Él tardó mucho en abrir la puerta. ¿Y si la había visto y no quería dejarla entrar? ¿Y si no quería verla? No le culpaba, se había portado muy mal con él.
Al fin respondió en el interfono.
– ¿Quién es?
– Soy Clio. Déjame pasar, por favor.
– Ah, vale. -No parecía precisamente contento de oír su voz.
Clio respiró hondo, abrió la puerta y subió la escalera corriendo. Fergus estaba sentado en la diminuta habitación que él denominaba recepción, y la miró con bastante frialdad.
– Hola.
– Hola, Fergus. He venido a disculparme.
– ¿Qué?
– Sí. Siento haber dicho esas cosas de que eras cínico y comerciabas con las miserias de la gente y todo eso. Lo siento mucho.
– Ya.
– Sí. Fue horrible por mi parte, no tenía ningún derecho a decirlo.
– No.
Aquello no iba bien. Tal vez le había ofendido demasiado para que la perdonara. Oh, Dios.
– Fergus, Fergus, de verdad, de verdad quiero que sepas que yo… que te quiero mucho. Te he echado muchísimo de menos. Hoy no dejaba de pensar cuánto te echaba de menos, que no debía haber sido tan estúpida y…
– No pasa nada -dijo él. Seguía mirándola de forma inexpresiva.
Era horrible. Era evidente que le había ofendido más allá del perdón. Se lo merecía. Era una mujer virtuosa y pomposa. No se merecía a alguien tan bueno como Fergus. Debería haber confiado en él, debería haberle juzgado mejor. Le miró otra vez, pero él seguía inmutable.
– Bueno -dijo Clio por fin con la voz temblorosa-, bueno, es todo lo que quería decirte. Necesitaba decírtelo. Creí que tenía que decírtelo.
Se volvió hacia la puerta. Si lograba salir sin echarse a llorar, ya sería algo.
– ¿Adónde vas? -dijo él.
– No lo sé. A casa, supongo. A Guildford.
– No -dijo él-, ni hablar.
– ¿Qué?
– Te quedas aquí conmigo.
– ¿Me quedo?
– Sí -dijo-, te quedas aquí. Te quiero.
– ¿Me quieres? -dijo Clio.
– Sí. Te quiero. Te quiero muchísimo, bruja lianta -añadió.
– Grace, mi vida, tienes visita. -La voz de Peter era insegura-. ¿Les hago subir?
– No lo sé, estoy muy cansada.
– No nos quedaremos mucho, señora Hartley.
– Oh -dijo ella, y todos notaron el placer en su voz-. Oh, Ed. Qué alegría. Sí, que suban, Peter.
– Somos dos -le comentó Ed-. He traído a Kate conmigo.
Lo habían decidido de forma improvisada. Había llamado a Kate para decirle que Grace estaba en el hospital y ella había dicho que le mandaría una nota. Entonces él dijo que ese fin de semana iría, porque uno de sus amigos daba una fiesta, y él se la llevaría.
– Bien -dijo ella, pero al cabo de un rato volvió a llamarle.
– Estaba pensando -dijo- que podría ir contigo. A verla un rato.
– Está lejos, Kate, para una visita. -Ed parecía dudoso.
– No importa. Nat puede llevarme. Tiene ruedas nuevas en el coche y quiere que se vean.
– Ya. ¿Qué coche tiene?
– Un Saxo.
– ¿Qué? ¿La bomba?
Parecía muy impresionado. Se pirraban por los coches, pensó Kate.
– Sí.
– Uau. ¿Crees que podríais llevarme?
– Por supuesto. Le encanta fardar.
– Bien, entonces vale. Pero pregúntaselo.
– No hace falta -dijo ella con absoluta tranquilidad-. Le encantará. En serio. Le diré que esté encantado -añadió.
– Bien. Gracias.
Era un caso, pensó Ed, colgando. Guapa, divertida e inteligente. Le caía muy bien. Aunque nunca podría enamorarse de ella. Nunca. Era la hija de Martha y eso lo hacía impensable. Pero por lo que fuera, le consolaba. Le hacía sentir un poco menos desesperado. No era Martha, pero de algún modo extraño sí lo era. Una parte de ella. Literalmente. Había algo en su voz, por ejemplo, un tono que era de Martha. Y cuando se reía, también era como Martha. Y sus ojos, esos enormes ojos oscuros, eran los ojos de Martha. De alguna manera debería ser doloroso, y lo era. Aunque no dolía demasiado.
– Bueno, aquí está. Sólo hace un par de días que ha vuelto a casa y se cansa enseguida, pero… sólo unos minutos.
– Hola, señora Hartley-dijo Ed-. ¿Cómo está?
– Un poquito mejor.
– ¿Se acuerda de Kate?
– Sí, claro que me acuerdo. Gracias por venir, cariño.
– De nada. Le hemos traído esto.
Helen había elegido las flores y eran preciosas.
– Que detalle, Peter, ponlas en un jarrón. Has hecho un viaje muy largo -dijo a Kate.
– No, no tanto. Me ha traído mi novio. En coche. Ha ido a comprar no sé qué -dijo, ansiosa por que Grace no pensara que tenía que invitar también al novio-. El motor necesita un ajuste o algo.
– Ah, vaya. ¿Cuántos años tienes, Kate?
– Dieciséis.
– ¿Vas a la escuela?
– Sí.
– ¿Y qué quieres hacer?
– Creo que me gustaría ser fotógrafa. Pero también podría ser abogada.
– ¡Abogada! Vaya por Dios. Como Martha.
– Sí, bueno, y como Ally McBeal.
– ¿Quién, cielo?
– Ally McBeal. Es una abogada de la tele. Tiene que verla, es muy buena.
– Me acordaré. ¿Cómo está Jocasta? Se llama Jocasta, ¿no?
– Sí, Jocasta -dijo Kate-, está muy bien. Va a tener un hijo.
– ¡Un hijo! Qué alegría. Me hace muy feliz.
– Sí. -Miró a Ed un momento y dijo-: Le manda recuerdos y dice…
– ¿Ah, sí? ¿Qué dice?
– Dice que si es una niña… -dijo Kate, y sonrió con ternura a Grace-, me dijo que le dijera que si es una niña la llamará Martha.
Penny Vincenzi
Penny Vincenzi, una de las más populares escritoras británicas, está casada y es madre de cuatro hijos. Divide su tiempo entre Londres y Gower, al sur de Gales. Comenzó a escribir con nueve años, cuando creo su propia revista llamada Stories.
Periodista y escritora, su primer trabajo fue en la librería Harrods, con 16 años. Empezó su carrera como secretaria en Vogue, trabajó como periodista para The Times y The Daily Mails y llegó a ser editora externa de Cosmopolitan.
Desde su primera novela, Old Sins (1989), ha publicado trece novelas, entre las cuales se cuentan Another Woman (1994), An Absolute Scandal (2007), The Best of Times (2009) y la trilogía The Spoils of Time.