Capítulo 8
Clio estaba sentada mirando a Jeremy y estaba espantosamente asustada. Estaba tan asustada como para vomitar, como para mojar los pantalones.
Él la miraba, con una expresión fría y disgustada.
Todo había empezado, de una forma bastante tonta, por los Morris. Les habían encontrado en el pueblo, en pijama. La señora Morris no se había tomado las pastillas, se había levantado con hambre, se había ido caminando a la tienda y la habían visto guardándose caramelos y galletas en los bolsillos de la bata.
Por su parte, el señor Morris había salido a buscarla, también en bata, y la policía lo había localizado conduciendo en dirección contraria por una calle de un solo sentido, angustiadísimo. Los servicios sociales habían ido a la casa y habían concluido que los Morris no podían arreglárselas solos y tendrían que ingresar en una residencia.
– Pero no puede ser -dijo Clio a Mark Salter, casi llorando-. Están perfectamente si toman las pastillas. Debería haber pasado a verles cada día, y estarían bien.
– Clio, tranquilízate -dijo Mark-. Los Morris no son tu responsabilidad personal. No conozco a nadie que haya hecho lo que has hecho tú.
– Pero no es suficiente, ¿verdad? -dijo Clio-. Los pobres acabarán en un lugar horrible, les apartarán de su entorno conocido y entrarán en barrena.
– Clio, querida, eso no lo sabes.
– Lo sé -dijo Clio-, y me preocupa mucho.
Cuando estaba a punto de marcharse, sonó el teléfono. Era una amiga, Anna Richardson, otra geriatra, del Royal Bayswater Hospital, donde Clio trabajaba antes de mudarse a Guildford.
– Hola, Clio, ¿cómo va la vida?
– Oh, bien, gracias. Qué alegría oírte, Anna. Perdona que no te haya llamado.
– No te preocupes. Ninguna de las dos tiene mucho tiempo. ¿Cómo está Jeremy?
– Oh, como siempre. Sigue siendo Jeremy. Por eso no he llamado. ¿Cómo está Alan?
– Sigue siendo Alan. ¿Somos tontas o qué?
– Somos tontas. ¿Cómo va todo por ahí?
– Bien. ¿Sigue gustándote la medicina de familia?
– Me chifla. Es más… personal. Como si controlaras algo.
Anna se rió.
– Eso sí que no se puede decir de la vida de hospital. Oye, he llamado para despedirme por una temporada. A Alan le han ofrecido un empleo en Estados Unidos. En Washington. Un gran sueldo, beneficios extra. Así que nos vamos.
– Es estupendo.
– Espero que sí. Preferiría quedarme, pero así son las cosas. No puedo elegir. ¿Quién es el gran profesional? En fin, he decidido dejar mi carrera unos años y tener un par de hijos.
– ¿En serio? -Clio intentó mantener un tono normal. Era la tercera amiga que le hacía un anuncio parecido en un mes. Le daba pánico.
– Sí. ¿Tú no?
– Oh, no por Dios. Todavía no.
– Bueno, mira, Clio, otra cosa. El viejo Piquito se retirará dentro de un año más o menos.
– Qué suerte.
Donald Bryan, cuya narizota le había valido el mote, era el geriatra más antiguo del Royal Bayswater, además de su jefe. Era un hombre muy querido.
– Sí. O sea que si te apetece volver al torbellino, van a buscar al menos una persona para sustituirme, y si ascienden a alguien para el empleo de Beaky, a dos personas. Y, bueno, tu nombre se ha mencionado.
– Vaya. ¿Quién lo ha mencionado?
– Pues el propio Beaky. Y un par de personas más. Si te interesa, Clio, yo diría que sólo tienes que descolgar el teléfono y te pedirán que rellenes una solicitud. En fin, pensé que debías saberlo. Aunque sólo fuera para darle un empujoncito a tu ego.
– Sí, y que lo digas. Gracias.
