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Viniera de donde viniera, había dinero: unos veinte millones. Un gran porcentaje procedía de personas anónimas, más de cincuenta mil, que habían aportado sumas que iban de las 2.5 a las 1.000 libras con la tarjeta de crédito. Chad Lawrence dijo repetidamente en las entrevistas que eso decía más de la popularidad de su causa que cualquier otra cosa. Más de un comentarista observó que era un equipo que incluía a personas ajenas al mundo de la política, empresarios de éxito que tenían una posibilidad por encima de la media de hacer realidad sus objetivos. Muchas de las personas dedicadas a poner en marcha el partido conservaban sus empleos, y no tenían experiencia personal en política: ése era un factor decisivo para la frescura de las ideas. Y ese grupo, por supuesto, incluía a Martha Hartley.

El viernes 19 de abril, se celebró una gran fiesta en Centre Forward House, un edificio nuevo de Admiralty Row. En parte era una muestra de agradecimiento a todos los trabajadores, en parte una iniciativa de relaciones públicas. Aparte de los políticos y los simpatizantes, un puñado de hombres de la City y tantas celebridades como la combinación de agendas y directorios de correo del equipo central fue capaz de invitar, estaban todos los periodistas del mundo de la prensa escrita, la radio y la televisión. Si no te habían invitado y eras un contendiente obvio, te ibas volando de la ciudad.

Jocasta Forbes estaba en la fiesta. Habría ido de todos modos, acompañando a su novio, pero su editor (que también estaba) le había encargado que escribiera una breve crónica para la columna de chismorreos del día siguiente.

– A ver si encuentras gente rara, no quiero leer nada de Hugh Grant, por favor.

Varias personas habían comentado que Jocasta no estaba tan deslumbrante últimamente, había adelgazado y desprendía un aire de cansancio. Sin embargo, sus crónicas eran mejores que nunca. Ese mismo día había escrito dos: una sobre una mujer que había demandado a la empresa de su tarjeta de crédito -«Si la gente puede demandar a las tabacaleras, por qué no; no deberían prestarnos el dinero con tanta facilidad»-, y otra sobre un científico que había clonado con éxito a su gato y ofrecía sus servicios a dueños de mininos ancianos en Internet.

Sin embargo esa noche sí estaba deslumbrante, con una falda de piel muy corta y chaqueta a juego y un top de lentejuelas muy escotado y con la cintura al aire.

Llegó con Nick, pero enseguida se apartó de él y, al cabo de una hora, tenía comentarios de invitados tan dispares como Will Young, la sensación de Pop Idol educado en un internado privado, la duquesa de Carmarthen, resplandeciente con sus diamantes, que dijo que era la primera reunión política a la que asistía desde la guerra, y Alan Titchmarsh, tan encantadoramente humilde como siempre, que dijo que siempre había querido construir un jardín en la terraza de la Cámara de los Comunes y si Jocasta podía ayudarle con algún contacto. Después de eso se bebió una copa de champán, cogió otra y empezó a deambular por la sala.

– Vaya, mi reportera favorita. Esta noche está preciosa. No sabe cuánto he deseado encontrarla aquí.

Era Gideon Keeble, sonriéndole. Tan atractivo como siempre, y con una botella de champán en la mano.

– Hola, señor Keeble -dijo Jocasta un poco insegura, permitiéndole que le llenara la copa-. Ya sabe que hay camareros para eso.

– Lo sé, pero es una forma excelente de apartarme de las personas aburridas y acercarme a las interesantes y hermosas, como usted. Por favor, no me llame señor Keeble, me hace sentir viejo. Gideon, por favor. ¿Dónde está su encantador novio?

– Vete a saber -dijo Jocasta-, pero esté donde esté, está hablando. Y seguro que no de mí.

No quería que sonara resentido, pero así fue. Gideon Keeble la miró a los ojos.

– Ese chico es un poco tonto. Esperaba que hubiera seguido mi consejo y le hubiera puesto un anillo.

– Ni por asomo -dijo Jocasta sonriendo con determinación-, pero de haberlo hecho, una cosa es segura: no me habría gustado. Su gusto en joyas es execrable.

– Ése es un defecto muy grave en un joven. Yo estoy orgulloso de mi gusto. Las joyas son como el perfume, deben complementar el estilo de la portadora.

– ¿Y cuál diría que es mi estilo?

– Veamos, déjeme pensar. -Sus brillantes ojos azules la escrutaban, medio en serio, medio en broma-. Creo que es una chica de diamantes. Relucientes y brillantes. Pero no diamantes grandes. Nada vulgar. Pequeños e intensos. Con oro blanco.

– Suena de maravilla -dijo Jocasta-, pero Nick no está en el nivel de los diamantes. Una pena.

– No pensaba en Nick -dijo él-. Pensaba en usted. A mí me gustaría ponerte unos diamantes aquí -se tocó una oreja ligeramente- y, veamos…, sí, aquí. -Le cogió una mano y la posó en el valle de su escote. Era un gesto curiosamente erótico, bastante más que si la hubiera tocado él mismo.

Hubo un silencio y después ella reaccionó enseguida.

– Sería estupendo. Mucho. Pero tal vez podría contarme cosas de algunas personas que hay aquí. Y de las que habrá. Estoy medio de guardia, ¿sabe?

– Qué lástima. Pensaba pasar un rato con usted.

– Puede, si quiere. Acompáñeme a dar una vuelta y presénteme a algunas personas famosas. O personas importantes, si lo prefiere.

– Muy bien. ¿Conoce a Dick Aoki, presidente del banco Jap-Manhat, como se le llama de manera irrespetuosa?

– No. ¿Qué diablos tiene él que ver con un nuevo partido político británico?

– Nada. Sin embargo… Venga. Se lo presentaré.

Aoki le cayó bien. Medio japonés, medio estadounidense, era divertido y humilde.

– Voy a comprarme una casa en Wiltshire -le dijo-. ¿Crees que la tribu inglesa rural me aceptará?

– Por supuesto -contestó ella-. Si gastas dinero para entretenerlos. En realidad son unas furcias.

– ¿De verdad? Es interesante. Pero es una casa preciosa y si me veo obligado a vivir en ella en total aislamiento, no me importará. Supongo que conocerás la casa de Gideon en Cork.

– No -dijo Jocasta-, no he estado.

– Qué lástima. Gideon, deberías invitarla. Se compenetrarían.

Gideon la miró pensativo.

– Tienes razón. Muy bien, Jocasta, debes venir en cuanto pueda organizarlo. ¿Te gustaría? Puedes traer a Nick, por supuesto, no pretendo comprometerte.

– Me gustaría mucho -dijo ella. Le sonrió y él le devolvió la sonrisa, sosteniéndole la mirada un poco más de la cuenta.

– ¿Qué vais a hacer tú y Nick, después de la fiesta? Voy a llevarme a algunos a cenar, ¿os apetece apuntaros?

Sin duda le apetecía, pensó Jocasta contenta. Sin Nick, a poder ser.

Martha Harley llegó a la fiesta muy tarde. La había retrasado una llamada de Ed, que quería saber qué iban a hacer el fin de semana. Estaba disgustado porque ella no quería llevarle a la fiesta: tan disgustado que al principio ella había pensado que estaba tomándole el pelo. La relación no mejoró mucho cuando ella no pudo verle en toda la semana. Estaba realmente ocupada. Él se había enfadado y le había puesto morros. Lo de poner morros era una de las pocas cosas que hacía Ed que le recordaban a Martha lo joven que era.

Sólo la promesa de un fin de semana juntos le había ablandado.

– Y no quiero que me escatimes ni cinco minutos del fin de semana.

Ella le prometió no hacerlo.

Había elegido un traje pantalón negro de crepé de Armani, muy sencillo, al que se le daba dinamismo con unos pendientes largos de diamantes muy extremados. Se recogió a un lado el pelo castaño liso con un clip a juego, y sus nuevos Jimmy Choos -peligrosamente altos, con tiras de diamantes en el tobillo- la hicieron sentir sexy y atrevida.