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– Oh, sí, por favor, pásamela. ¿Cuántas visitas me quedan?

– Sólo la señora Cudden.

– Qué bien. Dile que no tardaré y que la llevaré a casa.

– ¿Seguro?

– Del todo. Jocasta, hola, ¿cómo estás?

– Oh, Clio, Clio… -Jocasta no siguió.

Clio sólo oía sollozos.

– Jocasta, ¿qué pasa? ¿Qué tienes?

– Ha sido horrible. Estaba tan asustada que… Dios mío, ven, por favor. En cuanto puedas. Lo siento, Clio, lo siento, estoy bien, es que…

– Jocasta, no deberías estar sola. Debería haber alguien contigo. ¿Dónde estás?

– En casa. Estoy bien, en serio. Estaré bien.

– Puedo ir sobre las cinco -dijo Clio-. ¿Te parece bien?

– Sí. Gracias. -Estaba muy llorosa. Clio colgó y dijo que pasara la señora Cudden.

Tal vez podría convencer al nuevo médico para que hiciera sus visitas de la tarde.

– Ya puede verla, señor Hartley. -La joven enfermera le sonrió cariñosamente-. Ha dormido un poco. Dice que quiere irse a casa, pero por su edad, es mejor que se quede un par de días. Para que podamos supervisar cómo va su hígado. Tenemos una habitación en Florencia, y la trasladaremos en cuanto podamos.

– Gracias -dijo Peter, y se preguntó distraídamente cuántos millones de alas de hospital se llamarían Florencia. Entró a ver a Grace.

Estaba echada boca arriba, mirando al techo. Tenía la piel amarillenta.

– Hola, Grace, mi vida.

Ella volvió la cabeza, le miró y se echó a llorar.

– Oh, Peter, lo siento. No sé cómo he podido hacer eso. Perdóname, por favor.

– Claro que te perdono. Te perdonaría lo que fuera. Ya lo sabes. Te quiero muchísimo, Grace.

– Lo sé. Yo también te quiero. Pero todo parece tan inútil. Tan terriblemente inútil. Al ver el frasco me pareció encontrar la solución.

– Lo sé, cariño, lo sé.

– Es un dolor tan grande, no sé cómo soportarlo. Es como si ya no tuviera a Dios, como tú. No me ayuda, como te ayuda a ti. Por favor, perdóname, Peter, por favor.

– Grace. A mí tampoco me ayuda mucho por ahora. No soy capaz de imaginar que pueda sentirme mejor.

– ¿De verdad? -dijo ella.

– De verdad. Ha habido veces que he pensado que había perdido por completo la fe.

– Oh, Peter, no me había dado cuenta, creía que…

– Creías mal. Pero sé que Dios nos ayudará. Tarde o temprano. Sólo tengo que aguantar. Como debes aguantar tú. No puedo perderte a ti también -añadió con una sonrisa cansada.

Grace le miró. Era espantoso sentirse mejor, porque sabía que Peter estaba mal. Aun así la ayudaba. Saber que estaban juntos en el dolor, saber que no debía pasar lo peor sola le devolvió la sonrisa.

– Lo siento mucho -le comentó otra vez, y después-: Debo de estar horrible.

– Para mí siempre estás preciosa.

– No digas eso -dijo ella apartando la cabeza. Las interminables lágrimas empezaron de nuevo.

Peter suspiró. Le quedaba mucho camino. Pero le daba la sensación de que habían superado una meta importante. Al menos volvían a estar juntos. Lo notaba.

– ¿Edward?

– Sí, mamá. -Oyó su propia voz, ligeramente irritada. Tenía que controlarse. Pero su madre se estaba pasando: la segunda vez en un día.

– Edward, tengo una noticia triste.

Más no. No podría soportarlo.

– ¿Qué?

– La pobre señora Hartley…

– ¿Qué ha pasado?

– Se ha tomado una sobredosis, Ed. Es muy triste.

– ¡Oh, no! Se ha…

– No, se pondrá bien. Pero imagínate lo mal que estaba. Pobre. Está en el hospital, me lo ha dicho Dorothy, mi amiga de los Weight Watchers.

– Sí, mamá.

– Es enfermera. No debería habérmelo dicho, pero pensé que querrías saberlo.

– Sí, gracias por decírmelo. -Se sentía inmensamente deprimido. ¿Hasta dónde y hasta cuándo seguiría expandiéndose el efecto de la muerte de Martha?-. Le mandaré una tarjeta.

– Hazlo. Y podrías pedirle a esa chica…, Kate, que le mande otra. Las notas, por breves que sean, son un gran alivio. Saber que los demás piensan en ti.

– Claro, se lo diré.

La llamaría más tarde. En ese momento no se sentía capaz.

– Clio, soy Fergus.

– Oh, hola.

– ¿Cómo estás?

– Bien, Fergus, sí, gracias. ¿Y tú?

– Estoy bien, Clio. Sólo quería decirte una cosa.

– Oye, Fergus, lo siento, pero estoy muy liada. Tengo que hacer… algo, me voy de Guildford dentro de un par de horas y tengo una sala de espera hasta los topes de pacientes. En otro momento.

Fergus colgó sin despedirse.

Nick se quedó un momento mirando la casita de Jocasta, escuchando cómo se alejaba el taxi. Casi le daba miedo entrar, cómo se sentiría con todo, y con ella, cómo podía haber cambiado todo de una forma tan peligrosa. O cómo había cambiado ella de forma tan peligrosa, y había pasado a ser una persona despreocupada, irresponsable y transparente a alguien capaz de cometer un enorme engaño, de terrible arrogancia y gran valor. Para hacer lo que había hecho, completamente sola. También quería irse, conservarla como había sido siempre, pero sabía que tenía que verla, enfrentarse a ella, averiguar en qué se había convertido y por qué. Levantó un dedo y tocó el timbre. Hubo un largo silencio y después oyó su voz.

– ¿Quién es?

– Nick.

Un silencio en el que oyó su sorpresa. Después oyó que abría el pestillo, vio cómo abría la puerta y la vio a ella.

Tenía muy mal aspecto, estaba muy pálida y tenía los ojos rojos e hinchados de llorar. Los cabellos le caían sobre la cara, y retorcía un pañuelo entre las manos. Llevaba uno de los chándales más horribles que Nick hubiera visto. Jocasta le sonrió débilmente.

– Hola.

– ¿Hola?

– ¿Quieres pasar?

– Si puedo…

– Por supuesto… -Le acompañó a la sala, que estaba sorprendentemente ordenada para ser la de Jocasta.

– ¿Te apetece un té?

– No, gracias. ¿Cómo te encuentras?

– Fatal.

– Ah.

Hubo un largo silencio y después ella dijo:

– Perdona. -Y salió corriendo de la habitación.

Nick oyó ruidos poco agradables procedentes del cuarto de baño. Finalmente Jocasta salió, más pálida que antes, y se quedó de pie retorciendo un pañuelo en las manos.

– Lo siento.

– La anestesia, supongo -dijo él.

Ella le miró asombrada.

– ¿Lo sabes?

– Sí, lo sé. Vengo de la clínica.

– De la… Nick, ¿quién te lo ha dicho?

– Soy un buen detective -dijo-. Es parte del trabajo de periodista. Como sabes.

– Sí, pero…

– He tenido una ayudita.

– De Clio, ¿no?

– No. No fue Clio. Ella no ha querido decirme nada.

La miró y meneó la cabeza.

– Qué has hecho, Jocasta. Qué has hecho. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿No crees que tenía derecho a saberlo? El bebé no era sólo tuyo, también mío. Nuestro. ¿No crees que me habría gustado saberlo, hablar contigo, decirte lo que sentía? ¿Cómo has podido decidir tú lo que era mejor para… para todos? Ha sido muy arrogante y me ha hecho muy infeliz, mucho.

– ¿Infeliz?

– Por supuesto, Jocasta, te quiero. Te quiero mucho. ¿Cómo podías pensar que yo no tenía ni arte ni parte en esto?

– Nick, Nick, ¿no me estarás diciendo que habrías, que habrías querido tener un hijo, verdad?

– Claro que me habría gustado tener un hijo. Tal vez no lo habría decidido ahora mismo. Pero eso no significa que quisiera que… que te deshicieras de él. Si hubiera podido elegir, no te habría dejado hacerlo.

– Oh -dijo-, ya. Sí.

– No entiendo cómo has podido hacerlo. Sin decírmelo.

– No. No, claro. Mira, el caso es que…

– El caso es ¿qué? No creo que pueda soportar ninguna justificación.

– No te voy a dar ninguna. El caso, Nick, es que de hecho creo que he hecho algo bueno -dijo despacio y con mucha suavidad.

Él la miró fijamente.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no he podido hacerlo -dijo Jocasta-; al final, no pude. He entrado en la habitación, y estaba allí echada, pensando, reflexionando, sobre lo que estaba a punto de hacer, lo que sucedería, y al cabo de poco me he levantado y me he ido. Así que, Nick, sigo embarazada. ¿Qué vamos a hacer?