– Esto es como pasear por el pueblo de mis padres -dijo Martha riendo.
– Es que esto es como un pueblo. Aquí trabajan unas dos mil personas. Tiene de todo: floristería, oficina de correos, peluquería de señoras… Y se puede tomar una copa las veinticuatro horas del día, si sabes dónde buscar. En eso no se parece a un pueblo, supongo. O puede que sí. Y funciona a base de chismes. ¿Qué os apetece?
– Vino blanco con sifón, por favor. -Martha se sentía extrañamente cómoda y sonrió-. Me gusta esto. ¡De verdad!
Cenaron en Patrick's, un restaurante en el sótano, junto al Embankment, que en realidad se llamaba Pomegranates.
– A todos nos gusta -dijo Marcus-. Está muy cerca de la Cámara y su otra ventaja para la vida política es que se encuentra al lado mismo de Dolphin Square. Allí viven un montón de diputados. Antes era donde se mantenía a las queridas, pero ahora todos tenemos que portarnos como santos.
– De santos nada -dijo Richard-. Se me ocurren nombres como Hinduja y Ecclestone.
– Sí, vale, vale. Escándalos de diferente calaña, eso es todo. Mucho menos atractivos, diría yo. En fin, es un trabajo muy deprimente hoy en día. En las últimas elecciones ha habido menos votantes que nunca. El otro día leí que los políticos están incluso por debajo de los periodistas en la estimación de los ciudadanos. Eso sí es un juicio duro.
– No debería sorprenderle -dijo Martha-. Todo el mundo se siente abandonado, desilusionado. No es sólo su partido, por supuesto, son todos. Y por ahora no hay oposición digna de mencionarse. O sea que la gente no vota. ¿Por qué habrían de votar?
– Tiene razón. Y el talento político se está desperdiciando de una forma penosa. Veo que le interesa.
– Oh, sí.
– Pues debería hacer algo… Hola, Janet. Me alegro de verte. ¿Puedo presentarte a mi primo Richard Ashcombe, y a su amiga Martha Hartley?
Martha miró a Janet Frean y, como siempre que se encontraba con una cara muy familiar en una persona desconocida, sintió que ya la conocía. Era una cara simpática, no precisamente bonita, pero sí atractiva, de rasgos marcados. Llevaba el pelo rojizo corto. Era alta y muy delgada, tenía buenas piernas y unas manos finas y elegantes. Sonrió a Martha.
– Martha tiene puntos de vista interesantes -dijo Marcus-, deberías escucharla.
– Me gustaría mucho, pero ahora no puedo. Estoy esperando a… Ahí está. Buenas noches, Nick. Ya conoces a Marcus Denning.
– Claro. Buenas noches, Marcus. -Un hombre muy alto, joven y de aspecto desgarbado se acercó a la mesa-. Janet, no quiero parecer grosero, pero sólo tengo media hora. Después debo volver a la Cámara. El señor Mandelson va a concederme un poco de su valioso tiempo. ¿Chad está aquí?
– No, pero estará aquí en cinco minutos. ¿Nos disculpáis? -dijo Janet a Marcus-. Me encantará escuchar sus ideas algún día, señorita Hartley. En serio.
Martha le sonrió, incómoda.
– No tiene por qué ser cortés. Estoy segura de que mis ideas son de lo más normales.
– Lo dudo -dijo Janet Frean, sonriendo-. No me parece que nada en usted sea de lo más normal. ¿A qué se dedica? A esto no, ¿verdad?
– No, es abogada -dijo Marcus-, es socia en Sayers Wesley. Un puesto muy exigente. Que lo paséis bien.
– Gracias. Oh, ahí está Chad. Nick, venga, vamos a nuestra mesa.
– Me lo presentaron una vez -dijo Martha, mirando a Chad Lawrence-. ¿Quién es el tal Nick?
– Nick Marshall. Un joven muy, pero que muy brillante. Director de política del Sketch. No creo que lo lea.
– No, no muy a menudo. Siempre leo el Sun y el Mail y no necesito más prensa sensacionalista.
– Pues échele un vistazo un día, es muy bueno. ¿Pedimos?
