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Estaban en el Pizza Express de Covent Garden. A ella le parecía que estaba repleto de chicos de veintipocos años.

– Sí. Sí, por supuesto. Sólo estoy un poco cansada.

– Eso sí es una novedad -dijo Ed en tono alegre-. Me dijiste que no creías en lo de estar cansada.

– Bueno, pues fui muy arrogante. Pero no puedo creer que haya dicho eso.

– Lo dijiste. El primer día que quedamos. Me quedé impresionado. ¿Has decidido lo que quieres comer?

– Sí. El pollo. Sin guarnición.

– ¿Patatas fritas?

– ¡Oh, no, gracias!

– No hace falta horrorizarse tanto -dijo él-, sólo te ofrezco unas miserables patatas fritas, no un lechón entero.

– Perdona. -Martha sonrió-. Es que no… no me gustan las patatas fritas.

– ¿Tampoco te gustan la crema, el chocolate y los dulces? ¿O la salsa para ensalada?

– Pues no. No me gustan.

– ¿No será porque estás siguiendo un régimen estricto?

No era una buena noche. Estaba tensa, no podía relajarse. La conversación decayó. A las diez y media, Martha dijo que tenía que irse.

– Mañana tengo un día muy lleno. Lo he pasado muy bien, Ed, en serio.

– No es verdad -dijo él-. Ha sido un rollo. En fin, te pararé un taxi.

– No es necesario. Ya llamaré a uno.

– Eres muy autosuficiente, ¿no? -dijo él en un tono inexpresivo-. Y siempre tienes el control…

– Sí, supongo que sí. No tengo más remedio.

– Es una lástima -dijo él-. Deberías soltarte un poco.

– Yo no lo creo -dijo Martha.

– Bien. Sigamos.

– ¿Sigamos qué?

– Parando un taxi.

– Sí, claro.

Parecía desconcertado y ofendido. Ella deseaba explicarle que su malestar no tenía nada que ver con él, pero la única solución era acabar con aquella relación allí mismo. No tenía futuro, era una absurda fantasía, pura vanidad por su parte.

– Ed -dijo Martha, y sus ojos azules la miraron con recelo-. Ed, creo que…

– No te preocupes -dijo él-. Lo comprendo. No soy lo que quieres, ¿verdad? No te gusto. No debería haberlo intentado. Mejor lo dejamos. Lástima. Podría haber sido estupendo. Al menos para mí…

Después Martha pensaría: ¿y si hubiera asentido, le hubiera dado un beso en la mejilla y me hubiera marchado? En lugar de eso, al verle mirando fijamente la mesa, todo él pura desilusión, sintió una necesidad irrefrenable de decirle que no era culpa suya.

– Yo diría que es justo lo contrario. Sin duda lo ves tan bien como yo. No te hace ninguna falta una mujer mayor y mandona, con una vida complicada…

– Oh, por el amor de Dios -dijo él, y su voz delataba un enfado real-, eres preciosa, inteligente y sexy.

– ¿Sexy? Oh, Ed, eso sí que no -dijo ella sonriendo.

– Pues te equivocas. Además, no eres tú quien debe juzgarlo, ¿no? Es cosa mía.

Se quedó mirándolo, sintiéndose muy confusa de repente y… también algo más: un lengüetazo de deseo, breve pero horrible, peligrosamente intenso, y debió de notarse, porque él sonrió de repente, casi con una sonrisa triunfal, y dijo:

– Venga. Paremos un taxi normal, uno que yo pueda pagar, y te acompañaré a casa.

Se sentaron en el taxi negro, y en todo el camino del Soho a los Docklands él la besó, despacio, con suavidad al principio, y después con más intensidad, con una habilidad que ella no se esperaba, y Martha se sintió inmersa en un torbellino de deseo, placer y miedo y una excitación pura y creciente. Cuando el taxi se paró por fin, quería invitarlo a subir más que nada en el mundo, y podría haberlo hecho, porque lo deseaba con todas sus fuerzas, pero él dijo:

– Te llamaré mañana, ¿de acuerdo?

Ella asintió débilmente, y no dijo nada. Mientras él pagaba el taxi, se volvió a mirarla, sonrió, con aquella sonrisa maravillosa que le partía el corazón, y dijo:

– Eres guapísima, Martha. En serio. Adiós.

