– ¿Para el nuevo partido?
– Claro.
A principios de esa misma semana, se había celebrado otra importante reunión marginal, patrocinada por el banco AngloWelsh, sobre la brecha económica del país. Jack Kirkland, portavoz de economía de la oposición, habló con vehemencia de sus orígenes tristemente pobres, de su heroica «lucha por ascender», no sólo por huir de aquel mundo, «sino para elevarse por encima de él», y de la necesidad de lo que llamamos una «inversión sincera en las personas», «no sólo otra inyección de dinero, sino una distribución cuidadosa y cohesiva»
Eso le valió muchos centímetros de columna: y con razón, dijo Nick.
– Es un orador magnífico de verdad. Llega al corazón de las personas. Será un portavoz maravilloso para el nuevo partido.
– Va a ser verdad, entonces.
– Yo creo que sí. Es muy emocionante.
A Jocasta, que tenía una resaca espantosa, le resultó difícil emocionarse.
Nick le sonrió.
– Pareces… cansada. Pero tengo que marcharme. ¿Qué vas a hacer?
– Me vuelvo a la cama.
Jocasta estaba muy contenta de haber ido. Por horrible que hubiera sido ver a Duncan Smith en su primera conferencia, había sido toda una experiencia. Se había quedado atónita ante su falta de ideas, de carisma, con su actuación de aficionado -al fin y al cabo, los congresos no eran más que actuaciones- e incluso con la capa de maquillaje que llevaba en la calva.
Se encontró con Nick a la hora del almuerzo en una cafetería cercana a la oficina de prensa. Según él, había sido una mañana de un aburrimiento apabullante.
– Deberías haberte quedado conmigo -dijo ella, mordisqueando un bocadillo de lo más soso.
– Ojalá hubiera podido. La verdad es que no he parado de pensar en ti mientras ésos parloteaban. Ahora me falta escribir un último artículo y cuando acabe iré a buscarte.
– ¿Qué? ¡Nick, llevo todo el día esperándote! ¿No puedo quedarme contigo en la sala de prensa?
– Puedes, pero no habrá nadie con quien puedas hablar. Todos están acabando sus trabajos o atendiendo la sesión final y cantando «Tierra de esperanza y gloria».
Jocasta se estremeció.
– Iré de todos modos.
Jocasta le siguió a la sala de prensa, llena de mesas equipadas con ordenadores y teléfonos, y pantallas de televisión continuamente conectadas con lo que sucedía en la sala de conferencias. Nick ya estaba mirando absorto la pantalla, muy lejos de ella. Jocasta suspiró. La trataba como a una mujercita, que no debía cansar su bonita cabeza con cosas complicadas como la política. Decidió dar un paseo.
Dio una vuelta por la zona más bien desolada que llevaba a la sala de conferencias principal, donde ya estaban desmontando los stands. Todos parecían cansados.
La verdad es que se sentía fatal. La noche anterior, el Sketch había dado una fiesta y ella se había emborrachado y había acabado bailando con un periodista del Sun, un cámara de Canal 4 y alguien de un programa de Today. Tenía la esperanza de que Nick la viera y se pusiera celoso, pero cada vez que le miraba estaba conspirando con hombres de aspecto horrible. Al menos parecían horribles desde donde estaba ella. Cuando al fin terminó cayéndose, o más bien había tropezado, uno de ellos se había acercado con Nick para ayudarla a levantarse y acompañarla a una mesa. Era un hombre bastante agradable, a su estilo de mediana edad. Estaba claro que debía dejar de beber tanto. Debía…
– ¿Se encuentra mejor hoy?
La voz y la sonrisa penetraron de una manera brumosa en su conciencia. Era Chad Lawrence.
– Sí. Sí, gracias. Estoy bien -dijo enseguida.
– Me alegro. Ayer se dio un buen batacazo. Creía que esta mañana estaría dolorida.
Ella le miró despistada.
– ¿Fue usted quien me ayudó?
– No, fue Gideon Keeble.
– ¿Qué? ¿Gideon Keeble, el magnate de las tiendas?
– El mismo.
– ¡Oh, no!
– Le dio las gracias con mucho encanto.Y también le besó con mucho cariño.
– ¡Dios mío! -La cosa se ponía peor-. Fue culpa de los tacones, eran demasiado altos.
– Por supuesto. Pero una monada. Me refiero a los zapatos. ¿Se divirtió en la fiesta? Aparte del golpe, claro.
– Sí, fue divertido. ¿Y usted?
– Oh, sí, supongo que sí. Pero han sido demasiadas fiestas para una semana. Me apetece volver a casa.
– A mí también. Éste no es mi sitio favorito en el mundo. Aunque… -Se interrumpió.
Al otro lado del vestíbulo vio la horrible figura familiar de Gideon Keeble seguida de un lacayo de hotel empujando un carrito de maletas: al menos cuatro, una bolsa Gladstone, una bolsa de avión y una maleta con ruedas, todas ellas (aparte de la Gladstone, que era vieja y de piel) de Louis Vuitton, como era de esperar. ¡Qué tontería! ¿Quién necesitaba tanto equipaje para cuatro días?
Jocasta estaba a punto de largarse con discreción cuando Chad llamó a Keeble.
– ¡Hola, Gideon! Esperaba poder verte. Te acordarás de nuestra amiga de anoche. Me estaba contando lo agradecida que te estaba por tu inestimable ayuda en la pista de baile, anoche, cuando se le rompió el tacón.
Jocasta miró distraídamente a Gideon Keeble. Era muy alto, medía metro noventa, y robusto, aunque no gordo. Estaba bronceado y parecía en plena forma, como si se pasara la vida al aire libre, y desprendía una energía contagiosa. No era exactamente guapo, pero tenía unos ojos azules grandes y brillantes, y los cabellos oscuros y ondulados eran de la medida exacta que le gustaba a Jocasta, un poco más largos de lo que dictaba la moda, y salpicados de gris.
– Sí. Sí, es verdad -dijo sin poder evitar la situación-, muy agradecida. Gracias.
– Fue un placer. -Tenía un ligero acento irlandés y su sonrisa era cálida y luminosa-. ¿El zapato está demasiado herido para que lo curen?
– Oh, no, no lo creo. Espero que no.
– ¿Adónde demonios vas con tanto equipaje, gran farsante? -preguntó Chad.
– A Estados Unidos, dos semanas. Te llamaré cuando vuelva.
– Perfecto. Esperaré tu llamada. Adiós.
– Adiós. Y a usted también, Jocasta. He de decirle que disfruto mucho con sus artículos.
– ¿Los ha leído?
– Por supuesto. Considero mi obligación leer todo lo que pueda. Sobre todo me gustó el artículo de la semana pasada sobre la chica del hotel de Bournemouth. La que decía que los únicos que le habían dado las gracias de verdad por lo que había hecho por ellos, en cinco años de congresos, habían sido Maggie y los Prescott. Suena a programa de televisión, ¿no? Maggie y los Prescott. Alguien debería encargar ese programa. En fin, era excelente. Su artículo, quiero decir.
– Gracias -dijo Jocasta, sonriendo-. Viniendo de usted es un gran cumplido.
– Se lo merece. Es una chica lista -añadió-. Y Nicholas es un hombre afortunado. Anoche mismo le decía que debía hacer de usted una mujer honrada.
Los ojos azules centellearon. Estaba flirteando con ella. Eso sí subía la moral. Porque era muy atractivo.
– Ojalá -dijo ella, riendo. Pero el corazón se le encogió de golpe.
Se preguntó qué habría dicho Nick. Si pudiera preguntárselo… Pero no podía. Aunque podía imaginárselo.
– Creo que me prefiere deshonesta -dijo, intentando darle un tono frívolo.
– Pues está loco. Oh, veo que mi chófer parece muy estreñido. Más vale que me marche. Adiós a los dos.
– Es simpático -dijo Jocasta viendo cómo se alejaba. Se sentía un poco tonta.
– Pero no se deje engañar -dijo Chad Lawrence-. Ese encanto es muy peligroso. Y su mal genio es legendario. Permita que la invite a un café o una copa.
Jocasta estaba de mal humor e irritable cuando llegaron a Londres: Nick se había pasado todo el viaje con un corrillo de periodistas del Sketch, emborrachándose a conciencia.
– Bueno -dijo Nick cuando bajaron del tren-, parece que están decididos. Está en marcha.