se marchaba, pensó Jocasta. Se encontraba mucho mejor. Todavía le quedaba una hora. Se ducharía, tomaría prestado un chándal de Beatrice y se marcharía. Ah, tenía que cambiar el taxi. Mejor hacer eso primero.
Josh todavía dormía cuando le llamó Beatrice. Había tenido una noche difícil con los vendedores y la cabeza le estallaba.
– Josh, soy Beatrice. Oye, tengo que contarte algo. Vuelves esta noche, ¿no?
– Claro.
– Bien. Oye, Jocasta estará aquí.
– ¡Jocasta! ¿Por qué?
– Está embarazada.
– ¡Embarazada!
– Sí. Y espera: no es de Gideon; es de Nick. Y está decidida a abortar.
– ¡De Nick! Qué lío. ¿No podemos detenerla?
– No lo sé. El caso es que Nick no lo sabe. Y debería saberlo. Ella jura que no lo querrá, pero debería tener la oportunidad de decirlo él. No puede impedírselo legalmente, eso no, pero… ¿tienes su teléfono?
– Creo que sí. ¿De verdad crees que debería saberlo?
– Estoy segura.
– Ay, señor. Pobre Jocasta.
Clio estaba preocupadísima. Jocasta había desaparecido. Había intentado llamarla varias veces y cada vez se oían más pitidos en su contestador y no respondía al móvil.
Estuvo a punto de llamar a Nick un par de veces y lo dejó. Él la había llamado, pero ella no había contestado. Era una cobarde. ¿O era una buena amiga, que cumplía la promesa que le había hecho a Jocasta?
Le habría gustado poder hablar con Fergus. Él sabría lo que había que hacer. Eso era lo mejor de Fergus: lo sensato que era. Y comprensivo. Era como Jekyll y Hyde; con lo de los Morris, por ejemplo, había sido un encanto. Pero basta de pensar en Fergus, Clio: concéntrate en Jocasta y lo que está pasando.
Sonó el teléfono y se sobresaltó, pero no era Nick, era Josh. ¿Tenía el número de móvil de Nick? ¿O el de su piso? Era urgente.
– Bueno…