Y se fue, calle abajo, sin mirar atrás, tal como había hecho la noche que se habían conocido, hacía un largo año.

Y así comenzó. Era un lío absurdo, inadecuado, entre aquel joven tan guapo, poco más que un chico, y ella, bastante más que una chica. No tenía tiempo ni quería involucrarse con nadie. Pero seguía deseando verle. Y le vio. Sólo porque la hacía sentir muy feliz.

Gran parte del tiempo que estaba con él se sentía insegura. Era parte de su encanto. O del encanto que ejercía sobre ella.

– ¿Por qué? -decía él-. ¿Por qué trabajas el domingo, caramba?

– Porque tengo mucho trabajo. El cliente lo quiere a primera hora.

– Y se marchará, ¿no? Se irá a otra empresa de ricachos si no lo tienes a primera hora.

– No, por supuesto que no.

– Entonces no trabajes. Sal conmigo. Lo pasaremos bien.

O:

– ¿Por qué? ¿Por qué no comes más?

– Porque no quiero engordar.

– Martha, no estás gorda. Ni siquiera te acercas. Además, ¿a quién le importa?

– Me gusta estar delgada.

– Pero seguirías estando delgada, te falta mucho para estar gorda. ¿Te morirías si subieras una talla?

– No, claro que no.

– Entonces come patatas. Están de muerte.

Eso había pasado la primera noche que Martha se había acostado con él. Estaba decidida a resistirse, pero le había permitido convencerla para ir a la cama.

Echada en la cama, viendo cómo se desnudaba, mirando su hermoso cuerpo joven, sintió una punzada de terror. ¿Y si le desilusionaba? Casi con seguridad Ed sólo había conocido chicas jóvenes. ¿Y si a pesar de su dedicación y atención, su cuerpo ya no era tan apetecible? ¿Y si…? Se sintió tensa de miedo, estuvo a punto de decirle que se fuera, que la dejara sola. Pero…

– Eres tan bonita -dijo él, deslizándose a su lado, apartando la sábana, contemplándola-, eres tan bonita…

Y cariñosa, lenta y muy dulcemente, de repente estaba encima de ella, por todas partes, besándole los pechos, acariciándole el estómago, palpándole las nalgas. Después se introdujo en ella, con una lentitud infinita y desesperante, y ella ya lo deseaba terriblemente, y le acogió, levantándose, empujando, introduciéndose en él, y las agradables olas arremolinadas de deseo se hicieron más y más intensas, y pensó que nunca llegaría, que nunca alcanzaría la cima. Se esforzaba, luchaba, desesperada, y entonces llegó y lo disfrutó gritando de placer, y duró lo que le pareció mucho tiempo, descendiendo y volando, y luego, poco a poco y casi de mala gana lo dejó, se soltó y se dejó caer despacio y con suavidad en paz.

Después, echada a su lado, su cuerpo al fin se relajó, fracturado por el placer, más del que podía recordar haber experimentado nunca, sonriéndole, medio sorprendida consigo misma, medio encantada, pensando cómo podría habérsele ocurrido que no sería una buena idea.

Sin embargo, la asustaba: mucho. Sí, pensó, cuando se despertó inquieta y nerviosa de madrugada; lo disfrutaría unas semanas más y le pondría fin, antes de quedar como una idiota, antes de destrozar su vida. Él entendería que no podían seguir para siempre, que necesitaba a alguien de su edad. Igual que ella.

Pero no lo haría enseguida. Era demasiado feliz. Más feliz de lo que era capaz de recordar.

Y saber que no podía durar lo hacía aún más dulce.

Capítulo 10

– ¿Qué? ¿Vamos a un chino? Mi madre me ha dado dinero.

– Qué suerte tienes, Sarah -dijo Kate, envidiosa-. Nadie te da la lata todo el día para que hagas los deberes y arregles la habitación o bajes la música. Y puedes comer donde te da la gana. Nosotros tenemos que sentarnos cada noche a la mesa, y conversar educadamente. Es un asco. Mi padre lo llama comunicarse. ¡No fastidies! No sabe lo que significa esa palabra.

– Sí, bueno, a veces está bien -dijo Sarah-. Otras no tanto. Como tener que cuidar de los pequeños a menudo. Mi madre no está nunca en casa por las noches.