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– Ya me lo imagino -dijo él-. No pareces de esa clase de personas. Me gustaría volver a verte.

– Bueno es una gran idea -dijo ella, dudosa. Pero ¿qué mal había? ¿Qué mal podía haber?-. Sería agradable -añadió-. Pero tendrá que ser…, déjame ver, a finales de semana. El viernes, por ejemplo.

A lo mejor él no podía. Los viernes, los chicos de esa edad siempre quedan con alguien.

– El viernes es perfecto -dijo él-. ¿Adónde te gustaría ir? ¿Al Smiths? ¿O ya estás harta de ir allí?

– ¿Por qué lo dices?

– Me han dicho que los de la City van mucho.

– Pues aquí tienes a una que no. Además, me gusta.

Menuda estupidez, pensó al colgar. Si apenas tenía tiempo para respirar.

Estaba sentado a una mesa cercana a la puerta, a la tenue luz y en medio del ruido incesante del Smiths, y Martha sintió una punzada de placer con sólo verlo.

Estaba muy bronceado, y los cabellos rubios, más cortos de lo que los recordaba, estaban descoloridos por el sol. Llevaba una americana azul marino, con una camisa azul claro sin corbata. La sonrisa, esa sonrisa sincera y maravillosa, era como la recordaba, y los ojos azul intenso y las pestañas largas y rubias.

Se puso de pie para saludarla.

– Hola. Estás muy guapa.

– Gracias.

Martha deseó haberse puesto algo menos severo que aquel traje negro, aunque el top de Donna Karan que llevaba debajo era bastante sexy.

– Lamento llegar tarde -dijo, sintiéndose un poco tonta de repente.

– No te preocupes. Ya contaba con eso; seguro que tienes un montón de cosas importantes que hacer.

– Pues no estaba haciendo nada -dijo, y se rió-. Esperaba un taxi y entonces he visto que a mi móvil se le había agotado la batería. Por eso no te he llamado.

– No pasa nada. Me alegro de verte. Estás muy guapa. ¿Qué quieres tomar?

– Oh… -Dudó un momento-. ¿Vino blanco?

– ¿Qué te gusta? ¿Chardy?

– Sí, está bien. -La verdad es que no le gustaba el chardonnay.

Él se acercó a la barra y volvió con dos copas y una botella de sauvignon.

– ¿Qué ha sido del chardonnay?

– Me he dado cuenta de que no te gustaba, así que he probado con el sauvignon. ¿He acertado?

– Del todo -dijo Martha.

De repente se sintió un poco asustada. ¿Cómo podía entenderla tan bien? ¿Ya?

Tres cuartos de hora después la botella estaba vacía y para su infinita sorpresa Martha le había contado a Ed lo que él había denominado «tus cambios de vida». Previsiblemente su respuesta había sido moderada y aprobadora, y ella aceptó cenar con él.

Martha consideró su probable poder adquisitivo, y que quizá no querría que pagaran a medias.

– Hay un restaurante tailandés en esta misma calle -dijo-, se llama Bricklayers' Arms.

– No suena muy tai.

– Ya lo sé, pero confía en mí.

– De acuerdo. Iré a pagar el vino.

– Puedo…

– Por supuesto que no -dijo, y sus ojos azules mostraron un disgusto sincero.

Ella le sonrió.

– Gracias -dijo-. Ha sido el mejor sauvignon que he tomado en mucho tiempo.

– Me alegro -repuso él-. Esperaba que te gustara.

Ed había hecho vaRIas entrevistas desde su regreso.

– Y hoy, precisamente hoy, he tenido una segunda entrevista y creo que tengo el empleo.

– ¡Ed, cuánto me alegro! ¿Dónde?

– En un canal de televisión independiente. Quiero ser investigador. Y es curioso -dijo, mordisqueando una galleta de arroz-, el primer programa en el que trabajaré es sobre política. Conocer personalmente a un político puede serme de gran ayuda.

– Ed -dijo Martha riendo-, que no soy política.

– No, pero seguro que lo serás -dijo-. ¿Más vino?

Era casi medianoche cuando salieron del restaurante.

– Lo he pasado muy bien -comentó Martha-. Gracias. Cuéntame si te dan el empleo. Si te lo dan, puedo concertarte alguna entrevista con miembros del partido.

– ¿Podrías? Se lo diré a los jefes.

Le dieron el empleo. Chad Lawrence aceptó entrevistarse con él y le facilitó una gira por la Cámara de los Comunes.

– Pero con una condición, Martha. Tienes que unirte a nosotros.

– Oh, Chad, no empieces.

– Sí empiezo. ¿Por qué debería ayudarte a conseguir un amante joven a cambio de nada?

Martha hizo la gira con él, y después le invitó a almorzar.

– Te debo un almuerzo.

Fueron al Shepherds, donde se sentía como en casa, le enseñó a los políticos, le contó chismes. Casi contra su voluntad, aceptó volver a verle.

– Preguntaré si te dejan entrar en la oficina -dijo él-, han entrevistado a varios jóvenes sobre política, qué les interesa y qué no. Podrías ver algunas cintas.

Las entrevistas registradas eran más bien deprimentes. Martha empezaba a darse cuenta de por qué algunos, como Chad, querían tenerla en nómina. La actitud general era de desapego total con la política.

Se pasó un par de horas hablando con los colegas de Ed, que le cayeron muy bien. Eran un grupo joven y alegre. Le intrigó su mente creativa, que dijeran «Intentémoslo» o «¿Por qué no?» en lugar de «Es imposible» o «Habría que encontrar un precedente». Ed le había dejado algunas cintas de sus entrevistas políticas y ella estaba intrigada y un poco apabullada por la forma como estaban montadas, sacando citas fuera de contexto y recortando lo que no les gustaba.

– Francamente, es un poco deshonesto -dijo, riendo, mientras miraban la cinta de la primera entrevista y después el resultado editado. Una de las chicas, la más seria, había dicho que le costaba confiar en los políticos, pero que le caía bien Tony Blair, y que admiraba a Cherie, consideraba interesantes muchas de las ideas del nuevo laborismo, y le gustaría saber más de ellos aunque probablemente acabaría no votando. Y de todo eso, había quedado que ella no confiaba en los políticos y no votaría por nadie.

– Es lo que quería decir -comentó el productor-, el resto era paja. Pero vamos a tomar algo. Así podrás contarnos más. Tal vez deberíamos entrevistarte -añadió esperanzado.

– ¿A mí? Creía que el programa era sobre jóvenes.

– Tú eres bastante joven -dijo él-. Para ser miembro del Parlamento, al menos.

– No soy miembro -dijo ella con firmeza-. Sólo estoy trabajando con el nuevo partido.

– Podríamos decir que eres miembro del parlamento, un miembro nuevo.

– No, no podéis -dijo Martha riendo.

– De todos modos, vamos a tomar algo.

Fue entonces cuando empezó a sentirse incómoda. Estaba en un bar de Wardour Street con el brazo de Ed rodeándole los hombros -eso le gustó, era la primera vez que la tocaba aparte de algún breve beso de despedida-, charlando, y se unieron a ellos algunos amigos de Ed, todos de la profesión, y estaba claro que la relación les parecía rara. Todos tenían veintipocos años, ¿cómo podían relacionarse con una mujer que debía de parecerles casi de mediana edad? Y no era sólo la edad lo que les separaba.

Ellos empezaban en su carrera profesional, la mayoría no sabía lo que quería hacer, algunos todavía trabajaban sin cobrar, como becarios, con la esperanza de obtener empleos remunerados: ¿cómo podían hablar con comodidad con una mujer de tanto éxito, con una de las que más ganaban del país? Estaba claro que lo sabían. Sin duda Ed les había hablado de ella.

No se había sentido realmente mal hasta que se marchó el cámara y uno de los chicos comentó:

– Ese vejestorio es enrollado, ¿no?

Y Martha había pensado que en realidad estaba más cerca del vejestorio por edad que de Ed y sus amigos. La había hecho sentir vulnerable e insegura, y también se había dado cuenta de que eso pasaría una y otra vez si seguía viendo a Ed.

– ¿Va todo bien? -preguntó Ed con expresión preocupada, mirando a Martha.