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– Me gustaría mucho. Jeremy ha salido, de modo que…

– Perfecto -dijo Margaret.

Vieron Notting Hill, que fue una distracción maravillosa, y después fueron a comer un curry. Se lo pasaron en grande. Clio se sentía mejor. Incluso respecto a Jeremy. Tenía que salir más. Debía mantener el sentido de la proporción, sólo eso. Tenía que mostrarse más firme con él.

Al entrar en el camino de casa, se puso tensa. El Audi de Jeremy estaba allí y la casa estaba iluminada. Siempre hacía lo mismo cuando ella llegaba después de él, se paseaba por toda la casa mirando en todas las habitaciones, incluso las del desván, sólo para dejar las cosas claras.

Clio tragó saliva y entró.

– Hola.

Él salió de la cocina con mala cara.

– ¿Dónde demonios estabas?

– He ido… he ido al cine.

– ¿Al cine? ¿Con quién, si se puede saber? ¿Por qué no podías dejar una nota? Me he muerto de preocupación.

– Podrías haberme llamado al móvil -dijo ella-. No he pasado por casa, he estado en la consulta y después he salido…

– ¿Y has ido al cine?

– Sí. ¿Es que no podía ir? -Le miró, de repente furiosa-. Tú has salido con tus colegas. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué has vuelto tan pronto?

– Simmonds ha anulado la cena. Soy tan tonto que he pensado que te alegrarías de verme, que podríamos pasar una noche agradable juntos, pero, como de costumbre, no estabas. No entiendo cómo puedes salir cuando aquí hay tanto que hacer. Por cierto, esa inútil de la asistenta tampoco ha venido hoy y los platos del desayuno siguen en el fregadero.

Algo se disparó dentro de Clio.

– ¡Ya está bien, Jeremy! Basta. No estoy aquí sólo para llevar la casa y para hacer lo que me digas. Te pasas el día despreciando mi trabajo, no te interesa nada de lo que hago, ni de quién soy.

Él se calló un momento y después dijo:

– Clio, ya estoy harto, no puedo más. Quiero que dejes de trabajar.

– Jeremy…

– No, Clio, lo digo en serio. Quiero que dejes tu trabajo. Decías que necesitabas el dinero, pero a mí me parece que ganas muy poco, y apenas alcanza para pagar a la asistenta y poca cosa más, y para comprarte esa ropa cara que dices que necesitas. Yo ganaré más con la consulta privada, así que comunícaselo a Salter mañana, por favor.

Clio se esforzó por mantener la calma.

– ¡Jeremy, por favor! No digas tonterías. Qué quieres que haga todo el día en casa, no es como si…

Se calló, acababa de meterse en la trampa. Él la cerró de golpe. Clio sintió el acero cerrándose sobre ella con una dureza física.

– ¿Como si qué? ¿Como si tuvieras un hijo? A eso iba, Clio. Creo que ha llegado el momento. El tiempo pasa, tienes treinta y cinco…

– Treinta y cuatro -dijo Clio automáticamente.

– Vas a cumplir treinta y cinco. Tú más que nadie deberías conocer los riesgos que representa dejarlo para más tarde. Quiero tener un hijo antes de cumplir los cuarenta. Eso no me deja mucho margen de tiempo. Dos años, de hecho.

– Pero, Jeremy…

– ¿Sí? ¿Qué vas a decirme? ¿Que no quieres tenerlos?

– No -dijo ella bajito-, no, claro que quiero. Me encantaría tener un hijo. Pero…

– ¿Pero qué? ¿Hay algo que no me hayas dicho, Clio? ¿Algo que debería saber?

– No. No, claro que no.

Pero sí lo había. Y tendría que saberlo tarde o temprano. Estaba muy mal por su parte no habérselo dicho antes. Se quedó mirándolo, deseando tener valor para decirlo, pero fracasó estrepitosamente.

– De acuerdo -dijo en voz baja-. Sí. Sí, adelante. Tengamos un hijo. Antes de Que sea demasiado tarde.

Capítulo 9

¿Cómo podía siquiera pensarlo? Por Dios, ¿se había vuelto loca? ¿Cómo había empezado todo y cómo la había arrastrado en aquella ola enorme que la había dejado sin aliento, aterrada y sin embargo enorme y locamente emocionada?

Había empezado…, bueno, ¿cuándo y dónde había empezado en realidad? ¿En aquella habitación de hospital con la pobre Lina muriéndose? ¿En la Cámara de los Comunes, aquella noche, cuando el ambiente le había parecido tan seductor? ¿O cuando Paul Quenell, el socio director, le había preguntado si le gustaría formar parte del equipo que trabajaría para un nuevo cliente, el Partido de Centro Progresista?

– Es un nuevo partido político, podría interesarte, una escisión de la derecha…

– Ah -había dicho ella-. Chad Lawrence, Janet Frean, ese grupo.

Y a él le había impresionado tanto que los conociera que ella había sentido una excitación casi física por haber estado tan próxima a los pasillos del poder. Aquél había sido un factor importante.

Había ido varias veces a la Cámara de los Comunes para reunirse con ellos, se había familiarizado con su compleja geografía, había escuchado debates desde el anfiteatro público, había ido comprendiendo poco a poco cómo funcionaba.

Había llegado a conocer a Chad y a Janet Frean bastante bien, e incluso un poco a Jack Kirkland, quien la fascinó, con su idealismo apasionado, su intensidad malhumorada, su don para la oratoria, y la forma como, sólo de vez en cuando, de repente se relajaba y empezaba a escuchar en lugar de hablar, e incluso reír, cuando alguien le divertía: con una risa de oso contagiosa. Eran personas a las que era muy difícil resistirse; poseían una cualidad que ella sólo podía definir vagamente como carisma, que hacía que quisieras impresionarlos y agradarles. Y cuando lo conseguías, te sentías fantástica, inteligente y destinada al estrellato y…, ¡vaya!, como una colegiala.

Era una locura, una locura absoluta, pero también estaba el hecho de que se sentía como si hubiera encontrado su habitat natural. Le gustaba que la política fuera un mundo en sí mismo, le gustaba el ambiente de pueblo de la Cámara, que todos se conocieran, que se gritaran de un extremo al otro de la sala y al poco rato estuvieran compartiendo una copa; le gustaba que se basara en los cotilleos y en la información privilegiada y los tratos internos y lo que ella le había descrito a Marcus como una partida vital de ajedrez.

De vez en cuando le proponían que pensara en la posibilidad de participar en ese mundo.

– Yo creo que sirves para esto -dijo Chad una noche, a su vuelta de una batalla prolongada e inútil con un político local-. Te podríamos lanzar en algún sitio. Te encantaría, lo sé.

– No digas tonterías -había dicho ella, riendo-. No sé nada de nada de esto.

– Bobadas. No es nada del otro mundo. Los ingredientes principales son el sentido común y la energía. Y saber expresarse más o menos bien. Todo eso lo tienes. Deberías pensártelo.

Y:

– Deberías pensar en serio en participar, Martha -había dicho Jack Kirkland en una ocasión, con sus ojos brillantes puestos en ella-. Serías muy buena. Elige una circunscripción y te apoyaremos.

Riendo, ella había dicho que apenas era capaz de encontrar su propio despacho, y cómo iba a elegir una circunscripción parlamentaria.

– No, no, no bromees con eso. Hablo totalmente en serio.

¿Cómo podías no responder a eso? ¿A uno de los políticos más famosos del momento, que te decía que le gustaría que formaras parte de su partido?

Era todo muy excitante.

Una mañana de finales de enero estaba sentada a su mesa cuando sonó el teléfono.

– Martha Hartley.

– Hola -dijo una voz-, soy Ed Forrest. No sé si te acordarás de mí. Me trajiste a Londres una tarde, el año pasado.

Claro que se acordaba del guapo y encantador Ed.

– Ed -exclamó-, qué alegría oírte. Pensaba que estarías en Tailandia como mínimo.

– He estado. Pero ya he vuelto. Te dije que te invitaría a una copa. Me sentía mal por no haber cumplido mi palabra, pero no tuve tiempo. Lo siento.

– Ed, no te preocupes por eso. No te lo he tenido en cuenta en ningún momento.