Al día siguiente, Martha compró el Sketch de camino al trabajo. Marcus tenía razón: era muy bueno. Menos previsible que el Mail, más serio que el Sun, pero con la misma vivacidad e inteligencia. Había un artículo de Nicholas Marshall, que leyó con gran interés.
Se titulaba «¿Se acabó el partido?», y eso le gustó. Era una sobria valoración de los conservadores y dónde estaban situados en las encuestas.
«A pesar de que hay mucho de podrido en el estado de nuestra política, los conservadores parecen incapaces de extraer ningún capital de eso. ¿Es posible realmente que, dentro de los confines del partido, no haya nadie capaz de luchar por él? Una de las bestias consagradas de los conservadores, ahora en los Lores, me dijo anoche que si devolvieran a Janet Frean (expulsada del gobierno en la sombra hace ocho meses por su vigorosa posición proeuropea) o a Chad Lawrence (que recibió el mismo trato por negarse a aceptar la posición del partido en cuanto a solicitantes de asilo) a primera línea, la oposición podría recuperar parte de su musculatura. Que se ha vuelto muy flácida.
»Se busca: un Rambo (o una Ramba) para el partido conservador. Antes de que se desmorone.»
Martha no reconoció el fondo del artículo: se trataba de una propaganda cuidadosamente planificada por Lawrence y Frean y lo que fuera que pensaran hacer, pero sí sintió una oleada de excitación por haber conocido a las personas clave en un espectáculo a punto de comenzar. Una emoción que, era consciente, el derecho hacía tiempo que no le proporcionaba.
De todos modos, si alguien le hubiera dicho que menos de un año después sería la candidata parlamentaria propuesta por Binsmow, habría pensado que estaba loco de atar.
Capítulo 6
Fue Sarah quien tuvo la idea. Había reflexionado sobre el problema y había llegado a una conclusión sensata. Así era Sarah, pensó Kate. Era una buena amiga, siempre dispuesta a ayudar, y no la fresca que algunos creían que era. Además era muy inteligente.
Si Sarah tuviera padre, y su madre fuera un poco más…, no sé, colaboradora, y no tuviera cuatro hermanos pequeños y la tele no estuviera puesta todo el día desde el desayuno, no le iría tan mal en la escuela. Pero ella sólo quería dejar los estudios y ponerse a trabajar todo el día en la peluquería donde ayudaba los sábados.
– Ganar dinero, para poder huir de todo eso. Buscar un tipo forrado y pasarlo bien. Eso es lo que quiero.
En fin, había sido idea de Sarah poner un anuncio en la prensa.
– Todos tienen esos…, cómo se llaman, anuncios por palabras. ¿Por qué no lo pruebas?
– ¿Y qué pongo? -preguntó Kate con voz dudosa.
– Algo como «Si abandonó a un bebé en el aeropuerto de Heathrow en agosto de 1986 póngase en contacto conmigo, su hija».
– ¿Y qué? ¿Pongo mi número de móvil?
– ¡No! Tienen números en código, y la gente escribe. Si no, podría llamar algún colgado. Tienes que ir con cuidado, Kate. Hay mucho pirado.
Había redactado el anuncio con mucho cuidado. «Por favor, ayúdenme -escribió-, busco a mi madre. Me dejó en el aeropuerto de Heathrow en agosto de 1986 y necesito encontrarla.»
La siguiente decisión fue elegir el periódico. Su madre podía vivir en cualquier parte, de modo que tenía que ser uno de ámbito nacional.
Sus padres leían el Guardian y podían verlo. Los periódicos que a ella le gustaban no tenían esa clase de anuncios. De modo que era el Times o el Telegraph. Había comprado un ejemplar de cada uno y los había examinado. No se podía imaginar que alguien que hubiera sido su madre y hubiera hecho lo que había hecho leyera esos periódicos, pero, evidentemente, no podía saberlo.
Su madre podía ser joven, bueno, ya no tanto, treinta y tantos, o podía ser mucho mayor. Podía estar casada o no, podía tener otros hijos. Eso le dolió más que ninguna otra idea, la de que los otros hijos estuvieran con su madre, y los quisiera y cuidara, sabiendo que era su familia, pero sin tener ni idea de que tenían una hermana que podía reclamar un lugar en esa familia, que tenía todo el derecho a reclamarlo, más que ellos, en realidad, porque había sido la primera.