Después de colgar el teléfono, Clio se sentó a su mesa, sintiéndose, por un momento, una persona diferente. Ni una esposa poco satisfactoria, ni la zopenca de la familia, ni el miembro más reciente de una consulta de medicina general, sino una persona válida, una persona solicitada, una persona que sobresalía en la profesión que había elegido. Por un breve momento se sintió más brillante, más exitosa, insólitamente segura de sí misma. Se lo contaría a Jeremy y él se alegraría por ella. Estaba convencida.
Se cepilló el pelo, sonrió a su imagen en el espejo y se fue a casa, pensando que era una tonta. Y que era feliz.
De camino pasó a ver a los Morris. Estaban acobardados y asustados y su hija la echó de casa en cuanto pudo.
– No se las arreglan solos -dijo-. Necesitan estar en una residencia por su propio bien. Lo siento, pero tengo que acostarlos. Están muy cansados y no colaboran mucho.
Clio se marchó con el corazón en un puño.
Llegó a casa tarde: la cara de Jeremy expresaba su descontento.
– Creía que esta noche llegarías temprano. Habíamos quedado en ir al cine.
Lo había olvidado.
– Jeremy, lo siento mucho. Pero he tenido una operación y después los Morris, ¿te acuerdas?, aquella pobre pareja que…
– Clio, ya hemos hablado de eso, no puedo recordar todos los detalles de tus pacientes.
– Claro que no. Pero… lo siento -repitió-. ¿Es demasiado tarde? Sólo son las siete…
– Es demasiado tarde -dijo él.
Fueron a un restaurante italiano cercano. Él se animó un poco, le contó una operación complicada de rodilla que había realizado aquella tarde y había ido bien.
– Ah, había olvidado decírtelo. Me han pedido que haga otra sesión en el Princess Diana.
– Jeremy, es maravilloso. Me alegro mucho por ti. -Lo dijo sinceramente, se alegraba de verdad.
Él le sonrió.
– Gracias. ¿Más vino?
Parecía un buen momento para contarle las novedades. Esperó a que llenara las copas y dijo:
– Me ha llamado Anna. ¿Te acuerdas de Anna Richardson? Me ha dicho una cosa muy agradable. Me ha dicho que hay un par de puestos vacantes en Bayswater. En geriatría.
De repente tenía toda la atención de Jeremy.
– ¿Y?
– Y se ha mencionado mi nombre. ¿Es estupendo, no?
– ¿Se ha mencionado tu nombre? ¿Para un puesto en Londres? ¿Y eso te parece estupendo?
– Bueno…, sí. Sí, me lo parece.
Él la miró a los ojos, con una expresión muy oscura.
– ¿Estás loca o qué? ¿Estás pensando en serio aceptar un trabajo en Londres?
– No. Claro que no. Pero me alegra que hayan pensado en mí. Creía que tú también te alegrarías. Es evidente que me equivocaba.
– Te equivocabas. Y mucho. La mera idea me parece absurda.
– ¿Absurda? ¿Por qué?
– Porque pienses en tu carrera, para empezar. Creía que estábamos de acuerdo en que cualquier trabajo que hicieras sería temporal, un medio para conseguir un fin. Espero que pronto dejes de trabajar. Y lo sabes perfectamente. Bueno, ¿pedimos postre, o la cuenta?
– La cuenta.
Clio no habló mientras volvían a casa: estaba más dolida de lo que podía expresar. Pensaba que aquello no era un matrimonio: al menos no la clase de matrimonio que ella deseaba.
Se despertó al día siguiente sintiéndose espantosamente deprimida. Y a las cuatro, mientras estaba arreglando el papeleo, la llamó Jeremy.
– Clio, lo siento. Llegaré muy tarde. Simmonds quiere reunirse conmigo y ha propuesto que salgamos a cenar. No sé a qué hora volveré. No me esperes levantada.
Furiosa, inútiles pensamientos se agolparon en su cabeza. ¿Por qué él podía trabajar hasta tarde, sin más ni más, y ella no podía?
Margaret entró.
– He guardado todo lo relacionado con los Morris en este expediente, como me has pedido. Pareces baja de moral, Clio.
– Lo estoy.
– Esta noche voy al cine con unas amigas. ¿Te apetece venir? Te animarías.
En un arrebato de valor que sabía que no duraría mucho, dijo: